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Aquellos muertos del junio aquel

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El estudiantado ha sido un estado de ilustración y contestación, que aunque pasajero, siempre se ha ubicado en la primera línea. Tal vez por esto siempre ha sido confrontado con odio político y ajusticiamientos directos.

Hugo Ávila-Baquero (*)

Seis años después frente al pelotón de turno de los fusilamientos de la carrera séptima, miles de jóvenes habrían de recordar que en esta misma cuadra, de la calle principal de Bogotá, había caído, para morir, el hombre (Gaitán) que hoy queda sólo de nombre conmemorativo de gloria no alcanzada y frustración desangrada. Los miles de aquellos jóvenes  llegaron en la mañana del miércoles 9 de junio de 1954, para sentarse, en orden y con la prudencia del momento, exactamente sobre el pavimento del punto en que se había  visto durante cinco minutos, caer a Gaitán, recoger su cuerpo por un puñado de hombres, salir con el en andas, en torpe carrera hasta una pequeña clínica cercana, mientras la multitud creciente y arremolinada se concentraba sobre el cuerpo de quien alguien gritó -aún hoy sin certeza histórica- que había sido el gatillero magnicida. Estas calles que conforman el árbol caído de la carrera séptima de Bogotá en su espacio central, han servido de paredón extendido y de testigos de piedra  desde hace un siglo -sin contar los ajusticiamientos de la colonia, la independencia y la naciente república. Hasta allí llegaron los  miles de jóvenes de aquel miércoles, también para ser -objetivamente- fusilados.

Venían marchando desde la ciudad blanca de la universidad nacional. Ciudadela que aún no tenía dos décadas de arquitectura viva y modernizadora, y donde la tarde anterior un policía había disparado su poderosa bala de fusil a la cabeza de Uriel Gutiérrez Restrepo, brillante estudiante  de cuarto año de medicina y simultáneamente de segundo año de filosofía en el alma mater de Colombia (!). El cráneo de aquel cerebro había sido destrozado como una nuez, y la bala había llegado hasta el corazón de la universidad colombiana.

Uriel Gutiérrez y un grupo destacado de estudiantes habían salido el martes 8 de junio a conmemorar otra muerte notable cuasi-institucional: la del estudiante Gonzalo Bravo Pérez, muerto 25 años antes cuando asistía a una manifestación de protesta por otra matanza: la de las bananeras. Se podría seguir desenterrando la cadena de asesinatos de esta especie, de estudiantes y de tantas gentes del común y de los sectores nacientes de la clase media,  hacia atrás del 8 de junio de 1954. Así mismo hacia adelante, hasta años recientes cuando los cuerpos, los nombres y los cadáveres se pierden entre  las neblinas de los gases de asalto, revueltas en la confusión de la memoria por saturación. Uriel Gutiérrez es el nombre cimero de esta lista lapidaria, por múltiples razones, las más de razonables de parte de la juventud, y las más de tenebrosas de parte de los abaleadores, con o sin uniforme, en todo caso con licencia, legal o legitimada.

Al día siguiente -9 de junio-, después de contemplar el cadáver ilustre de Uriel Gutiérrez, en silencio pensante y de duelo,  los estudiantes dejaron el catafalco en la universidad y salieron a pedir explicaciones, al gobierno militar, del por qué del ajusticiamiento, por parte de  la policía -llamada en río revuelto -según se lee en la prensa de entonces- por un decano famoso por malos manejos, -como por costumbre inveterada-. La policía desoyó los pedidos de respeto de los soldados del ejército que estaban cuidando el orden en la universidad. (“Hechos confusos” como escriben los medios cuando se trata de los muertos de uno de los bandos en los que presionados, ellos mismos han divido las protestas y su represión sistemática).

Sentados en la calle matinal, en la primera marcha significativa y concentración masiva desde el 9 de abril, estudiantes  y profesores de varias universidades ( Nacional, Javeriana, Libre, Externado, Andes, Gran Colombia, América, Colegio Mayor del Rosario), sin distingo de origen socioeconómico, esperaban franquear en paz a un  pelotón de guerreros de  origen campesino, que trajeados con los uniformes “de la ONU” recientemente habían combatido en Corea contra chinos y coreanos (de países) comunistas, lo que los justificaba patrióticamente, según el sentir oficialista.

Aquella línea de fuego de la calle 13 se trazó como un paralelo 38 de la guerra fría que ponía el rótulo de comunistas a todos los que quedasen del otro lado. Eran los años del comienzo enfatizado de la macartización aplicada en Colombia, en la que se señala y se persigue a todo lo que se mueva en la dirección “opuesta” del pensamiento.

La masa estudiantil pidió, por medio de sus voceros y abanderados, que se los dejara continuar hasta los estrados presidenciales del gobierno militar, donde les habían prometido escucharlos, especialmente a causa de la muerte por fusilamiento de Uriel Gutiérrez. Allí mismo sentados sobre el pavimento, ya histórico de sangre y  fuego, había también estudiantes de colegio y jóvenes trabajadores que al final figurarían en la lista de los muertos. Los voceros dialogaban con sargentos y oficiales prepotentes que hacían gritos de las razones y veían “comunismo” -sin tener idea de sus principios- en todo lo que protestara. La marecha detenida se fue haciendo sentada que fue avanzando hacia atrás hasta el punto focal en que cayó Gaitán. Las fotografías históricas los muestran organizados y con la tranquilidad posible, esperando continuar la marcha y -sin saberlo- la historia. La sentada de cien metros de profundidad era la vanguardia de una marcha de miles, comprobadamente pacifista y decidida, que terminaba doce cuadras al norte, en la plazoleta de entrada de la plaza de matar toros. Esperaban, dialogaban y pensaban.

De pronto, descargas continuadas de fusilería rompieron -nuevamente en el tiempo-  cualquier reinicio de diálogo. Antes de los disparos un grito militar ordenó ¡fuego! . Y el fuego se hizo muerte y habitó entre los jóvenes. En pocos segundos, la primera fila de parlamentarios del estudiantado cayó al suelo: unos por la descargas a diez metros, otros por el instinto, otros por el proverbial efecto dominó. Pronto la calle 13, en su cruce con la carrera 7a, se pobló de caídos amontonados y cubiertos solamente por sus vestidos de paño y por los cuerpos de unos y otros compañeros de marcha. Ah… y también por las banderas plegadas. El abanderado cayó y murió, la candidata al reinado estudiantil del carnaval, próximo a realizarse, cayó vestida con la elegancia femenina de aquellos tiempos. Los ordenados estudiantes que habían llegado hasta el cruce en perfectas filas e hileras, en presentación de corbata, como era de uso entonces, con sus miradas nobles, de penetrar futuros, muchos de gafas gruesas y otros de bigotes prematuros, cayeron todos en uno, agrupados por el fuego de los fusiles de un gobierno que se había posesionado 360 días antes con la frase promesera de NO MAS SANGRE, NO MAS DEPREDACIONES.

Tres minutos después, el silencio de muchos se mezclaba con los quejidos y pedidos de auxilio de otros muchos. Allí estaban tendidos y arracimados cientos de estudiantes de la primera línea del fuego que había sido la primera fila de la protesta. Del augusto frente que dos días antes llenaba las aulas preclaras de la universidad nacional. Quienes escuchaban admirados las cátedras inolvidables de profesores de eminencias conocidas;  fungían de aprendices de laboratorios; entrenaban, para hacerse atletas, en la pista de carboncillo del estadio; charlaban en busca de conocimientos en los corrillos inolvidables, o se hacían novios en los prados abiertos de la gran aula abierta. Cayeron en el andén de la esquina del palacio de las comunicaciones, de un país en donde todo tiene un  palacio -según un ensayista-, desde el presidente republicano hasta el colesterol, sin haber aún superado  el castillaje medieval. Donde casi siempre se aplaza todo para el futuro, pero hoy se llega a aceptar que ya no hay un futuro, dominante y masivo, más allá del desempleo, la exclusión y los privilegios heredados o logrados por azares.

Con la descarga del miércoles 9 de junio cayó también un piloto militar peruano, Elmo Gómez Lucinch, quien huyendo de otra dictadura había llegado a la universidad nacional para cumplir sus sueños de estudiante. Otro de los jóvenes sacrificados fue Rafael Chávez Matallana, adolescente del colegio Virrey Solís. Y cayó también entre los muertos Hernán Ramírez, un  trabajador de 15 años del restaurante del parque nacional, construido, como la ciudad blanca de la universidad, en el inicio de la administración de López Pumarejo, la de la revolución en marcha.

Como en un acto inmediato de relevo generacional los estudiantes del bachillerato en el colegio de roca Mayor de San Bartolomé,  a 300 metros de la matanza, fueron echados por los curas jesuitas a la calle, sin siquiera llamar a sus familias. Algunos casi niños corrieron, con la osadía de la ingenuidad, hacia el punto del choque, entre retumbos de fusilería y gritos de confusión. Se tiraron al suelo a 150 metros y desde allí, protegidos por cuerpos adultos -vivos-, vieron la historia en la gran cercanía, entre silencios, gritos, gases y pavores crecientes. Muy poco entendían estos bartolinos  de política estudiantil, pero varios de ellos, hijos de soldados de la república, habían sido  instruidos sobre patrias, deberes, héroes, honores y simplezas de vida y muerte. Eran hijos de campesinos reclutados -y de allí urbanizados- que pujaban por un futuro para sus hijos al haberlos logrado matricular en el colegio de 400 años de donde habían salido varios estudiantes a integrar el ejército libertador de Bolívar. Con esta carga prematura de cultura y balas se apostaron pegados al mismo suelo donde, allá en el fondo, yacían los cuerpos que habían venido persiguiendo la verdad y la justicia y  que fueron parados por la paz que ofrecía aquel gobierno hoy famoso -en verdades o en infundios- por varias matanzas de todo tipo. Estaban tirados los niños del bachillerato -significativamente- a la vera de la Casa del Florero. Fue su primer encuentro violento con los dos bandos que comenzaron a formar su conciencia estudiantil y política.

Las horas siguientes, después del fusilamiento, hasta la celebración del primer año del gobierno militar -en realidad con tutelaje civil de élites- fueron de confusiones: reclamando, maldiciendo, buscando heridos, enterrando muertos, señalando culpables y escribiendo justificaciones. Todo se hacia desde las comunidades estudiantiles y sus familias, entre el terror y la ira, entre los periódicos partidistas y forzados al oficialismo; entre los ministerios militares con discursos de civilización cristiana y de patria, con señalamientos estúpidos como aquello de “agentes profesionales terroristas preparados en la cortina de hierro…”. Manifestaciones de retórica previsible y lamentable de parte de los directorios bipartidistas -casi en la misma foto con los mismos personajes de sus declaraciones escuálidas cuando el asesinato de Gaitán-; de concientización sobre el significado real y trascendente de las balas contra los jóvenes. Era el momento de la postguerra hablada y de los duelos silenciosos.

Aquel día en que un teniente gritaba después del fusilamiento “yo les dije que dispararan al aire, ¡ no sean brutos!…” , los generales no alcanzaron a aplicar la cadena de respuestas que según uno de ellos iba de las palabras, a las mangueras, a los gases, a la culata… Pero fue también el día cuando un sargento (dicen que) dijo: “estos tipos lo que merecen es bala…”. Tal vez sean los dos diferentes enfoques desde el ejército, cuando la guerra cursa por los equívocos de disparar a estudiantes inermes que además leen y  dicen cosas inteligentes sobre mejorar sus vidas con las de todos.

Cuando el humo de las descargas amainó y la calle quedó desierta y militarizada, el país trató de compaginar un discurso que se ha reeditado según las épocas. El país lo leyó en las dos corrientes tradicionales de los diarios. Los liberales lloraban con lágrimas de liberales y los conservadores carraspeaban abogando por que las cosas se pusieran “al servicio del orden…”. Esto se leía en las páginas autodenominadas editoriales,  porque los periodistas sin privilegios, los que trabajaban  en las calles vecinas a la matanza, fueron revisados, debieron pedir salvoconducto y hasta vieron llevar preso al director de uno de los periódicos y confiscado “El Espectador”.

Hubo 500 detenidos. Como siempre -tal vez por tradición- se iniciaba una severa investigación apresando a los del mismo bando que durante toda la historia ha puesto la inmensa mayoría de los presos y los muertos. Se apresó a académicos de izquierda como Luis Carlos Pérez, Alfonso Romero Buj y Juan Francisco Mújica; a un ex-alcalde de Bogotá y,  casi en el aeropuerto de Techo,  a Gerardo Molina quien llegaba de una especie de exilio en París. Entre el medio millar, muy significativo para la población de entonces, se buscaba a los “agitadores profesionales”, a los “comunistas inconfesables”, a los “agentes de Rusia” y a quienes, según la salmodia eterna,  sólo pretendían interrumpir el periodo de tierra prometida de paz-justicia-y-libertad, lema-proclama del gobierno cívico-militar,  que por ahora estaba aún atravesando su mar rojo. En la cacería de brujas distractora, el general Ordóñez, director del temible SIC,  acusó a la estudiante Lina Flor Ospina de haber venido de Belgrado a organizar  actividades comunistas. Se les buscaba por prontuarios o fotografías de “se busca”. “…se decomisaron afiches y papeles para iniciar la investigación…” (El Tiempo).

Al día siguiente, con premura y eficiencias poco corrientes en circunstancias de vía contraria, el ministro de la guerra declaró que “ya están identificados los peces gordos con inconfesables propósitos extremistas para los cuales el castigo será ejemplar”.

Entre las chapucerías de las especulaciones, sobre qué disparó la matanza, se dijo que un disparo había salido del American Club, situado en la esquina del terror. Y que de las azoteas del palacio de las comunicaciones se asomaban miembros de la policía. Tejido ornamental histórico si se tiene en cuenta que la policía había matado a Uriel Gutiérrez el día anterior ante la mirada del ejército. Los citados hechos confusos del eufemismo mediático que no hacen sino aclarar que frente al patetismo de los cadáveres de los manifestantes, siempre existen las fantasías casuísticas que no pueden traslapar el trasfondo de las certezas.  

La investigación -según este modelo- se inició inmediatamente después del balance caliente de la descarga. Cuando los estudiantes de las filas sentadas cien metros más atrás, se levantaron y salieron en estampida por la Avenida Jiménez, los guerreros de Corea, fusil en guardia, los persiguieron, a través de 300 metros, como a presas de caza, o en el mejor de los casos, como a redivivos fantasmas de guerra. Es impensable que después de acribillar a las primeras filas, el pelotón de veteranos de una guerra asiática -desde entonces de las guerras globalizadas-  se diera a perseguir a estudiantes inermes que habían dejado regados sus libros y se aflojaban el nudo de la corbata para poder respirar entre los gases y el terror. Es un absurdo militar y una vergüenza histórica.  

Como también se dio un hito histórico de valentía y heroísmo, cuando los propios estudiantes sobrevivientes recogieron, frente al pelotón de fusilamiento, a sus compañeros caídos y llevándolos con impotencia y amor solidario, los fueron atendiendo y dolorosamente fueron encontrando los muertos in situ, y ordenando el transporte de los heridos más graves, como Álvaro Gutiérrez Góngora, estudiante de quinto año de medicina de la nacional quien cayó  con la bandera -así mismo nacional- que portaba en la primera fila. Murió en brazos del decano de su facultad.

En ese entonces, como siempre después de los entierros, de las persecuciones y de las amenazas, “la situación quedó controlada y el país continuó en calma”, según la declaración oficial nacionalizada. La severa investigación, polvorienta y macilenta, debe hoy continuar en algún  laberinto de anaqueles, papeles y carpetas del caso. Pero en todo caso la severa investigación se inició desde los cuarteles y desde las mazmorras del entonces tenebroso servicio de inteligencia (SIC), abuelo del actual DAS.

Abel Naranjo Villegas, primer rector nombrado después del fusilamiento, inició su propuesta de dirección rectoral pidiendo “carta blanca para perseguir al macarthysmo” que corría en arroyos crecientes por el campus de la universidad. Demostración clara de que los sucesos de aquel junio y muchos del antes y del después, han sido también consecuencia de la estigmatización de la protesta y la contestación, que ha apuntado al seno de la comunidad más ilustrada, lúcida y digna. (Aunque sus periferias actuales hayan perdido estas fortalezas por razones de desgaste histórico y degradación de la acción directa).

La élite dirigente cumplió con la costumbre histórica de pregonar buenos augurios, y así se registró -en tono elegíaco y no exento de predictibilidad- en el editorial de El Tiempo del 10 de junio, la fecha de la mayoría de los entierros: “…mas los colombianos no serán inferiores a su destino, asi tengan que vivir etapas de tan inolvidable dolor e impredecible horror como la que ayer ha enlutecido (sic) una vez más a la republica”.

Durante las horas vertiginosas de la tragedia y las reacciones inmediatas, el comité de carnaval de la universidad se convirtió en su mayoría en la Federación Nacional de Estudiantes. Allí figuraban futuros dirigentes políticos del liberalismo, lo que se puede interpretar como una nueva etapa del intento de la juventud por su participación política, emergida en esta ocasión del seno del estudiantado abaleado durante dos jornadas fundacionales de aquel junio traumático y ya casi olvidado.

La tragedia nacional quedó desplegada en muchas páginas de los periódicos liberales. Allí llaman ineludiblemente la atención algunas noticias que quedan en la imaginación literaria: alza en el impuesto de degüello a la carne enlatada, y, como en el 9 de abril, se desarrolla con éxito una feria ganadera. En la cultura aparece “Siervo sin tierra” de Eduardo Caballero Calderón.

Hoy, a 57 años académicos, mientras la empresa privada invade la universidad pública,  y a 20 años de constitución esperanzadora, pasan millones de gentes  indiferentes -de la masa de millones que se dicen  “los buenos somos más…”- bajo una placa de piedra, mimetizada en el muro de piedra del palacio que fue de los correos y hoy es de las tecnologías, las comunicaciones -y de las licitaciones de televisión. La placa, muda como “la piedra que ya lo sabe todo” (William Ospina), conserva en letra sencilla, con perfiles consagratorios, los nombres de los muertos de aquel miércoles de junio. Muertos que habían caído cuando iban marchando hacia un futuro de profesionales conscientes y presentes, cuando aún había empleo para los profesionales, y cuando los de la Universidad Nacional eran el ejemplo honorífico de la nación. Lista cimera de una muy larga lista que ya ameritaría un muro de mármol negro y eterno, como por ejemplo el de los soldados caídos en Viet Nam, muertos así mismo disparando contra lo que genérica y geográficamente se denomina un país comunista, “defendiendo la democracia…”. Guerra contra Viet Nam -también globalizada- que fue combatida en las calles por cientos de miles de estudiantes en todo el mundo, durante una década, después de los muertos de la calle 13 de Bogotá, que estaban defendiendo el inicio de la democracia que aún no se ha podido erigir cabalmente en Colombia, llamada con doble sentido “la democracia mas vieja de Latinoamérica”. 

Aquí están, estos son, los que cayeron frente al pelotón, sin una segunda oportunidad:

URIEL GUTIERREZ

ÁLVARO GUTTIÉRREZ GÓNGORA

HERNANDO OSPINA LÓPEZ

JAIME PACHECO MORA

HUGO-LÉON VELÁSQUEZ

HERNANDO MORALES

ELMO GÓMEZ LUCINCH

JAIME MOORE RAMÍREZ

RAFEL CHÁVEZ MATALLANA

CARLOS JULIO GRISALES

HERNÁN RAMÍREZ HENAO

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(*) Colaborador.  

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