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Donde termina mi nombre (Sexta entrega)

* El Magazín publica la sexta entrega de la novela Donde termina mi nombre, de la escritora argentina Patricia Stillger.

Aviso importante: Una vez finalizada la publicación de Donde termina mi nombre, tendremos disponible el archivo en pdf para descargarla. Por lo pronto, a la derecha de El Magazín, con la imagen de la novela, los lectores podrán encontrar todos los capítulos que se han publicado.

Donde termina mi nombre

(Capítulos 11 y 12)

Donde termina mi nombre imagen oficial

Patricia Stillger

11
(Colombia  entre 1920-194…)

 

Frank Livingstone era un tipo extremadamente buen mozo que gozaba la fama de donjuán adquirida en solamente un año desde su arribo a Colombia. Sus ojos, de un azul transparente, tenían sin embargo la densidad y el poder de los de color negro. De porte atlético, siempre estaba dorado por el sol. Podía elegir entre un amplio espectro de mujeres, pero solamente se relacionaba con las del pueblo, cualquiera fuera su origen étnico. Se resistía sistemáticamente cuando alguno de sus compañeros insistía en presentarle alguna joven de la alta sociedad, esas de colegio inglés, que querían seducirlo por el manejo de su lengua madre. De hecho, tampoco había hecho amistad con casi nadie que perteneciera a la cada vez más nutrida comunidad de extranjeros. Él se sentía muy a gusto en los talleres, bromeando y hablando cada vez mejor español, aunque había algunas erres que lo delataban de cuando en cuando.


Si alguien lo abordaba en inglés, rápidamente contestaba en español y le pedía a su interlocutor que no lo “gringueara”. “No me trate usted como a gringo” que ese era su país y ahora, “el país suyo y el mío, señor.” Tenía una curiosidad antropológica por la diversidad de colores que convivían en Colombia y su manera de saciar el conocimiento, o su estrategia de abordaje, era la de hablar con las mujeres de las tiendas y abordarlas con una avidez que no podía evitar, acerca de lo que ellas hacían. Así, en los  paradores de comidas callejera, les preguntaba cómo cocinaban el pescado, por qué la comida recibía nombres tan extraños y “qué secretos tiene usted, guapa”  para que toda su comida fuera tan sabrosa. Aprendía rápido y se convirtió además en un excelente cocinero que sabía cómo hacer el arroz en agua de coco y se jactaba de no usar ningún condimento que excediera las fronteras de ese país.

Sus compañeros del taller de SCADTA habían aprendido a no hacerle preguntas incómodas. De hecho, en esas circunstancias políticas, en ese tiempo, casi nadie las hacía. Mucho menos entre pares. Ellos, más allá de toda nacionalidad eran pilotos o estaban hermanados en la aeronáutica. Miles de kilómetros los separaban de un conflicto del que nadie quería tener muchas noticias ni simpatías con uno u otro bando.

Fuera de los hangares, recibía algunas estocadas verbales, pero el hombre sabía defenderse. ¿Por qué se había ido de Inglaterra? ¿Qué pasaría si ese país continuaba en guerra contra Alemania?  ¿Dónde había quedado el orgullo por su patria? “¿Cómo dijiste que se llama el pueblo  donde naciste?”, -“Nací el día que llegué aquí, mi amigo”-, recibían  por toda respuesta.

Frank Livingstone podía ser irresistible para las mujeres, por eso mismo era capaz de generar tanto resquemor en algunos hombres. Y no faltaban competidores. Pero no era el caso con Oswald Bölke. Probablemente era de los pocos amigos extranjeros con quien él se sentía a gusto. Ellos dos, como dos prófugos. Solidarios, callados y con la sobria alegría de los sobrevivientes.

Si había algo seguro en él, era Colombia aquí y ahora. Patria útil, patria mientras siguiera siéndolo.

Finalmente sucedió lo que todos sabían, excepto el cómo. A Von Bauer, director de SCADTA, lo sacaron del medio. La cantidad de acciones que PANAMERICAN había comprado era desequilibrante. A Oswald toda la farsa lo tenía sin cuidado. Se había criado en el paraíso, en el cielo. Volando. Y era lo único que le interesaba de esta tierra. La posibilidad del cielo. Era un piloto de élite. Criado en un avión desde su infancia, experto y sólido. Pero su peor carta de presentación es que era el portador de un nombre de ecos peligrosos.

Frank, por su parte, quedaba más expuesto. No era piloto oficial y sus habilidades eran más limitadas en términos de ser útil para otra compañía aérea.

Oswald tenía un límite muy marcado en su pasión por la fotografía.  No disfrutaba del cuarto oscuro. Esa parte obligatoria de la desnudez de las formas y la verdad de la belleza traducida nunca lo satisfizo. Los bordes continentales mutaban en pobres siluetas geográficas.  Finalmente odiaba esa mirada estreñida y avara. Esos fragmentos opacos como único testimonio de su ojo mezquino.

Más contrastante, más concreto, Frank era el compañero que lo rescataba de sus turbulencias.

Si bien a Hans Ulrich Thomas siempre le habían molestado sus maneras llanas y un poco agresivas de dirigirse al mundo, también hubiera consentido que Oswald necesitaba de su compañía. Si bien recelaba de la relación entre los otros pilotos y su muchacho, Frank se transformaría para Oswald en una dosis obligada con la realidad, con un mundo al que Oswald sólo pertenecía por momentos, porque el apátrida tiene la ingenuidad de un mercenario; sin pasiones por lo propio o todo es lo propio, ¿por qué no? Todo le pertenece porque nada le pertenece. Así se movía Oswald Bölke por la vida.

Frank, en cambio, sabía que las pasiones se pagaban a un precio irracional. No  caminaba sin mirar por encima del hombro cuando salía a la calle. A cualquier calle. Veterano, cada simple caminata, en él, implicaba algo de fuga.

Una noche, los dos en Montería, acodados en la barra, Justo Manuel Triviño se les acercó como siempre solía,  mientras cantaba Inés Cruz, una portuguesa que sacaba un fado de abajo de las uñas. Se saludaron en silencio y cada uno, como pudo, armó una imagen del pudor, de una mujer, de una soñada, de una privada. De una indecible y perfecta. De tan prohibida que se parecería a una madre. “Inesita”, decía Triviño, era de esas voces capaces de adormecer a la mismísima muerte mientras están cantando. La sonrisa de los tres fue muy breve.

“Están en problemas muchachos”. Con toda la ambigüedad en sus palabras, quiso decir lo inevitable como se dice algo al pasar. Se tienen que ir. Ninguno de los dos pareció sorprendido.

“El tema son tus fotos, Oswald. Hay muchos interesados”.

“¿Quién paga más?”, dijo Frank un poco excedido de ironía.

“Mira, Frank, ya no es cuestión de dinero, es el pellejo de tu amigo”.

Oswald se mantenía lejano, como si estuvieran hablando de negocios ajenos. Triviño tomó de un trago lo que le quedaba en el vaso.

Como si hubiera despertado de repente, Oswald golpeó con un puño la barra haciendo salpicar distintos alcoholes de los vasos. “Yo no he recorrido medio mundo para jugar ahora a los espías, he recorrido medio mundo y voy a honrar la memoria de Hans que lo hizo para salvarme. Y todos esos que no se conforman con la guerra en otros continentes y la quieren traer aquí, se pueden ir a la mierda. Yo no me voy. No voy a participar de esta persecución haciendo de cordero pascual”,  y miró a Frank directamente al azul de sus ojos.

“Yo no me voy a ningún lado, pero tú, Oswald, deberías irte más al sur: Buenos Aires, Chile, Uruguay. Allí necesitan pilotos y no hay…”, dijo Frank haciendo caso omiso a su furia.

“Es lo mismo que aquí. Nos van rodear” le respondió su amigo. Triviño ya no intervenía. Había tirado la primera piedra.

“No es lo mismo. Es el sur. Están afuera de todo. Están lejos de todo. Allá nada le importa a nadie. Nadie los mira. Y si tú te vas voy a tener que acompañarte, así somos  muchos en el mismo agujero olvidado”, Frank sonreía aunque no tenía la más remota intención de irse.

“Conozco otro agujero”, insistió.

Esta vez Oswald lo miró sin oponerse. “Es inesperado…” dijo Frank. “Todo esto… A  nadie le llamará la atención la presencia de dos gringos más. Si nos vamos tierra adentro…. Hay un lugar en Bastimento, cerca de la isla Colón en Panamá. Es un buen lugar. Además, yo no vuelvo a Europa. Europa estará muerta los próximos doscientos años”.

Se pasaron el resto de la noche entre estas aproximaciones y otras. Hablaron de Turquía, de Alejandría. Casi con risas se plantearon destinos inconcebibles. No había para ellos un continente. Como lo sabían, buscaban una trinchera. Después de todo, era el único hoyo donde la vida tenía algún rasgo familiar.

No valía para nada todo el entrenamiento que había hecho de sus ojos. Oswald los sentía inútiles. Ahora odiaba esos perfiles y el comienzo del mar y el reflejo cada vez más difuso de las fotos cuando la profundidad del agua comienza a mostrarse impenetrable, masa uniforme e indefinida.

Para cualquiera la propuesta de Frank era clara y tentadora. Era la prefiguración del paraíso. Sólo tenía que cambiar, no vender, sus fotos por esa isla, para ellos dos y ante todo para su supervivencia en términos concretos.

Ese borde perfecto, ese otro margen entre Panamá y Costa Rica. Tan cerca y tan inocuo por la infinita distancia en una isla entera para compartir con Frank. Y sin embargo, Oswald se debatía: “Amo mi trabajo, amo volar y fotografiar porque me permite dos cosas únicas deseadas”.

Ahora debía asumir  que lo más amado puede transformarse en materia vil y peligrosa y tener un precio muy alto y tener el riesgo y estar sujeto a tentaciones ajenas y a miserias aún más grandes.

“Tendrás que aprender a ver las cosas de otra manera, mi amigo. Esas fotos pueden salvarnos o condenarte. Tienes la enorme desventaja de no haber asistido a tu primera fuga, te has criado como una señorita de salones y Hans te ahorró el espanto y te hizo un marica que cree que tiene opciones civilizadas para evitar el exilio”.

Oswald era apenas mayor que Frank, pero este lo aventajaba en siglos de supervivencia aprendida. Oswald lo sabía, pero le dolía que su amigo no intentara al menos sentir alguna hermandad en el dolor de sus decisiones. Sabía, además, que si  Hans viviera, hubiera apoyado plenamente el juicio de Frank acerca de cuestiones prácticas que ahora, nuevamente en tiempos de guerra,  les pisaban los talones.

“¿Qué vamos a hacer allá? ¿Vas a reparar motores de lanchas? ¿Te vas a convertir en cafetalero?” Oswald estaba de pésimo humor.

“Vamos a esperar que todo se calme. Esperaremos que esta mierda se termine. Que se maten. Todos. Que se maten todos y después podrías comprar tu propio avión y convertirte en tu padre”. Impiadoso Frank, y los ojos de Oswald  sacaron fuego y agua, pero Frank no lo dejó respirar.

“Tus padres, Alemania, casi todo muerto; te salvas de milagro y lo dilapidas como si todo te fuera abundante. No es ese el mundo para el que te salvaron. Tienes que poder con tu destino. Probablemente sea el de huir. Es una estupidez decir que no se puede vivir así. Es una vida tan posible como cualquier otra. Hay vidas que se mueven y otras que se quedan quietas. ¿Y? Cuando todo termine te vas a Panamá o a tu horrorosa Alemania a hacer vaya a saber qué. A vender café quizás. Porque para cuando terminen de hacerla mierda –porque eso lo ves, ¿no?- Has visto el poderío de los estadounidenses, ¿no? – bien, entonces te podrás ir con tus insignias y tu apellido a compartir la miseria con los infelices que sobrevivan. ¿Qué te parece?”

“Me parece que quiero que te vayas. Es cierto, puede que sea  un marica. Si estás tan urgido, las fotos son tuyas. Todas. Ya”.

No era solamente lo que representaba irse.  El ostracismo, la falta de la música, de contacto con la música, esos tan nimios, pero fundamentales placeres. Miraba, por el contrario, las fotos de la ciudad de Panamá como quien mira fotos pornográficas. Tanto era su deseo y tan prohibida se había vuelto esa ciudad, tan expulsado.

Estados Unidos manejaba, decidía y supervisaba todo tipo de actividad; comercial, artística, política, industrial. No había una sola área que no estuviera bajo la atenta mirada, no ya de personas, sino de un complejo sistema de espionaje. Espionaje, esa palabra que aunque alude a uno de los fragmentos más siniestros de la guerra, algunos humanos insisten en traducirla como una especie de glamour.

Convengamos, era un sistema conformado por fisgones de poca monta, de pocas monedas, de mucho miedo, de alta efectividad.

 

Fuera de la pajarera. Ilustración de Felipe Schefer.
Fuera de la pajarera. Ilustración de Felipe Schefer.

12

Bocas del Toro

Me había olvidado de llevar los documentos que me habían pedido la vez anterior en el cementerio y volví rápidamente al hotel. Allí me esperaba Armando, que ya había conseguido una bicicleta para él también. Más masculina por cierto, aunque yo me había conciliado con el toque excéntrico de la de color magenta que ya consideraba  mía.

Hábilmente, me hizo invitarlo al desayuno en el hotel. Lux hizo lo posible por que el negrote se sintiera incómodo. Tuve que volver a sentarme a la mesa por cortesía y para que no lo echaran a patadas.  Volcó café por los costados de la taza, manchándose constantemente en la ropa. No consiguió que Lux le diera una servilleta. La única que conseguí yo mismo esa mañana fue una muy pequeña que ya estaba hecha un asco para cuando quise ayudarlo. El bacon no se podía comer de quemado y las tostadas estaban tan negras como el humor de la muchacha. Así y todo, Armando le devolvió las atenciones un sonoro eructo que hizo que el resto de los comensales se dieran vuelta para mirar con desaprobación, no solamente a Armando. A mí también.

Logramos arrancar, finalmente.

Cuando nos acercábamos al cementerio, después de las 9 de la mañana, nos cruzamos con un grupo de niños descalzos que jugaban y gritaban en medio de la calle.

– ¿No van a la escuela?- Armando me miró y se levantó de hombros.

– Hoy es martes. Tendrían que estar en la escuela- insistí.

– ¿Pa’ qué español? Decidí callarme y guardar el aire para subir la cuesta que ya tenía enfrente.

Llegamos al lugar donde habían estado las tumbas. Había barro por todas partes. En un rincón cerca del edificio de la administración había tres cruces adornadas con volutas de hierro en muy mal estado. Tomé una de ellas. Se podía leer claramente Danila Lewis 1934- 1998. Descansa en paz avuela querida. Me sonreí sabiendo que no podía compartir con Armando lo de la  “avuela”. Seguí con la segunda. Adela Danahy 1910-1954.

Veía como Armando, incómodo, se santiguaba y después movía sus labios como en un rezo, pero que en realidad se parecía más a una melodía sostenida que sus enormes dientes no dejaban escapar del todo.

La de mi incumbencia estaba resguardada en un plástico que alguna vez había sido transparente. La saqué de su funda improvisada y apareció el guardia, acomodándose la ropa.

– Está sellada. Ya van a venir los alemanes a estudiarla- acentuó.

No quise reírme nuevamente, ya había quedado como un irrespetuoso en el anterior encuentro. Traté de parecer serio.

– ¿Puedo mirarla? Soy el principal interesado.

Me escrutó, se rascó el mentón y accedió.

Tomé la cruz en mis manos. Me llamó la atención el hecho de que fuera más pesada que las dos anteriores, y que tuviera el nombre tallado en bajorrelieve, por lo que la leyenda no había perdido la claridad, aunque sí la pintura: Oswald Bölke 1891- 1917.

El administrador se fue en algún momento que no registré. Me quedé absorto en las fechas. Del único  Oswald Bölke  del que se tenía noticias –ya lo dije-  era el héroe de la Primera Guerra y ése había nacido en 1891 y muerto en 1916. Un hermano de éste, me habían informado de la Embajada, era mayor, se llamaba Wilhelm y  había muerto en el transcurso de la Segunda Guerra, aparentemente en el frente ruso. De los hijos de Wilhelm, un varón y una niña no se tenían noticias en los registros alemanes de posguerra. Esa era la única novedad.

Por ese lado no quedaba parentesco en pie.  Empecé a preguntarme si el héroe no hubiera muerto en ese famoso accidente durante la Primera Guerra. ¿Por qué habría querido fraguar su muerte, en plena posesión de la gloria y el reconocimiento de sus pares? ¿El célebre autor de la Dikta Bölke? ¿El competidor más cercano de von Richthofen; El Barón Rojo? ¿No había lugar para dos héroes? ¿El peso de la nobleza?

-¿Qué tengo que ver yo con todo esto? O yo no nací cuando nací, o este no puede ser ni mi padre ni mi abuelo ni un carajo- dije en voz alta sin escucharme-

Armando me miró sólo con el borde de sus ojos.

– No te entiendo, español. Yo tampoco sé quién es mi padre y yo soy Armando- y señalaba el pecho con todos los dedos en un racimo.

– ¿O es que tú sólo quieres los dolitas?- y me señaló a la cruz como a una herencia.

– Acá no hay un puto dolita, hermano. Acá hay una mentira de años.

– ¿A ti no te ha contado algo tu madre?

Lo miré con cansancio. Ni a mamá ni a las tías pude sacarles una palabra más de lo que me habían dicho: Nada. No importaba cuántas veces les preguntara. La respuesta creció con los años. No en información, sino en silencio. En el enorme silencio de los libros que me regalaba en cambio. En su enorme piedad. Digo, lo que ella entendía por piedad. O lo que yo, piadoso a veces, entendía como su dignidad de madre soltera.- Yo no sé quién es tu padre. No puedo ayudarte.

Cierto. Lo que se acumula es inútil. Me había tomado el trabajo de aprender. De las lecturas y de otra fuente: de la vida. ¿Qué tenía yo ahora acumulado para enfrentarme a esto? ¿Cómo iba a pelear con ese viejo desenterrado por propia voluntad? ¿Acaso  los pies firmes en el suelo me servirían para dar los golpes necesarios, como me había enseñado el enano Javier en la finca? Puñetazos inútiles para un muerto. ¿A quién pegarle ahora?

– Los que saben vivir, aquellos que dicen que tienen el arte, lo saben porque no les pasa nada o porque evitan minuciosamente cada posibilidad de análisis de sus olvidables existencias; o son los infames autores de libros de autoayuda. El resto somos la gran masa ignorante que fatiga el mundo- Ahora Armando me miraba realmente extrañado. No se atrevió a contestarme.

Como me pasa continuamente, cualquier alivio momentáneo, cualquier placebo, es la única salida a ese estado que me sigue desde niño. Armando era un bruto, de esos capaces de percibir casi cualquier cambio en el ánimo de las personas. Del mío, sin dudas.

– Vamos a la beach, español. Me invitas con un pargo y unas cervezas. La playa es bonita. Y te tengo un regalito-

Las nubes tapaban el sol por momentos de alivio. La travesía en bicicleta, un poco más penosa para Armando que para mí, había valido la pena. Comimos el pargo con patacones y arroz de coco, que ya casi era mi dieta cada día.

Algo de una construcción cercana, con un aire alemán, por el uso de maderas cruzadas sobre las paredes exteriores y un techo de densa paja, me hizo acordar que en la finca teníamos un galpón extraño junto a la casa. No sé por qué digo extraño. En realidad, lo único que llamaba la atención era el divorcio arquitectónico con la casona rectangular con techo a dos aguas de chapa, con declive ciego.

El galpón existía desde que yo me acordara, pero dicen que mamá lo mandó a construir cuando yo era muy chico. Tenía más que un aire, un ventarrón renano. Techo de grafito a dos aguas, muy anguloso; un portón enorme pintado de verde. Allí guardaban el tractor. Un sótano donde mi madre, harta de que el dulce se le llenara de moho, mandó a fabricar unas bandejas para criar champiñones. Hay que reconocer que con éxito y que gracias a los hongos sobrevivíamos cuando la cosecha se arruinaba por las inclemencias del tiempo.

En la parte de arriba había un entrepiso, un desván, iluminado por una única ventana que siempre permanecía cerrada con unas persianas macizas, que en el medio ostentaban un corazón calado en la en la madera. Pocas veces subía yo a ese lugar. Si bien estaba acostumbrado a los roedores, el olor a la materia fecal de los cientos de murciélagos que también anidaban allí me revolvía el estómago. Es mentira que los murciélagos no atropellan objetos o personas, como es mentira que es la única palabra en castellano que contiene todas las vocales -como decía mamá-.

Tenía que subir unas cajas de madera con papeles viejos, probablemente facturas de servicios que ella archivaba cuidadosamente y que, después de unos años, las bajaba para quemarlas cuando ya habían albergado y alimentado a familias enteras de ratones y cuya cubierta estaba tapada por una gruesa capa de los consabidos desechos de los murciélagos.

Después de la segunda caja, quedé exhausto y me animé hasta la ventana para abrirla. Si bien se usaba poco, la falleba se abrió sin dificultad. Entonces, desde allí, vi a mi madre en su cuarto. Sólo podía ver sus piernas. Eran fuertes y bien torneadas –recuerdo ahora- . La miraba moverse alrededor de una mesita. Actuaba como si buscara algo. Y era así. En ese momento se agachó y a gatas seguía su búsqueda. Encontró un papel y se sentó en una silla provenzal, única en su especie entre los muebles de toda la casa. Sólo había una y era de ella. Aferró sus manos a los extremos de los apoyabrazos y echó la cabeza hacia atrás y hacia el costado. Los ojos cerrados. La boca entreabierta y quieta. Leía una carta o un papel que le producía algún efecto notable en toda ella. En todo su cuerpo.

Fue creo entonces, que decidí que no era bueno aprovecharse de ella ni de nadie en esas situaciones, en las que uno observa y el otro no se sabe observado. Pero además, pensé que no me gustaría ver a mi madre haciendo algo vergonzoso. Lo pensé con temor, como se piensan las promesas, como lo irreversible del trayecto de un vaso que se cae en dirección a sus fragmentos, como la aparición del canto cuando un tenor se llena de aire, como la caída de una mano sobre el piano, como el instante en que un mosquito encuentra un capilar a flor de piel. Con inquietud, cerré la ventana en el instante en que un murciélago decidió su salida por mi cara de promesa cumplida, por mi cara arañada por sus patas o por su mordida, con la cara del terror en cada peldaño, con la cara llena de vergüenza por mi madre, para siempre, para todos sus secretos, hacia adelante en el tiempo. Siempre hacia atrás. Hacia mi padre secreto y sus secretos y los secretos de mi madre y la vergüenza de mi madre más la mía y si tenía algo de honor, la vergüenza de mi padre. Y mamá que me miraba en el exceso de mi llanto con esa ignorancia de las madres acerca de la verdad del llanto de sus hijos. -¿Será para tanto?- Mi llanto la convenció. -La antitetánica, que te ha mordido- Y yo pensaba que era una anti – algo. Algo con las tetas de mis malos pensamientos y más vergüenza, intolerable vergüenza al sólo evocarla.- Bicho de mierda, te ha mordido- Claro, mordido en mi conciencia, mordido en el medio de mi infancia sin regreso, mordido en el pecado, mordido en el invento de un caído. Mordida y expulsada y apartada para siempre de mi vida. Mi madre -No sé quién es tu padre. No puedo ayudarte.

-Tengo dos cositas ricas. Tú eliges, español- Me mostró de su bolsillo, un trapito que desenvolvió como una merienda escolar y a medida que lo hacía tomaba otras dimensiones como esos juguetes que se hidratan y agrandan con el agua. – Ácido o hierba. Tú eliges-

Estiré mi mano señalándole.

– Easy, amigo. ¿Ya lo conoces?- Negué con la cabeza.

– Entonces de a poco-

– ¿Cuánto es poco?-

– Este papel en seis y tú te tomas uno. Me lo pagas luego,… si te alegra-  se adelantó.

Me metí al mar, a un mar abandonado. Era el solo en el mar. Un solo de mar. Uno solo con la espuma, una sola ola pegándome en un solo lugar, una sola sonrisa de sal, y otra sal en mi risa de niño. Tanta arena en mis fundillos era el único peso del mar en mi encima. Tanto mar  entre mis dedos arrugados de niño de horas de jugar en la bañera. De tanto barrido de agua con todos mis brazos a la altura de la cintura. De la fiesta que le debía a mi alegría. De mi encuentro con ella, de la sensación de siempre estar conmigo. De la deuda que el mar tiene con todos los niños del mundo. Saldada conmigo. Salada. De risa salada, de carcajada. De mi gozo de enorme pecera. De tanta canción aullada en la siesta del sol. De todas las estrellas de mar y de cielo. De todas ellas y yo montados en la risa  y en las olas.  Del enorme pez en que me convertía o venía nadando y riendo hacia mí. De los delfines desatados y más grises, peludos y suaves que Platero. Imitando mi risa de risa contenida, de a pedacitos, de espaldas. De todo el cielo en mis ojos sin peso, en todas direcciones hacia mí. En mi encuentro con todas las criaturas que habitan el mar de mi alegría. De toda la gracia de todas las cosas.

A todas ellas, mis dientes pulidos, abiertos como una sonrisa. A mi cara de niño cuando canta una nana, con mi cara de Ulises sin taparme los oídos. Del salto al mar debido. De los besos  en suspenso en las bocas inminentes con sonrisas. En la mía. En la justa alegría sin medida. En mi boca nueva, unida en sus comisuras a mis orejas. En los distintos tenores de la sal. En sus distintos lugares. Adentro de la lengua, en el lugar del limón y cerrando los ojos. En toda la tarde suspendida, si no hay tiempo en el tiempo de los juegos de los niños. Hay transcurso y todo dura el juego. Cuando el único tiempo es la arena de la playa, la de mis dedos, la de mis pies. En el periodo, no en el tiempo que dura un juego que termina cuando se termina. Sólo en un momento me di vuelta y vi un negrote moviendo sus pies en pequeñísimos compases bailando una melodía imaginada y con la boca llena de dientes.


 

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