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Diatriba contra los herméticos

Flickr, Jan Tik
Flickr, Jan Tik

Libaniel Marulanda (*)

Después de leer esta parrafada no faltará quien me tilde de sapo, una connotación que en este caso adquiere para el autor una categoría equiparable a la de veedor literario. Igual que el anónimo siervo que se empinó sobre su ignorancia y gritó a la multitud: ¡El emperador está en pelota! Y claro, la desnudez del perfumado personaje era visible para todos, excepto para los notables porque la existencia del traje era para la élite un asunto vital, de supervivencia en la corte e incluso de estómago. Contrario sensu, en mi caso sólo expongo el cuero, cosa que me importa un pito. Parodiando a Marx: Los brutos no tenemos para perder más que la ignorancia. Aquí estoy, ¡Oh poetas!, presto a recibir el escupitajo, el estigma de batracio indocto; señores críticos, afilen su puñalería que esta es una papaya servida.

Con la manifiesta intención de ser una especie de agente oficioso, antes que nada conviene que sepan que soy un viejo músico que regresó a su pueblo a ejercer el derecho al goce de su último cuarto de hora. Dicen en el barrio en que vivo que soy escritor y a fuerza de reiterarlo he terminado por caer en la trampa de creérmelo. Esta optimista convicción tiene para el caso que anima la presente diatriba, la ventaja adicional de que la hace alguien que, por lo menos, puede tenerse como un lector medianamente informado. Vistas así las cosas, los lectores habituales quisiéramos saber el porqué de la oscuridad, las poses y el desprecio de tantos poetas por nosotros. Señores poetas: ¿Por qué son complicados, inaccesibles, presuntuosos, excluyentes? ¿En verdad, quieren ser leídos, reconocidos y recordados por nosotros, los de abajo?

Lanzado el primer dardo, corro a refugiarme en mi cueva: la música. Y como músico audidacto, sin pretendida genialidad ni sapiencia academicista pero, eso sí, a salvo de pendejadas, creo que los músicos, cuando nos jugamos la epidermis en la creación artística, tenemos puesta a la gente, siempre la gente, toda la gente como principio, fin y única razón de ser de la suma de nuestros sudores y fatigas. Y sólo en la justa medida en que la creación se expanda, sea querida y trascienda geografías y conglomerados, tendrá o carecerá de calidad e importancia. Como músico trasnochador, querendón, bohemio e inédito, ante el vértigo del paso de los años, cada día con su afán me reafirma la certeza de la función social del arte. También surge reiterativo el interrogante ¿Para cuál bando se desvela, sueña y escribe el poeta?

La certeza de la blancura del huevo es incuestionable. Lo esperado sería que los artistas descendieran de las alturas y, ahora y aquí en el país, con su talento ayudaran a que millones de personas en desbandada se sacudieran su espanto y volvieran a cultivar la lectura. Algo tan obvio como vital, piensa uno que debiera animar la función estética: la crítica tiene razón de existir, los críticos son importantes pero crítica y críticos son prescindibles. Para que pueda comer, Colombia puede quedarse sin doctores pero jamás sin campesinos; Señor poeta: ¿Usted escribe para los críticos? ¿Para el enjambre de pirañas de sus encumbrados colegas? En el mejor de los casos puede lagartearse una reputación ante la élite literaria que reina desde las alturas. Pero, dígame, ¿Cuántas personas transpondrán el umbral de la primera página si sus textos son indescifrables?

Estos párrafos no están apadrinados por el pensamiento de encumbrados filósofos, escritores o poetas; tampoco son el fruto de años de insomnio filosófico o de bibliofagia borgiana. Estas reflexiones provincianas, lo repito, apuntan a lo simple, lo claro, lo obvio. Son la mirada del hombre común, que carga un costal, a los ojos del intelectual que lo observa tras la barrera de sus gafas. Sirva de algo anotar que nací y vivo en Calarcá, Quindío, un pueblo grande y convencido de su importancia cultural, como todos los pueblos grandes. Mi pueblo, a lo largo de la historia ha cargado con la fama de ser cuna de poetas. Y, en verdad, hay algo de cierto en ello. Calarqueños son Luis Vidales, Baudilio Montoya y Nelson Osorio Marín. Los cientos de poetas restantes oscilan entre lo aceptable, lo precario y lo críptico.

En el Quindío, desde la adolescencia comenzábamos a cometer versos con el resultado lógico: superproducción de malísima poesía. Sin embargo, al final del ejercicio de leer muchos poemas, de recitarlos en las reuniones, de pretender escribirlos, quedaba una inocultable utilidad social en el inventario de la cultura. Esa utilidad estaba representada en miles de personas que sabían leer, que eran benevolentes con los libros, que estaban dispuestos para el asombro y el ejercicio de la imaginación. Un solo ejemplo podría bastar: El poeta Baudilio Montoya fue leído, memorizado, entendido y recitado por mi generación en todos los rincones quindianos de entonces. La expresión “saber leer”, ha nacido de confrontar lo de antes con la realidad actual, reflejada en el analfabetismo funcional. Si usted lo duda, ponga a un alumno de educación media a leer en voz alta y luego conversamos…

Cuando los ilusos, que siempre hemos sido millones, creíamos que eso de la cultura crecería en proporción directa con los índices poblacionales, la historia nos comenzó a golpear con su intransigencia; es decir, nos hizo pistola, igual que la economía y la política. Hoy tenemos mayores conocimientos tecnológicos, más colegios y universidades, mayores utilidades financieras, pero mayor pobreza. Nuestra sociedad, medio rural y medio urbana, vive un período de oscuridad cultural. Si usted no lo cree, mire no más hacia dónde se ha encaminado la escasa lectura de la gente de a pie. Notará de inmediato que el grueso del público lector le dedica su atención a los periódicos amarillistas, aquellos en donde el sensacionalismo mercantilista ha erigido tres íconos: la sangre, los culos y las tetas. Oiga la música que sintonizan los conductores y tararean los pasajeros de buses.

¿Qué adónde quiero llegar? Pues simplemente a pasarle cuenta de cobro, en general, al arte que repudia a la gente; de manera particular y apasionada, a la poesía que la gente de mi pueblo ni yo entendemos. Esa poesía enredada que se conoce como hermética. La poesía, como expresión concentrada de la literatura desde su génesis está ligada al devenir histórico. Y el peor castigo de la sociedad para un poeta es el olvido. La claridad es consustancial a la sobrevivencia; así parecen demostrarlo los poetas que siguen leyendo los pueblos. En el mío, más de un intelectual abstruso de la orilla de enfrente ha estigmatizado a Baudilio Montoya porque su vida y obra estuvieron rodeadas del afecto y el encanto de las cosas sencillas, como la misma gente y el entorno con el cual presumimos hoy ante el mundo.

Seamos sinceros y reconozcamos que el ejercicio de la lectura, para usar un localismo, “Va de culos pal estanco”. Si esta herramienta transformadora de la sociedad está averiada, lo ideal sería que quienes jalonan la educación y la cultura apartaran de sí el árbol que les impide mirar el bosque: La gente leerá menos en cuanto le enredemos más la piola de la literatura. Señores poetas, no se avergüencen de ser leídos, propalados y entendidos por millones de personas. Luis Vidales fue el mayor innovador de nuestra poesía… ¡Y se dejaba leer y entender! Y si poetizar bien requiere necesariamente la genialidad que ustedes no tienen, resígnense a la autocomplacencia, invoquen a Onán. Al final, podría ser que descubriéramos una de dos: Los lectores corrientes somos brutos en extremo o ustedes han pretendido estafarnos a lo largo de la historia.

Debo confesar que ante la imposibilidad intelectual de bucear en las profundidades del hermetismo, por más que lo intenté durante décadas, un buen día resolví ser sincero y aceptar mi minusvalía. Párrafos atrás, saqué y sacudí mi bandera, que a lo mejor es apenas un trapo viejo; un oficio que unos literatos desprecian, y otros estiman: La música. Tuve la fortuna de ser alumno del creador de los talleres literarios en Colombia, un viejo recio, sencillo y querido por sus alumnos: Eutiquio Leal. Resulta irónico que nunca conseguí entender bien su poesía. Sin embargo, para Eutiquio la poesía podía y debía ser musical. La historia del arte es abundante en ejemplos de ese maridaje. Por aquí tenemos cerca a un pereirano cuyos versos ennoblecieron la música colombiana y ocupan el primer lugar en la antología del bambuco: Luis Carlos González.

Si bien algunos ejemplos que quiero mostrar aquí pueden adolecer de extemporaneidad, su buena factura es reconocida por el grueso del público de cultura media. Podemos comenzar por la poesía de Tartarín Moreira (1895-1954), miembro del bohemio grupo “Los panidas” de Medellín. Para no colombianizar la cosa, miremos algunos poetas tanguistas: Horacio Ferrer, Homero Manzi, Cátulo Castillo, Enrique Santos Discépolo. Incluso Borges y Cortázar, aunque no lo crean. Mirando hacia Cuba, ¿Qué tal la Nueva trova cubana? Es recomendable el libro “Silvio: Que la guitarra alce la mano”, una admirable obra escrita a cuatro manos por Víctor Casaus y Luis Rogelio Nogueras, poetas, narradores y cinematografistas cubanos. ¿Y qué no decir de Pablo Milanés, Nicolás Guillén, Santiago Feliú y Carlos Puebla? Y si quieren más, deténganse en el español Juan Carlos Calderón (Mocedades) y recreen el oído con Alberto Cortés.

Existe una desbandada general en el buen arte popular. Los viejos, como yo, nos lamentamos a diario de la paulatina pérdida del buen gusto de nuestros congéneres en los terrenos tanto de la música como de la literatura o de otras expresiones concomitantes como el cine. Mirando esto último: el cine ¿De quién es la culpa? ¿Será que el público ha creado una morbocultura que exige más y más sangre, muertos, patadas, explosiones, disparos y autos destrozados? Por otra parte ¿Qué oye la gente hoy, cuando existe la posibilidad de acceder con mayor facilidad a las mejores expresiones de la música en el planeta? ¿Quién inventó el sensacionalismo, las revistas light? La cultura popular exige una reivindicación. Acéptenlo, artistas y poetas: o su producción va en busca de la gente o esta los destripará en su desbandada hacia lo chabacano.

Pero, una cosa es pretender que el arte y la poesía cumplan una función social, que eleven el ser de un pueblo condenado a la desmemoria y cosa muy distinta rendirle culto al atraso y la aguapanela. Se le pide a los poetas que piensen, produzcan y se hagan entender; nunca que recurran al facilismo comercial o la copialina. La genialidad estética no tiene que ser forzosamente ininteligible. Quisiera preguntarles a los intelectuales de mi pueblo, si continúan deleitándose con Mozart, Bach, Beethoven, Chopin, Rashmaninov o, por el contrario, los consideran “decadentes” y abren la puerta auditiva a la música conceptual, minimalista o serial, que es de “vanguardia”. Sean sinceros: ustedes no oyen esta última música simplemente porque no adquirieron los especializados conocimientos que ese género requiere para ser entendida. ¿Entonces, por qué buscan engrupirnos con el inmamable hermetismo poético?

Años atrás, en su taller, al detectar mi desconcierto ante la poesía hermética, Eutiquio Leal me llevó el antológico texto de Gombrowicz, donde señala que los poetas terminan escribiendo para los otros poetas. Para mí fue la primera oportunidad sobre la tierra para considerarme digno de la literatura. Luego, para no sentirme solo e inerme, escarbé por aquí y por allá y me encontré con la segunda oportunidad; esta vez se trata de un poeta español, Eduardo Jordá, quien dice, ni más ni menos: “(…) toda la poesía hermética o incomprensible es un fraude, igual que ese vocabulario pseudo-científico que usan los adivinos y los parapsicólogos para engañar a los incautos (…)”. Por eso hoy me siento reivindicado y puedo decir sin miedo que la poesía hermética es un paquete chileno y sus poetas cultores son unos tigres de papel.

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(*) Colaborador.

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