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Egoísmo humanitario

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Por: Laura Fernanda Bohórquez Rincón

Pasaron los años, quedaron los recuerdos si no fueron devorados por una enfermedad inminente. Quedamos solos, en el olvido de familiares que sólo en festividades nos recuerdan con cierto remordimiento. “Quedamos” porque somos muchos y porque aunque no lo perciban, existimos.

Quedaron las aventuras de la infancia corriendo con amigos en parques, quedaron los amores colegiales y los sueños de bachilleres. Quedaron las picardías estudiantiles y laborales, la rebeldía de la adolescencia y sin duda alguna, el despertar de la juventud, esa etapa donde todo duele irremediablemente, donde todo queda marcado en una huella que sólo se recuerda en una edad como la mía.

Quedaron las frases de mi madre como “todo en la vida se devuelve”, y no sabes madre cuánto la recuerdo. Me duele porque en la niñez uno se burla de los abuelos del parque, que juegan parqués, ajedrez o dominó, que hablan de historias que parecen ficticias, que necesitan ayuda para comer, vestirse y hasta bañarse. Me duele porque ahora soy uno de ellos. Porque el tiempo pasa y no pasa. Porque uno vive recordando lo que fue cuando ni se acuerda de lo que desayunó. Me duele porque ahora de mí se burlan y no tengo energía para regañar a esos niños. Pero a esta edad a uno le llega la sabiduría y entendí que uno sobrevive de un egoísmo humanitario.

Uno se la pasa ayudando a otro por egoísmo, ayudando al niño cuando se cae, cediéndole el puesto a la señora,  dando dinero al necesitado, dándole víveres, ropa y compañía a los ancianos y todo esto porque uno sabe que el futuro es incierto, y es mejor contribuir para también recibir ayuda. Pasa el tiempo esperando una llamada o una visita de los niños que antes me decían padre pero que ahora no me dicen ni hola. Lo único que es seguro que espero y también me espera es la muerte.

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