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Comas en Bemoles

Corazon

Fuad G. Chacón T.

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Allí en la inmensidad sórdida de aquel teatro confabulado con la soledad cómplice del escenario, y mientras el público se ubicaba en su puesto, tuvo tiempo para recordar la estruendosa carcajada del editor del periódico local aquella mala mañana de julio en que decidió ir personalmente a entregar otra de sus cartas de amor que hacía pasar por columnas de opinión. Sus fauces emitían un sonoro aullido de regocijo mientras lagrimeaba sin vergüenza y se agarraba la barriga trabada en lucha con los botones de su camisa a punto de explotar.

¡No’mbe! ¿Tú me estás mamando gallo? ¿Cómo quieres que publique esto?

Siempre evocará en su memoria ese mustio día como aquel en que decidió matar por última vez y para siempre sus sueños de ser escritor. Desde muy joven la vida le hizo elegir entre cumplir con el destino inexorable de carpintero que su padre había elegido por él o abandonar las raíces de su pueblo para perseguir río arriba la vocación que le ardía por dentro hasta que el afluente del Magdalena lo guiara a Cartagena, aquel hipnótico puerto donde de pequeño los viejos que se sentaban a jugar dominó a las afueras del cementerio le contaron que se desembarcaban las obras literarias más codiciadas, directamente traídas del Nuevo Mundo.

Corrió por las calles polvorosas con los ojos encharcados de frustración y sus manuscritos en tinta china bajo el brazo. Lanzó al aire con rabia las hojas amarillentas que por años había escrito de noche para probar suerte en el diario al día siguiente y se dejó caer en cualquier rincón de la Plazoleta Central escondiendo su cabeza entre las rodillas. No comprendía porqué siempre lo que salía de su pluma causaba tanta gracia, desde la veterana profesora de español calificando sus ensayos sobre los suicidios por amor hasta las novias inocentes del colegio femenino a las que les componía versos en su adolescencia, todos se reían.

– ¿Y esto se toca en 3/4 o en 4/4?

Levantó la cabeza y vio al tuerto del violín que vagaba por las madrugadas entre callejones dando serenatas a las ánimas en pena sosteniendo una de sus páginas. No contestó porque pensó que seguramente deliraba por el bochorno de las 3 de la tarde. Ante su silencio el tuerto colocó la hoja en cualquier cornisa y empezó a tocar una melodía intrépida que le narró la batalla de Blas de Lezo contra las fragatas inglesas, tema del que trataba ese artículo.

Eso hizo que las piezas encajaran en su mente y lo tuvieran allí de pie como director invitado tantos años después en el corazón de la filarmónica de París, muy a pesar de cargar con ese raro trastorno que le hace escribir en notas musicales, aunque para sus ojos los signos lucieran como cotidianas letras normales. Primero temió, pero luego lo aceptó como un don, uno que convertía sus palabras en acordes, sus cuentos en pentagramas y sus comas en bemoles.

Mira de soslayo a un mucho más canoso y aseado tuerto con su violín que desde la primera fila de los instrumentos de cuerda le guiña un ojo. El público está listo, la función debe comenzar.

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