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Donde termina mi nombre (Octava entrega)

* El Magazín publica la octava entrega de la novela Donde termina mi nombre, de la escritora argentina Patricia Stillger.

Aviso importante: Una vez finalizada la publicación de Donde termina mi nombre, tendremos disponible el archivo en pdf para descargarla. Por lo pronto, a la derecha de El Magazín, con la imagen de la novela, los lectores podrán encontrar todos los capítulos que se han publicado.

Donde termina mi nombre

(Capítulos 16 y 17)

Donde termina mi nombre imagen oficial

Patricia Stillger

16

Me despedí de Binns con quien estaría en permanente contacto y pasé el resto del día de bar en bar, tratando de olvidar al puto yanqui que me había revisado el culo. Poco a poco me tranquilicé. La ventaja de Armando era su repentino silencio. Entraba en una especie de mutismo de buena cepa, de la clase que acompaña a un hombre cuando no termina de querer estar solo y sin embargo callado. Finalmente recalamos en uno de sus de sus preferidos de la isla –Fatalito el 13– pintado con colores que seguían la bandera de Jamaica. Era una especie de tinglado cuyo único objetivo era proteger las heladeras de la lluvia. Por nuestra parte, los parroquianos mudábamos las mesas por abajo de los árboles según nos persiguiera el sol. Pero ahora ya era de noche. Pensaba en las habilidades más o menos conocidas que tiene cada persona. Algunas sólo hacen uso de ellas cuando la necesitan verdaderamente, otras siempre y en cualquier circunstancia porque ya no saben cómo deshacerse de esa capacidad.

Quien es capaz de mentir exitosamente durante treinta años en forma sostenida e irrefutable, merece todo mi respeto. Sostener la propia vida y algunas ajenas con forma de ficción, es por lo menos un homenaje a la creación.

Mi  madre tenía el don. No sería la única en la familia con esa capacidad. Me jacto de ser un gran aprendiz al menos. No hablo de mentiras, mentiras. Hablo de ese otro arte asociado que es la evasión, el manejo del silencio, del enojo, de un cierto clima poco propicio para la desnudez de la verdad. Es el manejo del  intermedio de ese extraordinario tiempo verbal que los griegos llamaban aoristo; que está en el horizonte, allá donde no se ve. Se divisa. A ese lugar iban a parar todas las palabras. Me referí a los verbos, pero eso era una sola parte. Hay una franja en todos los idiomas que incluye a todas las palabras que no dicen. Esas eran su dominio.

Habría sido más fácil quedarme en su centro, en sus defectos. Sin tratar de entenderla ni justificarla. De hecho, me conformaba las más de las veces haciendo caso omiso, casi disfrutando de sus silenciosas contradicciones. Pero yo la amaba tanto que era capaz de dolerme sin que ella tuviera la mínima intención de provocarlo.

Ella era maestra en más de un sentido. Un ser excepcional, de una alegría sustancial inscripta en su adn. Nunca hubo un hecho que le hiciera perderla. Nada al menos, de un solo golpe. Algo sí, de deterioro con los años, como la memoria se deteriora también. Asimismo coincide con el hecho de que los hijos se hagan grandes, hecho que seguramente hace perder algo de gracia a la maternidad. La independencia, la autonomía en un hombre se construye en detrimento de los cuidados, de los cariños físicos y de la protección. Habla mi inmadurez, la voracidad con que yo la necesitaba. Incluso en esos momentos en que su presencia me molestaba porque sí. Porque solamente la necesitaba ocupada en sus cosas, pero conmigo. Disfrutaba de ella cuando se daba cuenta de que yo merodeaba y entonces me tomaba por lo hombros, me cubría de besos asfixiantes de oxígeno y me mandaba a hacer infinidad de recados. Aún así valía la pena.

Hubo un momento en que mamá me marcó el terreno de manera más notoria. –Te estás poniendo grande-, me decía ella con todos los verbos en función de fijarme una sola idea monolítica e irreversible.

Al principio fue un poquito de distancia. Alguna distracción o apuro fue suficiente para que aprendiera a bañarme solo. Allí estaba yo, con el jabón seco y el pelo a medio mojar durante un breve período de resistencia. Después, el abandono en las tareas escolares, sé que fue alrededor de la época de las primeras tablas de multiplicación.

Si hay un dios, sabrá cómo la perdí. Sabrá de mi dolor en clave de cuatro por cuatro. Fue el sabor a otra muerte, que no tiene nada en común con la muerte física. La  muerte es una desaparición. Pero ese tiempo significó para mí el primer contacto con un fantasma, con esa sensación de alguien que se empieza a ir.

Caminábamos juntos desde la finca, el equivalente a unas veinte cuadras, hasta llegar a un colectivo que me llevara a mí una escuela cercana. A ella, a la suya, que quedaba mucho más lejos. Mamá era maestra, ya lo dije.

Yo era capaz de levantarme una hora más temprano de lo necesario para caminar juntos en las mañanas escarchadas, cantando algo de un repertorio de invierno y de marcha: “Cchiribín, chiribín, chin chin. Mambrú sefuealaguerra….” 

Pensaba entonces siempre en mi padre. Sólo podía ser soldado y mi madre me hablaba en clave en esa canción, explicándome lo que todas las veces me negaba “no vuelve más, ajajá, ajajá” y ella su chal blanco de lana de guanaco, hermosa y firme en cada uno de sus pasos abotonados del Dr. Scholl. Ella cantaba para conjurar el frío, desafiante y alegre. Yo me preguntaba quién era el cabrón que se reía de que Mambrú no volviera más. Evidentemente, esa canción era la del enemigo. Decidí que era una concesión más, aunque era demasiado para mi gusto. Esa pieza fúnebre que hablaba de la disolución de mi padre, de la nebulosa de su desaparición. ¿Estaría muerto de veras, o era como ese soldado que encontraron muchos años después de terminada la guerra en el Pacífico, que había aprendido a sobrevivir como un lobo ante la fantasmal amenaza japonesa? -Las cosas que se te ocurren, Matías. Ya, pero ya, quiero que me digas la tabla del cinco – y me sacaba de mi himno fúnebre a una apabullante certeza: -Acordate, termina siempre en cero  o en cinco.

Había urgencia en lo que pedía. Siempre. Había que responder con rapidez. La exactitud no era su prioridad. Pero no tenía tolerancia con las demoras. Era una maniobra distractiva. –Cinco por ocho…- bostezaba yo; -Si el último fue 35, ¿a vos qué te parece?- y me sonreía hasta el fondo de su boca y ya no me importaba nada más que la vuelta de su sonrisa que yo había traído de vuelta dejándome de joder con eso de mi padre. Ya tendría tiempo de fantasear con alguna otra cosa. Era una delicia estar cerca  de ella, caminar con ella. No usaba perfume a esas horas, pero toda ella olía exquisita. De manera que cuando nos separábamos me quedaba doblemente huérfano y todo hedía a invierno, a primavera o a solo.

Una mañana me demoró el peine y el agua y un mechón insistía en levantarse y yo no quería enfriarme demasiado la cabeza o tendría que usar un ridículo gorro de lana. Medía cada gota en el peine; se cargó de agua y lo sacudí levemente para que desalojara al menos la mitad del líquido; ya tenía suficiente con la helada posándose en mi nariz, mi boca y mi frente.

Bombas Plaza de Mayo

Ese año le dije a la maestra, cuando me pidió una definición delante de todos mis compañeros, que las extremidades eran lo que quedaba desnudo del cuerpo y expuesto al frío. El final de mi nariz, la yema de mis dedos ¿No es eso un lugar extremo? ¿No es acaso lo último, lo más extremo? ¿Mi geografía no era igual a la de los mapas? ¿No es acaso mi país el culo más austral del mundo? ¿No es eso acaso una extremidad?

Mamá partió sin mí, previas amenazas de abandonarme si no me apuraba. -Te alcanzo en el camino. -Bueno, alcanzame. La percepción del paso de tiempo de mis ocho años fue tan frágil y desmesurada. Salí corriendo en lo que creí fueron cinco minutos. No pude. Corría desesperado. Tropezaba cada tanto con las piedras, pero eso no lograba más que impulsarme con un método poco eficaz hacia delante. Pero servía y yo por entonces era un corredor veloz. Retomaba el aliento sintiendo el contraste de mis lágrimas cayéndoles a la helada en plena cara. La tibieza de los mocos en las escarpadas mangas de mi abrigo de lana. Comencé a llamarla sin gritar, pero desesperado. La perdía. Yo me perdía en la mañana oscura sin madre. ¿Qué habré sentido, pobre niño, que lo único que me quería en el mundo también podía desaparecer?

Me pareció verla a lo lejos. Me mentí que era ella. Deseé con los ojos cerrados y parándome por un instante y me dije que cuando abriera los ojos se volviera ella y se agachara, una rodilla en el suelo, esperando mi reencontrado abrazo. No recuerdo otra tristeza mayor por esos años. Aquella que vi, esa mujer de caminar acurrucado no era mi madre. Esas mentiras no sirven. No hay que hacerlas. Nunca vi su chal blanco. Sólo  imaginé algo como una llama clara que salía por una de las ventanillas del colectivo de esa helada mañana. Me quedé esperando solo, como una estaca, como una calle oscura, como una guerra.

Armando me volvió a la vida:- Español, estás enfermo, estás temblando- y me llevó la mano al bolsillo, pagó la cuenta de las 32 botellas de cerveza Panamá que yacían junto a nuestra mesa y me arrastró de vuelta al hotel.

17

Buenos Aires 1955

Se acaban las excusas para quedarse en la ciudad. Se acaba el dinero. Se acaba el permiso del padre y del marido. Coquetas del último minuto entre las zapaterías, o al Hotel Alvear a tomar un clarito entre las dos. Hermosas de labios delineados, de pinza caliente en el pelo.  Maestras mal disimuladas, del Colegio Normal, de pocas palabras, de no delatarse, de tanta provincia, de tanto marido, de un vínculo sostenido en carencias comunes. De casada una, de una soltería con los días contados la otra; de comprometida. De aburridas, de pocas perspectivas, de todo previsible, de sin Facultad de Arquitectura, y -yo me quedé sin la librería- la otra. Nadie las ve. Todo sucede en el tiempo que sostiene la vista gorda.

Dependientes, de atadas a esos años, de expectativas altas, de ganas de romance, de implacables cinturitas, de poco tiempo atrás, de menos tiempo hacia adelante en todo caso, en todo futuro. De apuesta perdida. De antemano. Eso era promesa.

-Tempus fugit- bellas.

Incansables tacones las llevaban, las cruzaban de piernas depiladas al dolor y a la gloria de esas pantorrillas con rodilla y muslo y de remate un corazón por sentaderas ajustadas y promisorias. Las contragiocondas, de hambre evidente de sonrisas masculinas, de purgas con enemas cada día, “entrá la panza, no te  cierra la falda”. “Me gustan rubios, me gustan morochos, me gustan hombres de hombros anchos, me gustan hombres. Me gustan viajados, peinados con gomina, de camisa blanca y de zapatos lustrados. Me gusta Gary Grant, pero más me gusta Reth Butler subiéndome por las escaleras y yo muerta del alcohol y su promesa de alcoba subiendo por las escaleras, las mismas que las  del  Alvear, imaginate, ja, ja ja, ja”

“No te rías tanto, ja, ja”.

“Me gustan los dos gringos esos. Me gusta Glenn Ford. Cuando te pega te transformás en la divina Rita. Ja, ja, ja”.

“Nos van a matar cuando volvamos. Tostaditos, ¿será del polo? ¿Será del velero? Te miran a vos, ¿me mirarán a mí? Ojalá que bailen como Fred. ¿Decís que son ingleses? Y nosotras tan criollitas. Les decimos que somos porteñas. ¿Vos te  acordás de la vieja de francés?”

“¿De dónde sacás que hablan francés?” “De ese aire de mundo que los perfuma”. “Que no entiendo lo que dicen”.

En un pasable español se invitaron a sentarse. Insostenible. Dos muchachas respetables. Pero dos tipos de cultura aprendida avisaron al mozo. En voz alta -el mozo-    “que son los primos del tío Ernesto, que las vienen a buscar para ir la quinta de San Isidro”. Y ahora sí, sin más defensa que una estudiada mentira, las dos muchachas se suben a la brillante coupé desconocida, de los dos gringos de identidad desconocida, con rumbo desconocido. Todo quedó impecable. La cuenta del único clarito en dos horas, pagada.

El río impactaba por el brillo sostenido del sol en el oleaje; esa tarde no quería anochecer. Estaba muy vacío de veleros. Nadie quería tomar riesgos por esos días de junio de 1955. Pero ellos disfrutaban de las últimas luces en el agua. Nada más importaba. Y sólo entre ellos respiraban un aire imperturbable de pájaros en celo.

El curso de la vida de las personas excede las posibilidades de los intentos de análisis y ellos, tan extranjeros todos, formaban la fotografía perfecta que niega los hechos, la nimiedad, lo intrascendente en las faldas que volaban acompasadas, levantando los ruedos más allá de lo esperado, mostrando fragmentos de piel capaces de olvidar revoluciones.

El acuerdo fue tan natural como tácito. Julia se quedó con el más guapo. Los dos más hambrientos. En el primer abrazo podía verse el cabello del hombre en abundancia peinado para atrás. Un brazo cobrizo arremangado hasta el codo en una camisa blanca cruzando la cintura extrema de la castaña hasta encerrarla con dos manos midiendo un hallazgo único.

Habían perdido de vista a los otros dos, más expeditivos para lo secreto y más concretos en la conciencia del tiempo escaso.

Río de la Plata
Río de la Plata

Era la primera vez de todos. Era la primera vez del Río, en ese lugar, de testigo de dos muchachas que no correspondían con la escena; dos salmones fuera del ascenso del cardumen; dos gacelas olvidadas del Arca. Al menos eso pensaron los hombres dos veces, tres veces extranjeros; dos que hacían la misma distinción entre categorías de mujeres. Y estas eran tránsfugas fuera de catálogo; hermosas de buena cuna, pero de cunas viajeras, de cunas libres, cunas escapadas. La cuna de Julia, la más transmutada. Más aún, con las palabras oportunas y justas de una voz que ronroneaba ese hombre hermoso con los pinos y que callaba a tiempo, como las grandes extensiones de ese río.

            ¿Por qué en un lugar que no le era propio Julia podía sentir, podía tomar los mismos sedantes del paisaje que en casa, pero ahora podía limitar sus sueños a un par de metros cuadrados y dejar atrás las ganas de París y se hubiera quedado allí olvidada de todos, menos del hombre, si pudiera elegir?

Eligió tres días por toda la vida. Los tuvo con el acuerdo de su alma. Sin conflictos, sin sombras. Se preguntó por qué lo liviano, por qué era tan fácil. Se sintió en el ejercicio de la mujer. La mujer fue el capitán y el río y el hombre y el hambre y la saciedad del hambre la obedecieron como se obedece a un capitán. Y todos ellos confiaron en el capitán como cuando se navega entre los fiordos.

Cuando el frío los arrojó fuera de la orilla, llegaron a la casa sin alterar los silencios, sin alterar los acuerdos.

Él sirvió un ron guatemalteco  que lo acompañaba desde Colombia. Despacio en dos vasos pequeños, como de bar, de vidrio grueso y se disculpó con ella por la ausencia de una vajilla más acorde. Nadie habló de comer. Bebieron con la luz de un sol de noche que vibraba en un rincón de una sala pequeña, con una mesa y unas sillas estilo provenzal -tal como ella lo recodaría el resto de su vida-.

Él le hablaba de lugares remotos y de selvas en un castellano más que aceptable y su acento no hacía más que agregarle encanto a los relatos de las víboras venenosas y de la pelea cuerpo a cuerpo con tres monos por un botín de frutas en una chabola en medio de “espesos vegetales”. Estuvo a punto de hablarle de otros lugares, pero prefirió besarla y callar.

Las sábanas olían sólo a sudor de cuerpos amados como única y original fragancia impresa en la frescura del inicio. Ella alternó una mirada entre su sostén exangüe en una silla y el vigor del antebrazo del hombre que entonces la hizo girar hasta tenerla ante su mirada detenida en su cara, en su pelo y que en la penumbra del amanecer la recorrió con tiempo asegurándole el amor, cada vez que empezaban otro ciclo. Fijó implacable sus ojos en sus ojos.

Antes de que ella los cerrara en el placer de la primera embestida, cuyo gozo superaría al clímax por siempre, por toda la memoria, mientras el sol levantaba en vapor a todos los fantasmas del Río de la Plata y un ejército de ángeles bombardeaba una plaza1 lejana en honor al sexo divino de dos criaturas que transitaban fuera del tiempo.

“¿Viste Julia que son espléndidos? Anoche yo brindé con champagne ¿Viste cómo hablan? Nos han traído medialunas y hay café caliente. Lo están haciendo allí en la cocina. Se levantaron muy temprano y fueron aquí cerca de hacer las compras. Claro que nos quedamos a comer. Por ahí hasta nos bañamos. Desnudas, tonta. ¡Qué me importa el frío! Cada una en su rincón. Decime algo, parecés sonámbula. Bueno callate que ahí vienen. Miralos si parecen actores de de cine. El tuyo es más lindo. Bueno, te lo merecés como despedida de soltera”.

Todos sabían que era el último día. Había alivio en Estela y su acompañante, pero no eran ellos y lo sabían quienes de veras importaban. Se llevaron sus últimas horas tranquilas lejos de la casa.

Julia resplandecía. No era sólo su melena suelta. Sus manos se habían ablandado para acompañar sus relatos de la finca, pero el hombre no entendía… “¿De la estancia?” “Es igual, pero más chica”; de su infancia, de sus padres, intentando emular el sentido de la aventura, la excitación de los relatos de él. Había adquirido una musicalidad que antes no tenía. Era  parte de una danza hablada y si su compañero se perdía en alguna palabra desconocida, eran las manos de ella las que completaban los silencios. Él la seguía como se siguen las voces de las sirenas.

Él la siguió cada uno de los dos días como un fauno puede seguir a una sirena. Cada encuentro entre ellos parecía imposible de antemano, pero lo esencial sabe hacerse su camino. Parecía que ella iba a querer entenderlo mejor y llenarse de su vida, saber más de él, de su biografía, pero, por el contrario, cada vez eligió conocer el olor del hombre que intuyó de antemano lo único posible de resistir el paso del tiempo, el paso de otros hombres y eligió su carne sudorosa alimentando para siempre las yemas de sus dedos; tanto que frotó sus palmas en la espalda del hombre hasta no sentirlas más, tanto que cerró sus ojos en una promesa, tanto que robó la sábana con la devoción de santo sudario; tanto que equivocó el apuro y guardó en el fondo de su bolso el pasaporte del otro hombre, tanto, para sólo tener su foto; tanto,  para gozarse en una sola mirada por la eternidad. O al menos, viviría la eternidad cuando pensara el rostro del hombre.


1 Nota de la Historia: La efeméride: junio de 1955, bombardeo de la Plaza de Mayo en Buenos Aires, Argentina.

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