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El círculo

 

Mixed Media Painting, Flickr, See ming Lee
Mixed Media Painting, Flickr, See ming Lee

 

Jaime Caballero (*)

“La claridad omnisciente del hombre es velada por la desmemoria y los afanes del olvido, aquello no sucede por ignorancia y dejo de pereza; éste es el lindero impuesto por Dios para que los mortales nunca se percaten de sus orígenes, y su circulo sin fin sea un mohín de alegrías, enigmas y esperanzas”.     
(Emir Dulín Je- rumai. 947A.C.)
 
La escritura era tan escueta y familiar que no fue difícil de descifrar. Los intentos por abordar palabras con sabores y texturas ajenas, otorgándoles una uniformidad diversa y ataviada a sus escritos, fueron aquellos indicios primarios que me advirtieron del estilo particular de sus textos. Los comparé con los míos, y sí, existían signos divergentes, pero se debía quizá a una evolución más rigurosa del ejercicio que sólo se pudo haber conquistado con disciplina férrea y trabajo constante, virtudes que sólo son derramadas sobre la técnica por los años concediéndole el aplomo ideal; son cosas que de las que carezco en éste punto de mi vida, pero sin duda obtendré luego. Sus textos –como sucedió con los otros anteriores- demostraban una madurez genial que me colmaron de júbilo. Fue un tumbo de anhelo para mi porvenir. Reparé  entonces con minucia severa en el vicio del juego recursivo de palabras encadenadas que adornaban los finales y los inicios de cada párrafo. Recurso que aprendí con Angela aquellas mañanas de orfandad, en las que mis padres se ausentaban, y que ella, con un profundo cuidado maternal se encargaba de endulzarme lentamente para que mis días ya escritos –como es evidente- se encaminaran hacia ese paraíso de elementos fantásticos que son las letras. El código revelaba nombres, así lo decidí cuando Angela me enseñó el artificio -exactamente igual al de los escritos de más de cincuenta años- Eran nombres de mujeres: Verónica, Camila, Laura, Raquel, y terminaban con el de mi prometida, Elisabeth. Así quedó impreso en la última de sus obras, editada en los años veinte: Elisabeth.

Dicen que fue un escritor miserable y poco valorado en su tiempo. Hoy, cientos de albores más tarde es considerado un artista genial, con una riqueza gramatical excepcional, de gran sutileza  y un estilo límpidamente mesurado. Murió de Sífilis, sobre la mesa de un bar en Arizona, totalmente ebrio. ¿De qué me sirve saberlo? No sé, saber de sus muertes me genera una intriga vivaz que me inspira a suponer como moriré, es parte de un relato más. Me gusta escribir, y eso es todo. Quizás mis textos no son más que engendros malformados, lisiados, horrendos; pero como todo padre imbécil, amo mis engendros, con cierto airecito de odio procaz. Ha sido así por más de mil quinientos años, en la pluma de San Mateo, de Shakespeare, de Cervantes, de Machado, de Pizarnik, de Caballero. Así funciona esto. Es un acto de egolatría. Me reconozco. Me admiro. Así funciona éste círculo eterno en el que me advierto cada vez que estoy vivo de nuevo, y me dejo rastros para no olvidarme, para no extraviarme en los delirios turbios y temporales de Dios.

Apenas me recuerdo: He sido el mismo todo este tiempo.
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(*) Colaborador.

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