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De senos, cosenos y lecciones de dignidad

 

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Por: María Luna Mendoza

Se llamaba Carlos, tenía la nariz excesivamente pequeña, se parecía a Lord Voldemort, el tenebroso mago de Harry Potter, y calculo que medía un metro con cincuenta y cinco, es decir, seis centímetros menos que yo (puede que me equivoque, pero, en todo caso, siempre me pareció diminuto). La piel de sus manos era increíblemente oscura respecto al color de la piel de su cara y hablaba en un tono robótico insoportable que yo debía escuchar obligatoriamente durante noventa minutos seguidos, tres o cuatro días a la semana. Carlos fue mi profesor de Matemáticas en el colegio y era un ser particularmente feo y sombrío. “Señorita Luna”, decía en cualquier momento de la clase y apuntaba con su amarillento dedo índice, manchado de nicotina, hacia mi pupitre. “Al tablero”, sentenciaba. Tenía la espantosa manía de sacarme a resolver ecuaciones trigonométricas al frente de todos; ecuaciones que yo, una muchachita de quince años cuya única certeza en la vida era –sigue siendo- el amor por la literatura y la escritura, me empeñaba en abominar.

Lo peor, sin embargo, no era el ridículo que yo hacía frente a mis veinte compañeros de clase –casi todos ingenieros y “business guys” en potencia- con mi fracasado intento por resolver problemas de senos y cosenos que, en mi absoluta e intencional ignorancia matemática aparecían como jeroglíficos indescifrables. No: las cotidianas retahílas morales del profesor eran aún más patéticas que el enredo de números y símbolos matemáticos que aguardaban por mí en el tablero y que yo debía desenredar porque sí, porque el currículo lo decía ¡Y punto!

La retahíla –que nada tenía que ver con senos y cosenos, pero sí con tetas y traseros- comenzaba con un sonoro suspiro: el profesor tomaba aire y exhalaba diciendo lentamente “¡ay, dios mío!”. Luego, proseguía con frases como “señoritas, procuren no agacharse cuando usen falda”, “si se agachan se les ve todo”, “siéntense bien”, “cierren las piernas”, “tápense”, “actúen como damas”, “las damas sítienen dignidad”. Mientras hablaba, recorría a paso lento cada hilera del salón con sus oscuras manos entrelazadas apoyadas sobre su espalda y observaba con desdén a los empresarios en potencia que habían dejado crecer su melena más de lo “normal” y a las fallidas damas que habíamos subido el dobladillo de la falda un poco más arriba de lo cristianamente aceptable.

Yo no sé si mis compañeros de clase se percataban de todo lo que yo me percataba –solía estar más pendiente de las palabras, los gestos y las manos de las personas que de las ecuaciones-. Tampoco sé si alguna vez en sus vidas se han preguntado por qué existen tantos conflictos -en el colegio y en el mundo- con ‘todo’ lo que hay y sucede debajo de una falda. Por esos días, sin embargo, esa no parecía ser una reflexión ni apropiada, ni agradable, ni relevante.

Apenas tenían catorce o quince años y me parece que los potenciales business guys también eran machistas en potencia. Muchos adoptaron como suya –en ocasiones con orgullo- la retahíla acerca del “uso correcto” de las faldas, los calzones y de ‘todo’ cuanto había debajo de ellos.

Cierto día, en una clase de Educación Física, la niña más chic y popular de mi salón dijo en voz alta que una verdadera dama debía, en resumidas cuentas, evitar las relaciones interpersonales mediadas por “las hormonas”. “Hay que tener dignidad”, repetía al combo de agraciadas jovencitas al que pertenecía, mientras hacía girar un hula hula alrededor de su cintura y sus caderas con los mismos movimientos que, en circunstancias menos deportivas y más eróticas, seguramente la hubiesen acribillado en su dignidad -en lo que sea que haya entendido por dignidad-.

El alfabeto tartufo de mi profesor y de otros personajes como la directora de disciplina, quien luchaba en vano contra los besos, los abrazos y las caricias que pudieran presentarse en algún pasillo, baño o recoveco del colegio, se instaló con eficacia en el idioma de mis compañeros y sospecho que potenció todas las taras sociales, morales y sexuales con las que, probablemente, habitaban en sus casas, sus clubes, etc.

Hace unos días iba caminando por la calle y, en una esquina, me topé con la niña más chic y popular de mi salón. Otra mujer había estrellado la trompa de su carro contra la cola del suyo y ardía en rabia. “Si tiene algo de dignidad, bájese del carro y dé la cara, no sea perra”, le dijo mi ex compañera a la otra mujer que permanecía, consternada, dentro de su carro…Ahí estaba ella, la niña del hula hula, casi diez años después, dando coléricas lecciones de lo que sea que entienda por dignidad. Ahí estaba Carlos, mi profesor, casi diez años después, con su retahíla, con su idioma, con su “sean”, con su “no sean”. Ahí estaba yo, dentro y fuera de la escena a la vez, pensando en que hay lenguajes tan intensamente cultivados –en lugares tan insospechados como las clases de trigonometría- que son imposibles de desinstalar.

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