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Anteojos de unas piernas fantasmas

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Andrea Melo Tobón

Arrastrándose en el pavimento gritando se encuentra la mitad de un hombre, su cabeza en donde debe ser,  sus piernas perdidas en la inexistencia. Mientras gime desconsoladamente todos le miran con esos ojos que diariamente han de soltar lástima al menos una o dos veces para sentirse aún humanos, mientras él, Hernando, Alfonso o Martín refriega sus manos callosas en el cemento tratando de impulsar su mutilada figura  hacia cualquier lugar menos ese espacio.

La carrera séptima concurrida con carros o sin ellos por miles de personas que huyen, persiguen, admiran o transitan, podría a través de un altavoz soltar intempestivamente multitud de palabras, sonidos e historias pero el zapateo constante parece marcar cada vez un cerrojo más grueso y más pesado sobre un lugar anciano, sucio y aglutinado que parece cansado de su papel, al menos aún sueña con un nuevo bautizo.

Martín, podría bien llamarse finalmente este individuo, su cara apretada por el sol, el dolor o la costumbre muestran a un hombre que para su voluntad ha padecido más delirios que cualquier otro, pero al mismo tiempo gritón y simple, sólo quiere llegar a otro lugar, todos menos en donde él está.  Viste un traje gris completo en su incompleta carne. Tiene más de cuarenta y parece haber pasado años sin buscar refugio en la sombra de cualquier planta que al menos atenúe su tono canela enrojecida que más bien parece una costra que una piel. Su camisa tiene manchas de sopa, de ahuyama o de sancocho, su gorra deportiva negra parece haber sido un regalo de la calle o del destino y sus gafas plásticas sin lente parecen el adorno perfecto como la í en su nombre, como sus piernas fantasmas.

Mientras se desliza sin ritmo sobre esta vía, nota las miradas de los “otros”, los de los zancos innombrables, los que se mueven creyendo que un Dios lo ha predicho, observándolo con una mezcla de pesar, asco y remordimiento mientras cambian de escena y con un parpadeo olvidan y lo olvidan. Martín arranca a llorar mientras trata de desnudarse, de desgarrarse, de romperse todo allí, posiblemente no ganó la lotería, no tiene para el ron o su mujer lo dejó, el caso, es que llora, recuerda y avanza, llora y avanza, llora y se arrastra.

Sus piernas pudieron perderse en la genética, las minas o una gangrena, Martín ¿sabe? Puede que lleve así desde que sus ojos saludaron a esta tierra emocional y sangrante o puede que hace poco las perdiera, sus gestos confunden, parece aceptar y luchar y a las dos líneas de avance se quiebra una y otra vez, se quiebra por dentro como un vaso de cristal barato, como si el espejo del mundo se rompiera.

Finalmente, luego de una cuadra de este tango espiritual se desploma,  cae hacia un lado… y se quita los anteojos, y los mira a los ojos vacíos, los insulta, los estrella contra el suelo, los pisa con la mano y los arroja fuera de su estrecho pero amplio camino. Al pasar la calle para y grita con más vehemencia, los anteojos eran su cerrojo, ¿ahora quién lo callará?

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