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El tristísimo y sonadísimo ocaso de una seudodiva criolla

O las tribulaciones de una niña bien destinada a convertirse en dama de la lata sociedad

Marlene

Berta Lucía Estrada*

Hace rato llegué al quinto piso, cada vez me acerco más al sexto. Lo hago con desgana, más que desgana habría que decir que me produce terror. Nunca me ha gustado la vejez. Mi vida ha estado dedicada al culto de la belleza y de la  juventud. Hubiera querido ser una aprendiz de Nicolás Flamel, el alquimista, para que me enseñara la transmutación del mercurio en oro y la manipulación de la piedra filosofal. O hubiese seguido, sin dudarlo ni un minuto, a  Juan Ponce de León, el conquistador español que recorrió la Florida en el siglo XVI, en busca de la fuente de la eterna juventud. Y si me hubiese encontrado a Uraquimataro, le habría impedido que abriese el cofre que le había dado el dragón. Yo había visto en sueños al pájaro que estaba en su interior, por lo que conocía el secreto que él guardaba. Si él abría el cofre el pájaro se escapaba con el don anhelado, no envejecer nunca. Al compartir mi secreto con Uraquimataro yo habría podido disfrutar de ese privilegio, el dragón me lo había dicho en otro sueño. Por eso dentro de mis lecturas predilectas están El Retrato de Dorian Grey y el Orlando.

Hace algunos años hubiera negociado mi alma con el diablo, a cambio hubiese pedido un porrón de agua de la fuente sagrada. Pero se la vendí a un diablo sin cuernos y sin cola, pero con unas garras de aquí a Cafarnaum. Se la vendí al capo dei capi, cuasi iletrado y de baja estofa, que se tomó este país hace más de veinte años. Y como cualquier candinga, me engañó, no me concedió nada. En vez de otorgarme la belleza eterna, me quitó los ojos. Me pasó lo mismo que a Yocasta, me acosté con el hombre equivocado, ella pagó con su vida y Edipo se arrancó los ojos. En el caso nuestro, fue él quien encontró una trágica muerte y soy yo quien está perdiendo la visión. Me estoy quedando ciega, ese es el obsequio que recibí como pago a mi compañía.

Pero es mejor comenzar por el principio. Nací para ser amada, venerada. Mi belleza ya es una leyenda. En este país soy la Marilyn Monroe criolla. A diferencia de ella, soy políglota, me gusta la poesía, estoy enterada de los movimientos bursátiles y vengo de una familia burguesa. Asistí a uno de los tres mejores colegios de este país y a uno de los 10 mejores del continente latinoamericano. Soy educada, delicada, conozco el glamour como la palma de mi mano y me vistieron las mejores casas de costura francesa e italiana. Como no estaba contenta con mi nariz, un leve defecto de producción, me hice corregir esos milímetros de más que afeaban mi rostro. Pero como siempre, aquí creen que saben mucho, cuando en realidad lo ignoran todo. El cirujano plástico, si es que puede llamársele así al tegua que me operó, lo que hizo fue dejarme la nariz peor de lo que era. Por fortuna conocía al brasilero que había operado a las grandes estrellas de Hollywood; así que él corrigió lo que el medicucho en cuestión había terminado de averiar.

De ahí a saltar a la pantalla chica no había sino un paso. Desde pequeña me moví en los círculos sociales más exigentes de la capital. Con mi don de gentes, mis conocimientos y mi belleza, tenía el cielo a mis pies. Aunque debiera decir a mis piernas. Me convertí en la imagen de una reconocida marca de medias de nylon y todos los días, en los horarios de más alta sintonía, millones de compatriotas soñaban conmigo. Marlene Dietrich había asegurado sus piernas por un millón de dólares, de haberlo querido yo las habría asegurado por cinco. De todas formas lo que he debido asegurar no eran las piernas sino los ojos. Me estoy quedando ciega, ya se los había dicho. Pero pareciera que nadie comprendiese mi tragedia. Los periódicos y la televisión hablan de ello. En estos últimos días he hecho correr ríos de tinta, sólo equiparables al río Amarillo, al Ganges o al Amazonas. Cuando debieran hacer una teletón para poder pagar la operación. Y no es broma lo que digo, harto que les hice ganar hace más de veinte años, me lo deben, no me cabe la menor duda.

Me convertí de  la noche a la mañana en la presentadora de un noticiero. De tener un bajo rating y de pasar por dificultades económicas, el noticiero pasó a batir records de audiencia  en pocas semanas y eso durante todo el tiempo que me tuvo como imagen. Y por supuesto que lo salvé de la bancarrota, si lo sabré yo. Fue entonces cuando los hombres de este país, sin distinciones de clase, comenzaron a soñar conmigo. Los escotes, cada vez más pronunciados, que me ponía cada noche les cortaban el aliento, preferían mirar el noticiero solos, sin que sus esposas los acompañaran, vaya uno a saber porqué. El hecho es que muchas de ellas, ya no eran molestadas en la noche; a otras la situación les llegaba de maravillas, sobre todo si debían cumplir doble jornada, después de haberse visto con el tinieblo de turno en cualquier apartamento prestado por una amiga chévere. Pero para algunas, no tan pasivas, en el caso de las primeras, ni tan permisivas, en el caso de las segundas; en otras palabras, para las que de verdad lo disfrutaban en su propia cama, me les convertí en un problema. Yo era la amante etérea de sus mariditos. Si bien algunas se hubiesen contentado con el orgasmotrón que se inventó Woody Allen para una de sus películas, éste nunca llegó a los supermercados. Y para colmo de males en esa época las boutiques de objetos calientes aún no habían hecho su aparición en la carrera 13.  Tampoco se acostumbraban las tardes de té entre amigas, en el que se rifan los favores de un mancebo bien dotado, al que previamente se ha contratado con el fin de amenizar las tardes con una danza más que sensual. La costumbre de hacer el amor por Internet, aún no se vislumbraba, y a pocas personas se les ocurría hacerlo por teléfono. La moda vendría después, yo fui una de las pioneras.

Entre tanto, de ser la modelo de medias para dama, pasé a modelo de toallas íntimas, como se les llama ahora. Un nombre más discreto, más púdico; léase decoroso e incluso casto. Los pocos hombres que aún se resistían cayeron rendidos al piso, besaban las huellas que dejaba a mi paso. A esas alturas mis hombres iban desde políticos -senadores y alguno que otro futuro, presente o pasado presidente- hasta banqueros, joyeros, industriales, periodistas y alguno que otro intelectual o artista. Me convertí en la barbie de lujo, en una cortesana criolla del siglo XX, en la mujer que sirve para hacer ostentación de autoridad, de dinero y con la que se despierta envidia en los demás. Ellos me utilizaban y yo los utilizaba. El comercio, y por supuesto las ganancias, era recíproco. En otras palabras yo estaba detrás del poder. Aprendí a amarlo, tanto como a mi cuerpo. Supe que no debía tener hijos, en su ausencia radicaba mi belleza y mi poderío. En el colegio había leído Historias de amor de la historia de Francia, y había entendido que eran las mujeres las que tejían y destejían los hilos del  dominio absoluto de un país o de un imperio. Pensé en la hetaira más famosa de la antigüedad, Aspasia, la amante de Pericles e inspiradora de guerras y de complots. El rapto de dos de sus pupilas, habría sido la causa de la guerra del Peloponeso. Cuando la quisieron procesar, las lágrimas de su marido la salvaron de una muerte segura. Ella le enseñó el arte de la oratoria. También estaba Friné, cuya belleza fue inmortalizada en la soberbia escultura que le hizo Praxíteles, La Venus de Cnido. Parece ser que cuando fue llamada a juicio, por la vida licenciosa que llevaba, no aceptó que la defendiesen. Simplemente se desvistió delante del tribunal dispuesto a condenarla. Entendieron que una belleza de esa magnitud tenía por fuerza que pertenecer a todos. Llegó a poseer una gran fortuna. Cuenta la leyenda que con su dinero reconstruyó las murallas de Tebas, la ciudad de su infancia. Y por supuesto, estaba una de las pupilas de Aspasia, Lais de Corinto, considerada una de las bellezas más grandes de todos los tiempos. Aún no había nacido Pauline, la hermana de Napoleón, conocida por ser bastante ligera de cascos. Lais enloqueció a más de un hombre de la Grecia antigua. Mirón le ofreció toda su fortuna por una noche. Ella lo rechazó, pero no dudó en aceptar a Diógenes por una moneda. Le interesaba más alardear de haberse acostado con un filósofo que con un escultor. Todas estas mujeres tenían en común el gusto por el arte, la literatura, la filosofía, la política y por supuesto el amor por sus propios cuerpos. Ellas fueron las diosas que me enseñaron cómo sacar provecho de las artes amatorias.

Y cuando se ha recibido una iniciación de esa magnitud, uno está en la obligación de perpetuarla. Las hetairas, no sólo recibían hombres, podían también recibir mujeres; así que yo no podía dejar atrás tan interesante costumbre. Por mis sábanas de seda roja pasaron los hombres más influyentes de la época, ya lo había dicho. Pero allí también recibía, cuando la ocasión lo ameritaba, niñas recién egresadas de los colegios non plus ultra de la ciudad, algunas habían pasado por las pasarelas de Cartagena. Con ellas hablaba en inglés o en francés. Los hombres de aquí a duras penas hablan español. Las escogía cuidadosamente. Para lo cual tenía en cuenta su gusto artístico y su elegancia. Luego debían pasar por una conversación rigurosa en historia del arte y en literatura. Si clasificaban, pasaban a formar parte de mi círculo privado, con el cual me entretenía en las horas de la tarde. Las noches eran reservadas para los señores. No me gustaban las monas. Prefería las morenas por ser más ardientes. Y cuando ya estaban bien entrenadas, se las pasaba a algún senador. ¡Les encantaba! A las unas y a los otros. Por eso me buscaban. Hubo una incluso que llegó a ser la preferida de un presidente y otra, de un conde portugués. Y por supuesto que la primera en sacar provecho de la situación era yo. ¡Ni más faltaba! Con las más osadas hicimos algunas partouzes. Poco a poco me convertí en una madame. Me he debido quedar con ese oficio, hoy mi vida sería diferente. No hice caso a la historia de Lais. En su vejez, y después de haber recibido a Platón en su Jardín de elocuencia y arte de amor, no como amante sino para que le mostrase los caminos de la filosofía, terminó vendiéndose en las calles por una copa de vino; así comenzó a rendirle más culto a Dionisos que a Afrodita. La diosa no dudó en castigarla, perdió toda su fortuna y su cuerpo se secó como la arena del desierto.

Pero la ambición rompe el saco. Son expresiones populares que no siempre tenemos en cuenta. No supe retirarme a tiempo, ni rechazar las mieles que la vida me daba a manos llenas. Cuando estaba en la cima del poder y de la gloria, uno de mis más influyentes amigos, integrante de una de las familias más importantes del país, presidenciable, para más datos, me presentó a quien sería el hombre de mi vida. Al principio creí que era una especie de rey Midas, todo lo que tocaba lo convertía en oro. Así que lo invité a compartir mi lecho, esperaba que sus largueros de madera se convirtieran en oro macizo. Era senador, y aunque mal hablado, como muchos de ellos, y de pésimo gusto para vestir, otro drama bastante generalizado entre mis compatriotas, yo creí que por fin haría algo grande con mi vida. A partir de ese momento me convertí en su sombra. Lo acompañaba a todas partes, con él recorrí todo el territorio nacional y por supuesto con su compañero de fórmula. Sólo que no era la fórmula 1, sino una más veloz y por lo tanto más peligrosa, la búsqueda de la silla dorada del palacio de gobierno. Esa no la podía transmutar en oro, había que ganarla. Así que todos los métodos fueron utilizados. Sin contemplaciones de ninguna índole. Sin pudor y sin remordimientos me convertí en su cómplice. Quise apropiarme del paraíso y terminé recorriendo los nueve círculos del horror. Allí quedé atrapada para siempre, como un alma en pena. El rey Midas no era sino un farsante, megalómano, mitómano y poseedor de la mente asesina más abyecta que se haya conocido hasta ahora. Lo comprendí muy tarde. Acabó con esta nación y en lo que a mí concierne me dejó sin nada. Para sobrevivir he debido dedicarme a las ventas por correspondencia. Las clases de glamour, que hubiese podido dictar a las jovencitas que se presentan cada año en sociedad, no funcionaron. Los hombres que me habían adorado, simplemente les dio amnesia y de la severa. Nadie se volvió a acordar de mi existencia. Hasta ahora que vuelvo del olvido a remover las cenizas que todo el mundo creía desperdigadas en los cuatro puntos cardinales. El pasado siempre regresa. La historia nos lo ha demostrado con creces. A veces lo solemos olvidar.

 

* Este cuento, así como los tres que ya han sido publicados por El Magazín de El Espectador, incluyendo En átomos volando, fue publicado en mi libro Féminas o el dulce aroma de las feromonas, seguido del libro de cuentos Voces del Silencio, Ble Ediciones, Manizales, 2008.

*Autora del blog El Hilo de Ariadna

https://blogs.elespectador.com/elhilodeariadna/

http://beluesfeminas.blogspot.com

 

 

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