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E.B. White, una ficción legendaria

 

E.B. White. Crédito: corbisimages.com
E.B. White. Crédito: corbisimages.com

Desconfiado, ensimismado, culto. Una de las más recordadas plumas del New Yorker fue a la vez gramático, cuentista, y profeta.

Isabella Portilla (*)

Tenía las manos congeladas. Durante varios años tuvo que repartir hielo para sobrevivir. Con esas mismas extensiones corporales agarraba libros que depuraba vorazmente mientras imaginaba sus propias historias, las que un día escribiría.

Por esfuerzo propio se hizo reportero de un pequeño periódico de Mount Vernon, Nueva York, lugar donde nació el 11 de julio de 1899. Hasta entonces lo limitaban a recolectar información para sus jefes, los “grandes periodistas”.

Sólo después de haber cumplido los 26 años pudo publicar su primer artículo, lo hizo en una revista recién inaugurada,  totalmente desconocida en el circuito cultural norteamericano: New Yorker. Dos años más tarde, en 1927 accedió a hacer parte del grupo de redactores.

Entonces se empezó a cristalizar una especie de leyenda en los laberintos informativos.

A lo Aurelio Arturo, con los días que uno tras otro eran la vida, E.B. White se convirtió en un reconocido ensayista. Su columna “Notas y Comentarios” fue una de las más leídas en la historia de la publicación. Mientras varias generaciones crecían leyéndola, White la esculpía escrupulosamente. A eso se dedicó durante sesenta años.

Gracias al pulso que tenía su pluma fue el más importante colaborador de New Yorker, justamente cuando la revista alcanzaba a ser reconocida como la más influyente publicación  literaria de los Estados Unidos.

En uno de sus ensayos, “Esto es Nueva York”,  escrito desde un hotel de Manhattan después de la II Guerra Mundial, trazó unas líneas premonitorias que pudieron haber sobrecogido a muchos de sus lectores después del 11 de septiembre de 2001:

“El cambio más sutil que ha experimentado Nueva York es algo de lo que la gente no habla demasiado pero que está en la imaginación de todos. La ciudad, por vez primera en su larga historia, se ha vuelto vulnerable. Una escuadrilla de aviones poco mayor que una bandada de gansos podría poner fin rápidamente a esta isla de fantasía y quemar las torres, derribar los puentes, convertir los túneles del metro en recintos mortales e incinerar a millones. La intimidad con la muerte forma parte ahora de Nueva York: está en el sonido de los reactores en el cielo y en los negros titulares de la última edición”.

White fue un periodista completo, íntegro, de esos en vía de extinción: escribió sobre el miedo a la guerra, el internacionalismo, el salvajismo del hombre y  en sus notas no escaseó el humor.

La paz era su estandarte y las palabras su escudo. Siempre abogó por la hermandad de los pueblos y por la estabilidad del hombre.

En 1933 decidió adentrarse en la literatura. Escribió un cuento, La supremacía del Uruguay, en él, una loca idea traída de la ciencia ficción, se sublimaba: el país suramericano salvaba el mundo, hecho que para la época, resultó ser una locura. 

Sus sobrinos fueron las musas que se atravesaron en su vida para conducirlo a la escritura de cuentos infantiles. Fue el creador de Stuart Little, llevado recientemente a la pantalla grande y en 1952 le dio vida a  La Teleraña de Charlotte, libro que se convirtió, según Publishers Weekly , en la publicación para niños mejor vendida de todos los tiempos.  

Con las dos obras fue notablemente aclamado. Los cuentos consiguieron la Medalla Laura Ingalls Wilder, un importante premio estadounidense en el campo de la literatura para niños. Sintió entonces que había encontrado su verdadera vocación: entretener a los pequeños mientras él se solazaba con sus historias.

También se le recuerda por haber editado y actualizado The Elements of Style, un manual de estilo gramatical del inglés estadounidense escrito por William Strunk Jr.. Ese manual aún hoy es fuente de consulta de escritores y estudiantes de literatura.

E.B. White obtuvo un sinnúmero de galardones en su vida, entre ellos, la Medalla Presidencial de la Libertad en 1963 y la medalla de oro a los ensayos y críticas del Instituto estadounidense de Artes y Letras. Antes de su muerte, el 1 de octubre de 1985, supo que su tarea se había cumplido: hizo lo que quiso y la vida se lo reconoció. Su obra, un camino ascendente a la pulcritud de la prosa y a la composición de su literatura, recibió el Premio Pulitzer en 1978.

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(*) Periodista de El Espectador.

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