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Carta a Arturo Echeverri, sobre una novela de diálogo en un país de sordos

AE

Por: Luis Carlos Muñoz Sarmiento*

A Arturo Echeverri Mejía, “capitán de mares y piloto de sí mismo”.
 A quien, como Bergchem, “pudo vivir y morir por aquello que siempre amó: la verdad, la fraternidad y la libertad”.
A quien “Su hombría de bien le impidió cohonestar la política sucia y otra cosa sucia económica que quería aparecer como política”.
A mis hijos, Santiago & Valentina, por lo mismo…

 

Querido Arturo Echeverri: Una de las cosas que primero sorprende en su novela es la sencillez, la simplicidad, lo que Usted mismo llamó la simplicitud: “[Marea de ratas está]  escrita con simplicidad, con sencillez. Sin palabras, hasta donde me fue posible suprimir la fronda. Intenté trabajar con un elemento único: la simplicitud  [sic], y esto me parece que es lo más difícil de conseguir. Hasta donde pude hice una novela de diálogo.” Atención: una  novela de diálogo en un país que no dialoga, en el que hasta hoy lo importante no ha sido la voz, las voces, sino la palabra, las palabras… en el que el diálogo que representa la voz viva ha sido reemplazado por la intolerancia, es decir, la voz de la muerte, la que no respeta la voz del otro: en últimas, la que asesina con sólo mandar a callar pero que no se conforma con el eufemismo pues, en efecto, termina por asesinar, esto es, por callar del todo.  Para que no haya dudas. Para que el sobreviviente tampoco las tenga.  Y para que el país siga como está. Un país que tiene en el silencio impuesto el principal alimento de la impunidad. Su novela quizás no narre grandes hechos pero sí hace interesantes los pequeños: los de la cotidianidad en una aldea de pescadores a la que un día llegó la plaga vestida de verde; los de los hombres que en silencio ayudan a construir un país, a diferencia de quienes sólo piensan en usufructuarlo; los de unos seres humanos que creen no saber nada de nada, pero hacen muchas cosas y viven, a diferencia de quienes viven de los impuestos y no hacen ni viven: impuestos que se van para la guerra antes que para la educación y por eso la escuela es tomada por el cuartel… Usted desarrolla una nueva manera temática y formal de abordar la violencia al superar la estética de la violencia visceral. Como a su vez lo hacen Palacios en Las estrellas son negras, Osorio en El día del odio, Cepeda en La casa grande: lo relevante en estas cuatro novelas no es la guerra en sí sino sus resultados, los terribles resultados que muestran en esencia la estulticia de dicha guerra y de quienes la propician y la hacen, no de quienes no tienen más remedio que padecerla.

Schopenhauer, como Usted sabe, dijo que “la misión del novelista no es relatar grandes hechos sino hacer interesantes los pequeños.” Idea que coincide con la estructura narrativa de Marea de ratas y su estilo directo y sin afeites; con el tratamiento de las situaciones, la descripción de personajes y la creación de atmósferas. Atmósferas en las que la tensión y la intensidad, derivadas ante todo del manejo de los diálogos, cobran una alta cuota de expresión en la literatura colombiana, tan dada a poner el adorno sobre el sentido, la anécdota sobre el proceso, la furia panfletaria sobre el único compromiso de un autor: permanecer fiel a sí mismo. Usted desarrolla con destreza el tema de la violencia por el conocimiento que del mismo tiene de primera mano; lo emplea con una precisión y una economía de lenguaje que nunca dejan de asombrar, incluso a quienes puedan llegar a pensar que asombrarse ya no es posible en un mundo banal, light, descafeinado… en un país donde el mayor espectáculo no es ya el fútbol sino la información. Así, frente al tratamiento de la violencia como mero reflejo de los hechos, como testigo no exento de una pasión política cuando no abiertamente partidista, Usted se independiza de tales criterios y toma otros rumbos, desarrollando una nueva manera de asumirla, sin temor al qué ni al cómo de lo que escribe, como tampoco a sus consecuencias. A la truculencia y al morbo, así como a la caricaturización de los personajes y a la cruel y efectista descripción de los hechos y las situaciones, opone la prudencia imprudente del auténtico artista; la claridad ambivalente del creador imaginativo; la sabiduría no erudita del escritor que sabe que para abordar la violencia en la literatura es clave la experiencia vital, la vivencia de los hechos y un conocimiento adecuado de la literatura y de la técnica literaria. Parte de lo anterior deja entreverlo una declaración suya: “Una novela realista, pero con los toques imaginativos suficientes como para quitar esa peligrosa nitidez fotográfica de los hechos reales, de todos los días.” En fin, antes que la lucubración filosófica, el ánimo de descrestar intelectualmente, el artificio erudito pero nunca sabio, Usted prefiere la austeridad de la expresión, las frases y los giros breves, a veces lacónicos, la prosa desprovista de almíbar, logrando de esa manera una novela exenta de retórica recargada y de adjetivación con la que da en el blanco, al modo de Quiroga: “El cuento era, para el fin que le es intrínseco, una flecha que, cuidadosamente apuntada, parte del arco para ir a dar directamente en el blanco.”

Y la manera que Usted encuentra para dar en el blanco y de paso quitar aquella nitidez fotográfica de la realidad, de cada día —una alusión irónica al manejo mediático— es, precisamente, la de la sencillez con un trasfondo humano en el tratamiento temático. En una entrevista con el poeta Óscar Hernández, Usted sostiene que el de su obra “… es el tema humano. Todas esas pasiones que forman la corriente de la vida… La esencia de la novela es la suprema desesperación de los pocos humanos que restan y que son consumidos en el tremedal de los violentos. No doy soluciones, no sé si se salen de este estado… Cada personaje tiene su camino… Yo tengo la idea de que cada libro que se respete, ha de ser un pequeño universo lleno de realidades, pero con matices suficientes para que aparezca como una obra de arte.” Detrás de su propia idea pareciera esconderse otra de Hegel, para quien “la concretización de lo espiritual no puede hacerse más que bajo la forma humana.” Y, desde el comienzo de Marea de ratas esa forma humana cobra cuerpo en el del biólogo Juan Bergchem, quien en la prisión de la aldea —sin localización geográfica precisa ni nombre propio, pero que se ubica en el Bajo Cauca antioqueño, en las fincas Providencia y Colorado donde, aparte de escribir la mayor parte de su obra, Usted sufrió los rigores de la Violencia— espera la muerte… sin haber cometido ningún delito ni haber sido juzgado: «Simplemente estaba allí y debía morir.” El aspecto humano de la novela, a su vez generador de un conflicto no buscado por el protagonista, queda expuesto de entrada cuando el narrador define a Bergchem: “En realidad sí tenía dos cultos que eran realmente dos religiones: la fraternidad y la libertad.” Cultos que coinciden con los ideales de la Revolución Francesa: libertad, igualdad, fraternidad, atributos consagrados en los Derechos Universales del Hombre pero que, según el Partido Conservador (creado un año después del Partido Liberal) y la Iglesia católica hacían parte, durante la Violencia (oficial: 1946-1957), de un “tríptico engañoso que no debía tolerarse”. Lo que en efecto ocurrió: no se toleró…

Para que no quede duda, en un discurso de un jefe del Directorio Nacional Conservador (nov/50) se puede apreciar la idea de la unidad indisoluble de la Iglesia y el Partido Conservador en la defensa del país contra el comunismo y, por ende, contra el liberalismo al cual se asocia. Las pastorales de la Iglesia como las resoluciones del Partido Conservador se vuelven ley para una y otra institución: “La Iglesia y los conservadores están de frente al tríptico engañoso de libertad, igualdad, fraternidad. Pero el engaño no se tolera. Nuestra doctrina enfrenta la fórmula revolucionaria con una trilogía de conceptos que no pasa porque está tocada de eternidad: Dios, patria y libertad.” El factor desencadenante de la violencia que se genera en su novela y que media entre la trilogía Dios-patria-libertad y aquel otro tríptico engañoso rechazado de plano por la Iglesia y el Partido Conservador, es remarcado por Usted al término del capítulo uno: “Esta, sin embargo, no es la historia de un hombre.  Es la historia de muchos hombres, de una aldea de pescadores donde un día cualquiera llegó la plaga vestida de verde, con botas negras y largos bastones brillantes.” Hay que recordar aquí que la Violencia originada primero en las ciudades, mucho antes del asesinato de Gaitán el 9 de abril de 1948, pasó luego al campo, donde se asentó definitivamente. También que en muchos pueblos y caseríos fue propiciada, primero, por la policía (1948-53) en los gobiernos de Laureano Gómez y, su reemplazo en 1950, Roberto Urdaneta; y, después, por el ejército (1953-57) durante el gobierno militar de Rojas Pinilla. De ahí que no sea gratuita la alusión que Usted hace al vestido verde usado por los miembros de ambas instituciones.

La aparente contradicción suya respecto a que Marea de ratas “no es la historia de un hombre” sino “la de muchos hombres” podría ser más bien una metáfora para abordar un asunto que según las estadísticas de los historiadores, sociólogos e investigadores de la Violencia en Colombia, sólo entre 1948 y 1953, registró 135.898 asesinatos por motivos partidistas.  Tal posibilidad se pone de manifiesto cuando el Capitán le dice al Alcalde civil que ha venido a destituir: “Pensemos como militantes de un gran partido e instituyamos el ‘nuevo orden’, desplazando, convirtiendo o aniquilando a sus enemigos.” Y conste que al referirse a la aniquilación de los enemigos del “nuevo orden” se han citado los gerundios desplazando y convirtiendo: con el primero, se alude a un término que implica violencia directa o por la fuerza; con el segundo, a otro que implica según el diccionario “reducir a la verdadera religión”, lo que en (no tan) buen cristiano significa al catolicismo, clara alusión, de nuevo, a uno de los principales motivos de conflicto a nivel nacional y que en el siglo XIX generó nueve guerras civiles: 1812/15, 1839/41, 1851, 1854, 1860/62, 1876/77, 1884/85, 1895, 1899/1902, esta, la mayor de ellas, la de los Mil Días: la relación Iglesia-Estado, en la que precisamente se consolidó el proyecto, que hacía un siglo venía andando, de la Iglesia-docente: el encargo, por parte del Estado, a la Iglesia católica no sólo para el manejo de la educación sino para la evangelización forzada de las tierras de misión. Esa relación de dependencia del Estado frente a la Iglesia se pone de presente en su novela cuando previamente al deceso de Josefa, a quien el cura del caserío no atiende finalmente porque “¡Josefa era una ramera…!  ¡Vivía amancebada…!  […]  “Sus hijos […] son hijos de nadie… ¡Son hijos del pecado!”, Nelly y el viejo pescador Esteban discuten sobre si aquél, el cura, vendrá: “Tú, viejo ––dijo la mujer–– hablas muchas majaderías. Ya verás. Viene y se le hará entierro… si muere.” Y Esteban afirma: “—Él está con ellos [los conservadores] Él está contra nosotros ––dijo lenta y suavemente, mirando el cuerpo de Josefa–– Dicen que nuestro partido ya no es el partido de la Iglesia.” Respecto al caso de Josefa y su amancebamiento cabe señalar que sólo hasta 1983 la Iglesia católica colombiana reconoció todos los derechos de los hijos naturales. Fuera de no poder recibir ciertas órdenes sagradas, bautizo, primera comunión, extremaunción, eran siempre objeto de escarnio y discriminación una vez identificada su condición. Las comunidades religiosas impedían su ingreso a ellas y en muchos colegios católicos eran rechazados por el simple hecho de ser hijos naturales. Y respecto a la discusión de Nelly y Esteban, que desde la creación de los partidos tradicionales, los conservadores tuvieron a la Iglesia Católica como su principal aliado, mientras que los liberales propugnaron siempre por una separación entre Iglesia y Estado. La actitud de la Iglesia frente al liberalismo, cuando no de rechazo y condenación, fue de reserva. Durante la Violencia el clero proscribió la pertenencia al Partido Liberal y llegó hasta la amenaza de excomunión a sus militantes, como le pasó a Usted mismo cuando fuerzas oscuras, conservadoras, jeje, fueron a buscarlo a su finca, en la que estaba con su mujer y sus dos hijas.

Otro hecho relevante respecto a que Marea de ratas “es la historia de muchos hombres” tiene que ver con que en la creación de personajes está una de sus mayores virtudes (“[los personajes] hablan, dicen cosas y, al decirlas, desenmascaran sus caracteres”, afirmaba Usted en El Correo. Aunque delineados de manera breve, los personajes creados por Usted poseen perfiles que recurren a la espontaneidad y la precisión ––lo que los hace verosímiles—, pinceladas que bosquejan bien sus rasgos y les permite moverse con fluidez y naturalidad y con el carácter y la personalidad suficientes para distinguirse unos de otros y mantener su autonomía. Entonces, bastan unas pocas palabras para cincelar el carácter del biólogo Juan Bergchem ––biólogo… insoslayable asignación vital en un espacio de muerte: a la muerte se opone la vida: “…cuando se hizo hombre de ciencia, tomó la razón como amuleto y la guardó en uno de los bolsillos de su chaqueta.” Y recuerde que es, preciso, la razón de Estado la que este esgrime para sustituir a la Razón apelando al terror. Si a esto se agregan la fraternidad y la libertad, los cultos de Bergchem, quien hacia el epílogo ratifica su posición (“Si por religión entendemos culto… tengo dos. Rindo culto a la ética y rindo culto a la humanidad. Yo creo en el hombre”) entonces, sin haber definido ningún rasgo físico, Usted ha hecho el retrato psicológico de un hombre ––íntegro–– al que no alteran los vejámenes a que lo somete el capitán, ni le tiembla la voz para aclararle lo que son los aldeanos: “No estamos de acuerdo, señor. Siempre hago uso de las denominaciones exactas y para mí el término preciso en este caso es oprimidos; no rebeldes.” Esa precisión en los términos proviene de un científico, con lo que Usted alude a la investigación que todo texto literario debe tener. Factores que la crítica a veces omite y que ciertos intelectuales desdeñan, como queriendo decir que ni la obra ni el tema abordado merecen tanta dedicación: después de todo, la violencia fuera de ser nuestro pan de cada día, parece ser un asunto de otra galaxia que a la mayoría no le toca… A esa fuerza en la descripción psicológica se suma el capitán; luego, el sargento Gabino, el antiguo jefe militar del pueblo y amante de Nelly, asesinado por orden del capitán mismo al sospechar que estaba con los otros, los liberales… que son mayoría en un poblado conservador; Nelly, la poderosa y bella mujer que se ofrece en sacrificio para intentar salvar a 50 personas tomadas como rehenes hasta que aparezca el victimario de Gabino, victimario al que en un acto de cinismo y cobardía el Capitán ubica entre los lugareños; Pedro, hermano de Nelly, fiel servidor de Bergchem y depositario último del secreto que el Capitán le suelta a Nelly al oído: “Eso sucederá y usted no podrá irse, Nelly. La gente del pueblo y mis hombres deben creer que usted es mi amante.” Y eso significa que no será Nelly sino Pedro quien deba ceder a las pretensiones sexuales del capitán. A propósito, tal vez no haya en la literatura nacional una más acertada referencia a la pulsión homosexual… sin que exista mención expresa de ella: apenas insinuaciones, como la del secreto que el oficial guarda. He ahí un hombre ––“el que peca y reza empata”, lema que mejor lo define— en el que cohabitan promiscuidad, abyección, temores patológicos, contradicción, complejos de inferioridad, fanatismo: característica esta que se pone en evidencia tras el servil ofrecimiento del Alcalde, ya destituido, en el sentido de que no sólo le ha arreglado una de las alcobas de su casa sino que “En casa comerá y vivirá. Mi mujer y yo lo trataremos como a uno de nuestros hijos.” Metáfora sobre cómo la Autoridad protege al fuera de la ley, si no delincuente.  Entonces, cuando los ojos brillantes y fanáticos del capitán se detuvieron “en el rostro de aquel hombre de duras facciones cuyo retrato colgaba del muro, atrás de la silla del alcalde”, él mismo exclamó: “–– ¡Ese es ‘el hombre’!  ––dijo, con voz emocionada–– ¡Por él debemos luchar, vencer o morir…!” Lo primero, parodia de la expresión latina religiosa Ecce homo, que puede indicar el mesianismo del personaje referido, el presidente Laureano Gómez: aunque también podría ser elde entre 2002 y 2010 y recen lectores, a todos los Santos,para que la cosa no siga… Lo segundo, tácita alusión al sacrificio popular, pero también por quién debe ser el sacrificio…

Otros dos de los aspectos destacables de la estructura literaria son el estilo y el diálogo: el primero, directo, sin afeites ni sofisticación, a través de un relato limpio y no obstante expresivo, certero: “Y por qué diablos hay guerra. Porque hay soldados. Si no hubiera soldados no habría guerra…”, “¿Los policías van también a la guerra? Sí, llegado el caso, también. Entonces unos y otros son la misma cosa… Y, ¿quién paga a los policías? El gobierno paga todo, tiene mucho dinero porque él mismo lo fabrica”. “¿Y los impuestos? Van al gobierno, con ellos completa los gastos. ‘Entonces nuestro dinero es para pagar policías y soldados’”;  también, a través de una descripción austera y concisa en una forma realista, preñada de pureza, y a la que se suma una gran fuerza psicológica. Como cuando en el capítulo tres el Capitán pregunta por los nuestros… y el Alcalde le contesta que son también hijos de la aldea, pero… muchos no van al trabajo, sólo acuden a cobrar el sueldo y lo hacen como si le prestaran un gran servicio al país. O cuando se señala que, allí en la aldea, la gente es distinta a la del resto: en el interior hay vías de comunicación, ciudades con servicios y los hombres viven informados. Mientras en la aldea el telégrafo rara vez funciona, el teléfono casi nunca y el mar es la única vía de acceso. Otro ejemplo: en medio del calor, los niños juegan, dice el Alcalde, porque no hay escuela; la tropa tuvo necesidad del local, responde el Capitán, y aquél le replica que no es por eso sino por el nuevo orden: el maestro y la maestra no eran del partido de gobierno y no hubo nadie capaz de reemplazarlos. La superioridad supo de ello pero antes el Alcalde lo había consultado con el Cura, acatando el nuevo orden, ya que al cura no le gustaba la maestra y había tenido un altercado con el maestro por algunas lecturas. ¿Qué se infiere de estos ejemplos, los que evidencian que si algo no cambia en un país desde la política, dice Perogrullo, es porque a la política no le interesa el cambio y por eso en cada elección lo menciona como un melcochudo eslogan y por eso mismo nada cambia… o todo cambia para que las cosas sigan igual? Del primero, no es difícil ver cómo se desprende el infructuoso ramaje de la burocracia, en la que habitan esos bichos que apenas van a su trabajo a matar el tiempo, a ejecutar chisgas extra laborales, a chuparse el presupuesto de una nación, mientras los funcionarios de bajo perfil, los que ayudan a construir un país, pasan desapercibidos y en no pocos casos son víctimas inocentes de impublicables abusos y chantajes; en otros tantos más, se ven involucrados en delitos que nunca cometieron y terminan pagando a cambio de sus discretos superiores. Del segundo, es fácil entrever lo que de forma inútil se pretende esconder: el divorcio entre las distintas zonas del país por la desidia oficial que sólo hace obras que les sirvan a los intereses de las empresas extranjeras (minas, energía, petróleo) y hoy de las nacionales detrás del Estado, el que jamás piensa en los pequeños y medianos productores para que puedan sacar sus productos al mercado. Del tercero, se infiere que al nuevo orden no le interesa la educación de un pueblo, porque un pueblo instruido es más peligroso para los intereses de sus conservadores dirigentes; y aquí no cabe diferencia alguna entre liberal y conservador de partido: no olvida Usted que las banderas de ellos son dos trapos distintos de igual color, el del amancebamiento político. También, como más de medio siglo después se evidencia el drama, que la mayor parte del presupuesto se destina al antiguo Ministerio de Guerra, hoy de Defensa, es decir, a la guerra, a una que no termina porque no interesa que termine, como tampoco que se acaben paracos ni guerrilla porque ahora Colombia comienza a hacer parte de la OTAN. Porque sí, porque sin actores no hay drama o comedia, que no es el revés de la tragedia sino su complemento, al menos para quienes piensan que “hay guerra porque hay soldados” pero que olvidan que sin soldados no sólo no habría guerra sino que habría paz y no por decreto. Aunque eso no signifique el fin del conflicto: porque como decía Zuleta un país sin conflictos es un país inmaduro para la guerra; que es lo que hay como se infiere en El primer hombre, de su querido Camus: “Siempre hay guerra. Pero lo normal es creer que hay paz. No, lo normal es la guerra…” Y en ella el país siempre ha estado pese a los vanos intentos oficiales por negarla, como se comprueba con cada presupuesto del país: cada vez menor para la educación y con el que cada vez se lucran más las autoridades.

Cuando en el capítulo doce el Capitán y el Cura recriminan a Bergchem por sus actividades subversivas y le piden explicar por qué abandonó su “lucrativa profesión” de biólogo, éste les responde no sólo no mintiendo ni diciendo más de lo que debe, sino lo justo, lo que el injusto no puede aceptar por su propia condición: “El verdadero científico no vive en función del dinero…” “¿No? —No. La mentalidad de los hombres de negocios es distinta a la nuestra […] Explíquenos: ¿por qué causa dejó de ser biólogo? No se puede dejar de ser biólogo… Ahora… ¿quiere explicarnos […] las causas que lo obligaron a abandonar su trabajo? El miedo. ¿El miedo? ¿Miedo de qué? […] Es difícil de explicar…” Y mientras trata de responder Bergchem ve al Cura y piensa: “Magnanimidad de sacerdote. Piedad unilateral en su condición de hombre alimentado por una creencia dogmática”. “Era una obsesión. Estaba obsesionado con los secretos recónditos de la materia viva. Si lograba comprender el funcionamiento de los genes y la composición química de los ácidos nucleicos, lograría producir vida de la materia inerte. Un día comprendí que mi pensamiento tenía un límite y nada era yo como hombre, ser insignificante ante la concepción del cosmos donde mi inteligencia resultaba endiabladamente pequeña para comprender la esencia y la estructura de una célula cualquiera. Quizá, por el momento, hubo algo mental: depresión, cansancio, yo no sé… Pero más tarde, cuando vi a mis compañeros de trabajo, luchadores incansables en pos de la vida, entregar su ciencia al servicio del tecnicismo de la guerra y de la muerte, resolví huir de la civilización, escapar, volver a nacer si era preciso…” Y luego, cuando le preguntan por su amigo Taylor, un hombre “perseguido por la justicia” al que “se le acusa de contrabando de armas” para “los rebeldes”, Bergchem responde con una claridad que pasma, como para disipar las dudas: “… para mí el término preciso en este caso es oprimidos; no rebeldes”. A propósito del extranjero que se funde con aldeanos pescadores, podría consignarse lo que Camus abona a Mersault, en la edición gringa de El extranjero: “El héroe del libro es condenado porque no juega el juego…, porque rechaza mentir. Mentir no es sólo decir lo que no es. También y sobre todo significa decir más de lo que es, y, en lo que respecta al corazón humano, decir más de lo que se siente. Esto es algo que hacemos todos, a diario, para simplificar la vida. Mersault, contrariamente a las apariencias, no quiere simplificar la vida. Él dice lo que es, rehúsa enmascarar sus sentimientos y al instante la sociedad se siente amenazada… No es del todo erróneo, pues, ver en El extranjero la historia de un hombre que, sin actitudes heroicas, acepta morir por la verdad” (Vargas Llosa sobre El extranjero). El caso de Bergchem, quien muere por la verdad antes que verse obligado a aceptar la insensatez de fuerzas arbitrarias como las que muchas veces penden sobre la conciencia de una sociedad.

El segundo, el diálogo, el mérito mayor, reside en la profunda intención psicológica que lleva a develar el mundo de los personajes, en los que el narrador se vierte y los hace evolucionar: hay muchos ejemplos. El ya citado diálogo de los pescadores acerca de policías y soldados que termina con el problemático saber, problemático para los miembros del nuevo orden que Bergchem le ha transmitido a uno de aquellos pescadores; el del capitán y el alcalde, en el capítulo tres, en el que a través de un exhaustivo interrogatorio, que crece en intensidad a medida que avanza a la vez que desata los nudos del conflicto general y la pugna tácita entre autoridades: las que deberían cooperar entre sí pero terminan mostrando lo que todos ya saben aunque nadie sepa nada de nada… como en su inocencia dicen los pescadores. Esa pugna tácita entre capitán y alcalde se muestra en un lacónico ejemplo: “—Entiéndame, señor alcalde: o se está con el gobierno o contra el gobierno. No hay más solución”.  “Le aseguro capitán: el ochenta por ciento de los hombres de esta población no sabe cuál de los dos partidos rige, actualmente, los destinos de la nación —Por favor, alcalde— dijo con dureza el oficial. —Entiéndame. —Trataré de hacerlo, capitán… —¡No trate de hacerlo! —exclamó el oficial. —¡Entienda! Por último, el diálogo entre Nelly, la hermana de Pedro, y el capitán acerca del secreto de éste, en el capítulo trece: “—¿Cuál es el secreto? —Es un secreto y un trabajo. Se lo diré y usted me ayudará a realizarlo… ¿verdad? Nelly meditó: —¿Es difícil? —No, no es difícil. […] No va contra los hombres de la aldea. […] No hay un asesinato de por medio. […] Tampoco se trata de cosa política. —¡Acepto, capitán! —dijo ella, y cuando lo dijo pensó que lo había dicho sin quererlo. Entonces el miedo volvió a ella. Era un miedo sucio y de nuevo comenzó a temblar.”

Como se puede notar y sentir, su novela, al contrario de tanta literatura sobre la Violencia que naufraga entre el inmovilismo, el lugar común o el tema de moda, sacude y alarma sin premeditación; toca la llaga social que tiende a la endemia, que ya es…; se opone sin ambages a todo tipo de violencia y muestra como únicos soportes de la convivencia social a la fraternidad, la libertad, la igualdad, la ética, la tolerancia y, desde luego, la paz, como lo deja entrever Bergchem cuando en el interrogatorio a que lo somete el capitán, hecho que cabe reiterarse, tras confesar la causa de su renuncia a la biología (“Era el miedo. El miedo ante el pavoroso misterio de la esencia de la vida misma”) y definir la sesgada posición del cura (“Piedad unilateral en su condición de hombre alimentado por una creencia dogmática”), manifiesta: “Pero más tarde, cuando vi a mis compañeros de trabajo, luchadores incansables en pos de la vida, entregar su ciencia al servicio del tecnicismo de la guerra y de la muerte, resolví huir de la civilización, escapar, volver a nacer si es preciso…” Potente y valerosa declaración de un escritor a través de una novela de diálogo en un país de sordos. Volver a nacer si es preciso: única salida para un país acostumbrado a la guerra y a la muerte. Para un país que olvida que sólo al disminuir el horror de la violencia, puede disminuir en la conciencia colectiva el eco de los horrores del sistema: horrores que expía el capitán en el capítulo ocho y que aventurando una hipótesis podría contener, respecto a Usted, la expiación de una culpa… como quiera que también fue capitán de la Armada: al cabo, querido Arturo Echeverri, la autoconfesión es el sucedáneo perfecto de la creatividad.  En fin, única salida para un país que, por culpa de sus dirigentes, ha permitido que la escuela sea ocupada por el cuartel… como pasa en su novela. Como pasa también hoy en la realidad social, política y económica del país.

Dicho símbolo se presenta cuando el capitán entró en el cuartel-escuela y el narrador describe que “los bancos escolares arrumados contra el muro y hasta el techo, daban espacio a los fusiles y a las hamacas.” Aquí cabe recordar lo que Castrillón, el falso delegado del partido liberal, en realidad espía del conservador, confiesa: “Desde luego todo fue frustración: los símbolos no existían. Quizás nunca habían existido: eran simples ratas medrosas, extenuadas de correr, de vivir a la sombra de las cuevas, listos a firmar excomuniones contra todos aquellos hombres dignos y lo suficientemente valientes para portar entre sus manos un fusil.” No obstante, cuando Óscar Hernández le preguntó por las ratas en la novela, Usted dijo: “Son representaciones simbólicas pero en el fondo también son alguien.” Respuesta que aun al ser tan abierta como la obra permite concretar: las ratas son la “plaga vestida de verde, con botas negras y largos bastones brillantes”, policías y soldados, “todos los capitanes del mundo” a los que, en un desgarrado gesto de impotencia, patea Nelly al enterarse del secreto que hasta ese momento guardó el capitán, después de que ella misma se humillara ante él: “Pateó a la vida, pateó a la muerte, pateó a su maldita resignación, a todos los opresores y a todos los oprimidos, pateó a todos los capitanes del mundo.” En su impotencia, Nelly tal vez patea contra sí por un motivo adicional: al dejar el cuchillo bajo la almohada de Pedro, sabe que al tiempo se convierte en potencial generadora de violencia, si es que no en cómplice directa de asesinato. Con lo cual Usted estaría recalcando lo que, en este caso sí, todos saben: la violencia sólo trae más violencia; la inequidad y el hambre sólo pueden traer violencia y represión; la falta de educación, no en la mesa, claro, igual… Ah, y la intolerancia con la diferencia, el irrespeto por los de afuera: por aquello de ser ateo y extranjero al tiempo, como ocurre con los casos de Juan Bergchem, del pastor Fischer, del capitán Taylor, frente al abuso de las autoridades, tan certeramente representadas por el capitán, el cura y el alcalde. Y en la que si acaso falta el gamonal para completar el cuadro es porque en función del texto resulta inoperante: más que por la ausencia de gobernabilidad, por el desmadre autoritario en los campos colombianos, signados entonces por dos tipos de miedo: el terrígeno y el sobrenatural. Uno, manejado por políticos y autoridades; otro, por el clero. Ambos, irrefutables

Si lo anterior no sirviera, querido Arturo Echeverri, para demostrar que las ratas en el fondo también son alguien, quizás lo que sigue contribuya a disipar esa alegórica “nube negra” de la duda que hasta ahora puede flotar en el ambiente: “Yo sólo seré libre cuando haya muerto la rata sanguinaria que calza botas negras”, señala Castrillón. Esa misma duda es la que sigue impidiendo a todos aquellos que intervienen en el conflicto ver que toda esa podredumbre, vileza y abyección en que se hunde el país es responsabilidad de todos… en especial de quienes no se han sentido víctimas ni verdugos y ahora saben, aun resistiéndose a creerlo, que son ambas cosas. Como le pasa al capitán, al alcalde, al cura. Como le puede pasar a Nelly, eso sí más por ingenuidad, menos por una actitud perversa como la de aquéllos tres fieles servidores del nuevo orden, de las instituciones, de la disciplina. A quienes lo único que les interesa es aplicar la ley sin tener en cuenta jamás lo que alguna vez preguntara Camus y que en sí contiene dicha ambigüedad, la de no ser víctima y verdugo al tiempo: “¿Cómo ser justo sin engendrar injusticia?” Pertinente pregunta no sólo para los franceses, creadores de libertad/ igualdad/ fraternidad, ese “tríptico engañoso” que junto al de Dios/patria/libertad tanto problema ha traído a los colombianos, a causa de la funesta alianza entre el credo dogmático de la Iglesia y la dogmática creencia de los políticos, de ambos colores. Que en el fondo son dos trapos distintos y un solo color: el ocre del amancebamiento por y para el dolo compartido a costa del erario de un pueblo. Como el del Frente Nacional, por ejemplo, del que por supuesto, desde el silencio, nos habla esa novela de diálogo en un país de sordos llamada, no de balde, Marea de ratas… Muchas gracias, su obra me hizo tomar conciencia política, sin que a la vez haya sentido el látigo del panfletario, la fusta del misántropo o la lengua hiriente del mamerto.

 

*Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, profesor universitario y traductor. Co-autor de ensayos, con Luís Eustáquio Soares, en Rebelión. Colaborador de El Magazín de El Espectador.

(Echeverri Mejía, Arturo. Marea de ratas. Aguirre Editor, 1960, 1ª edición,  171 pp. Edición crítica de Augusto Escobar M.  Editorial Universidad de Antioquia. Medellín, 1994, 1ª edición, 314 pp.)

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