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El giro fatídico en la esquina primordial

9 de abril de 1948
9 de abril de 1948

Hugo Ávila-Baquero (*)

Quizás el punto crucial más importante del tiempo histórico colombiano sea el clavado a la 1:05, pasado el meridiano, del viernes 9 de abril de 1948. Punto que se denomina con simpleza dramática: el 9 de abril. En esa hora, de tal día, tres balazos, se metieron en el cuerpo legendario de Jorge Eliécer Gaitán Ayala (simplemente Gaitán por antonomasia) y en la historia de un país que desde entonces, según muchos historiadores, anda a tumbos buscando entrar en una modernidad siempre postergada (Rubén Jaramillo). Gaitán cayó de bruces sobre el pavimento de la acera suroccidental en el cruce exacto de la Avenida (calle) Jiménez con la Avenida(carrera) Séptima. La investigación exhaustiva aún continúa para los historiadores aunque los juristas hace años la cerraron a su enredada manera y los políticos manipulan conclusiones a su medida.

    Por la calle-avenida, desde el occidente, había estado entrando a Bogotá el flujo inmigratorio, desde la misma irrupción de la soldadesca española en el nacimiento en el siglo XVI  y  por la carrera-avenida,  hacia el norte, había estado saliendo el flujo emigratorio desde hacía algunas décadas. Cruce simbólico esencial, geográfico e histórico, y desde aquel viernes cruce de todas las instancias del accionar encontrado de aquello llamado  pueblo, con la administración amañada de la república, con la construcción improvisada de la nación y rosa de los vientos de toda especie de culturas. Todos procesos truncados en sus paradigmas,  desde aquel día y hoy hundidos unos, enlodados y en trancones otros  entre las zanjas descomunales que han dejado los despojos sobre la ciudad y el país, acaecidos en todas las formas de represiones directas, desde las veredas hasta las calles.  Respuestas violentas o condenatorias hacia todo tipo de protesta o contestación de “los de abajo”, dicho en lenguaje simplista pero certero. De maneras inventadas  infames, cínicas y criminales que hoy han devenido a su culmen en las mafias de la contratación de las obras públicas, que parecen haber estado hurgando el subsuelo, a millones el metro cúbico, en busca de alguna guaca gigantesca o abriendo fosas comunes  para alguna eventualidad histórica o solución política.  

    Gaitán había llegado hasta esa tarde por el camino difícil y azaroso de una acción profesional continuada y una vida política cultivada en pro de las mayorías, en la busca de mundos mas justos y en el buen sentido humanizados. Camino  abierto palmo a palmo con unos y otros, y casi con todos los desposeídos. Hasta su muerte, Gaitán  había militado vitalmente en un liberalismo de tendencias masivas y revolucionarias. Su egregia figura quedó plasmada en la memoria nacional con el puño retador al aire, la cabellera indígena brillante a todas luces, los ojos mirando más adentro y más allá, y la boca abierta en un perenne grito, por encima de todos los gritos y griterías, cerrando la frase emblemática de su gesta ininterrumpida: ¡A la Carga!

    Gaitán se constituyó en el colombiano emblemático para la mitad de las mayorías,  con componentes de alta formación intelectual, decisión política, militancia transparente, ejecutorias de avanzada y carisma incomparable. Su físico, estigmatizado por las élites anglo y galoamaneradas, emergió con una carga académica de excelencia, trenzada con una auténtica simpatía popular y una alegría de vivir exhibida día tras día en su atractiva cotidianidad. Su voz que brotaba de manantial a torrente, se hizo modelo -aún hoy imitado en tiendas de noches de nostalgias de barriada- de oratoria combativa y aleccionadora. Gaitán llegó a aquella hora fatal, de aquel viernes, con la espada para cortar en dos los tiempos de la historia política de Colombia y con la antorcha encendida, por ilustración y para que una vez caído su cuerpo sobre el suelo político presto al incendio, desbrozara dolorosamente un futuro en función de una época que, desde la violencia de los 50’s se ha ido prorrogando a la de las guerrillas de izquierdas de los

60’s-80’s,  a la evolución del narcotráfico armado de bandas por montoneras, hasta una guerra larvada que los mismos de siempre quisieran extender al norte de Suramérica. Aunque se trate de construir un parangón latinoamericano a partir e aquella época de intentos personalizados, con Perón (Argentina), Haya de Latorre (Perú), Allende (Chile) o Castro(Cuba), Gaitán aparece solitario en su perfil específico y en su rol de hombre-puente entre aquellos tiempos y las guerras políticas y militares posteriores.

    Aquella tarde a la hora del almuerzo, Bogotá fue incendiada y abatida en puntos clave de su centro histórico y geográfico. Allí donde había sido fundada por los ejércitos de cruz y espada españoles; donde funcionaba a trancos en edificaciones aparentemente sólidas que contenían las instituciones; donde creció el comercio; desde donde se bajaba tres kilómetros para llegar a una frustrada zona industrial (que comenzaba simbólicamente en el matadero municipal); centro desde donde se avanzaba dos kilómetros para salir a la ciudad  descampada que se enrumbaba por una línea imaginaria que culmina en los Estados Unidos, destino consagrado de las clases pobres y  medias en proceso de toda clase de acomodaciones y enriquecimientos. Centro desde donde se caminaba pesadamente un kilómetro para llegar al pie del cerro consagratorio  de Monserrate, paseo folclórico de peregrinaciones a donde se asciende para rogar al Señor Caído por alguna cosa de salud, dinero o amor, mientras se contempla, desde sus más de 3000 metros,  la ciudad desordenada y pujante creciendo por oleadas, casi siempre de inmigrantes expulsados por varias causas de sus tierras provinciales.

    La ciudad fue quemada en su centro y regada con más de mil cadáveres que fueron a dar por camionadas al cercano cementerio central que hoy en su apacible jardinería y juegos de mausoleos parece no recordar aquella tarde de lluvia y llamas cuando Bogotá ,y detrás suyo el país, entró en una paulatina y forzada modernización sin  haber logrado la modernidad esencial, caída aquella tarde en esta esquina cruzada de dolor y frustración desde que pasada una hora y cinco minutos del meridiano, los tres balazos de un revolver barato -supuestamente disparado por un hombrecillo oscuro y solitario-, mataron al hombre que se autodenominaba un pueblo y que era la esperanza de la parte roja de aquel pueblo que desde el día siguiente de su batalla libertadora había destapado la caja de las guerras, los despojos y las exclusiones. Y el indio, o el negro Gaitán, como le llamaba la gama de sus odiadores, señores de sus privilegios,  había salido del fondo de la caja gritando ¡A la Carga! hasta que lo derribó aquella descarga.

    Hoy, en aquella esquina han anidado las nuevas y remendadas instituciones de este  emparedado de modernización con escasa carne de modernidad: la Iglesia de San Francisco con sus coloniales altares de oro en exhibición continua;  la banca central  con sus reuniones continuas para manejar las tasas de interés, siempre inclinadas hacia un lado; la televisión que bogotana se denomina city y que se puede ver en vivo desde la calzada, con su plétora de modelos y juglares de la información; el avispero de los mercaderes de esmeraldas abriendo en sus manos niditos de papeles blancos y huevitos verdes adobados de violencia ; la incierta línea roja del transmilenio y sus racimos de estudiantes y trabajadores sumisos que transita sobre las salientes de la carrilera de los tranvías que fueron incendiados y sacados de circulación junto con el caudillo abaleado; la universidad centenaria de los dominicos, semillero de abogados-políticos. Y en el sitio exacto en el que Gaitán cayó sin ser acallado para siempre, un símbolo mágico de las generaciones actuales: el rojo, brillante y oloroso local de McDonalds y sus exquisiteces de comidas rápidas y culturas malteadas. Y ahí con timidez de gigante castrado, una roca vertical cubierta de placas recordatorias del tribuno popular. Apergaminada, expuesta a la grasa callejera de los miles de días y cada año con menos poder de  cautivar miradas, es mas un monumento a la esperanza perdida, a la nostalgia de los días jubilosos,  y una valla estrecha de piedra supérstite, reescrita hacia la melancolía y que intenta revivir con ecos combativos y letras preclaras en cada 9 de abril, cuando una mínima multitud de hoy más que octogenarios escucha a algún orador indeclinable que evoca desde su interior sembrado de yerbas que cubren la memoria, las banderas rojas iluminando los días y las antorchas flamígeras abriendo las noches y arriba y en el centro indisputado, al Jefe enseñando, analizando, criticando y llamando a la toma del poder a punta de banderas, pancartas, marchas o silencios, hasta que de nuevo el eco inextinguible de los tres balazos declaran cerrada la ceremonia hasta el próximo 9 de abril.
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(*) Colaborador.

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