El Magazín

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Allá entre las luces

 

 

 

Stone stairs, Flickr, Martina Rathgens
Stone stairs, Flickr, Martina Rathgens

 

 

Juan Villamil *

She ran right out of the mirror.

W. Faulkner

 

Conté varias veces los peldaños hasta convencerme de que Ana tenía razón, aunque entonces la razón de todos nosotros estaba equivocada, de forma que ella no podía tener la razón y yo volví a contar los peldaños con el mismo asombro del principio. Asomó medio cuerpo por la ventana, haciendo un gesto con la mano y arrebatándome al letargo. Apenas se escondió volví a contarlos. Eran once peldaños, y el filo del primero coincidía con la primera luz del día, y la base del último con la última, de modo que para Ana los calendarios y los relojes eran artefactos sin sentido, y los calendaristas y los relojeros unos imbéciles porque todavía no se daban cuenta de que la noche era una hora más larga que el día. Cuando salió, las luces del primer piso estaban encendidas y no pude verla, pero era ella, así trajera en la mano algo parecido a una serpiente regordeta que se movía para uno y otro lado. Alzó la serpiente y me hizo un gesto, pero yo sólo vi una silueta oscura estrujando a otra más pequeña. Más cerca, a unos pasos de donde yo la esperaba con la cámara lista, pude reconocerla y ver que se había cortado el pelo de un tajo. Me contuve para no hacer ningún comentario, aunque ella me pasaba la coleta recién cortada por la cara y se reía, porque sabía que entonces me diría Te da miedo encontrarle gusto al cabello corto de macho, pero no era eso, no del todo, no en cualquiera de los momentos previos en los que tanto le rogué que no se lo cortara, pero tal vez sí en cierta forma cuando me besó y no encontré la manera de asirla con fuerza sin que las protuberancias del cráneo me arrugaran las manos. Le ofrecí un cigarrillo pero no lo aceptó. Lo encendí y empecé a jugar con la cámara, no porque hiciera falta, sino por esa incapacidad congénita para decir “Quítate la ropa”, que a veces no puedo tolerar y fue la razón más honda por la que empecé a fumar. Abrió la gabardina. La base del peldaño once ya no se veía, y atrás, atrás de la gabardina abierta y el pelo cortísimo, caminaban en filas espontáneas varios estudiantes. El flash les llamó la atención, pero siguieron caminando. En ese sentido la Universidad es una urbe gigantesca. Tomé otra fotografía. Seguía ciego por el primer flash y ya no pude verle los senos, pero sabía que eran grandes y apretados, de pezones medianos y apenas un tono más alto que el de la piel de la espalda, que siempre es la más honesta del cuerpo. Como no los veía empecé a imaginarlos, y eso me excitó demasiado y las fotografías quedaron movidas. Le pedí que nos detuviéramos un momento mientras encendía otro cigarrillo. La escalera ya no parecía nada, ni un reloj de sol ni nada, pero observarla de esa manera me hizo pensar que era lo mismo con once o doce peldaños. Era lo mismo si el filo de uno y la base de otro coincidían con alba y crepúsculo. Una tontería eso de que la noche era más larga. El sol se toma doce horas en salir por un lado y esconderse por otro; once o cien peldaños, es lo mismo, doce horas. Solté una carcajada de alivio y ella me preguntó sonriendo qué pasaba, pero apenas le expliqué se puso furiosa y se echó a correr. Esa fue la mejor fotografía. Vuelta de espalda, corriendo, la gabardina elevada hasta la mitad, la otra mitad desnuda, el cabello ambiguo y la mirada enorme de una docena de estudiantes. La alcancé después de un largo abucheo, cerca de la salida, en ese lugar inexplicable en que la Universidad huele a herrumbre; un monumento, explican algunos. No le dije nada, sólo la tomé de la mano y me devolví con ella, otro abucheo, mirada de rabia hacia atrás, la alucinación de unos senos, el súbito descubrimiento de la gabardina aún abierta, pudor, enrojecimiento, y al final orgullo, risa y besos.

El día anterior había pensado con insistencia en el azar de los aviones. En los días normales no pasan más que uno o dos (y cuando digo pasan me refiero a es evidente por el sonido que pasan y uno puede mirarlos), pero en ese particular día alcancé a escuchar once. Y lo más curioso es que hubo una cierta regularidad temporal, primero uno solitario, luego dos, luego tres seguidos, al final cinco. Pero, ¿qué significa?, preguntó Ana cuando se lo dije, sin mucho interés, más bien distrayendo el movimiento con que recogía la gabardina del prado. Estábamos en la parte más interna del Bosque, apenas una llovizna, nada importante, y dos o tres fotografías porque ya no soportaba el frío. Preferí no responder. No se trata de un simbolismo, de un mensaje astrológico ni del azar que refleja parte de una serie matemática. Nada de eso. O no lo sé, que para mí es lo mismo. ¿Por qué lo noté? ¿Por qué conté el primer avión como si de alguna manera intuyera los sucesivos? ¿Por qué el apostador menos experimentado apuesta todo al rojo después de que ha salido veinte veces y gana? Y aun si no gana, ese impulso poco recurrente a la predicción es lo fascinante. La falta de sentido común y la banalidad que hay detrás de un conteo de colores, aviones, escaleras o moscas dentro de un autobús. Si el rojo gana, si la salida de aviones hacia Bogotá dibuja un patrón numérico, si las escaleras son un reloj perfecto de once horas, o si las moscas dejan en la impresión de vuelo la imagen de Ray Charles un momento antes de que un vendedor de incienso llamado Carlos Ray se suba al autobús, son cuestiones fácil y aburridamente explicables por el azar. Lo que deja en la mente el sonido de enjambre, como de tarro de abejas en la garganta, en la cabeza, es la cuestión primaria de si el observador de moscas habría notado la imagen en vuelo a pesar de que el conductor de bus no hubiera permitido al vendedor de inciensos.

Empezaba a llover fuerte en el Bosque, que en realidad no es un bosque. Nos detuvimos a encender un cigarrillo. Nunca, mas que en circunstancias parecidas a esta, cuando la lógica opina lo contrario, Ana fuma. Si llueve a raudales ella fuma. Se encoge como un feto voluptuoso y lucha contra varios fósforos hasta que el cigarrillo cede a regañadientes. En ese momento lo mismo sería botarlo, pero no lo hace porque en secreto (es evidente) espera que la lluvia lo apague para volver a encenderlo. Así que caminamos deliberadamente más rápido, aunque las gotas nada con el cigarro, y en cambio sí con nosotros empapados hasta las rodillas. Tomamos asiento en una de las bancas del corredor central, enfrente del pequeño lago. Ya no quedaba nadie y la lluvia cesaba, dejando una alfombra de vidrio sobre el asfalto. El flujo de muchachos reapareció y la Universidad salió del corto coma en que se había fundido. A lo lejos, enfrente del Burladero, el telón de cine al aire libre brillaba intermitente como una luciérnaga rectangular, al tiempo que las muchachas danzaban sobre el piso mojado de la plazoleta. Danzaban mientras yo la besaba adentro del cuello de la gabardina, con una mano buscando los últimos dos cigarrillos, sin filtro, y con la otra la cámara, quizá mojada. Lo comprobé y saqué la mano del bolsillo y le acaricié la cabeza; el cráneo. Y volví a guardarla con la rapidez de las manos que han sentido el fuego, aunque en los dedos me quedó por largo rato el recuerdo de los huesos irregulares y húmedos. Tomó uno de los cigarrillos y se lo puso en la boca.

-¿Si tuviera el pelo largo te acostarías conmigo?- me preguntó sin mirarme, vaciando la primera bocanada.

Para mí ella no era sólo su pelo, sino las escaleras y los aviones y también las moscas, y cualquier otra cosa que me entrara sin permiso hasta las venas más pequeñas y me habitara el cuerpo días enteros, sin tregua, obligándome a pensar en ello durante los once peldaños que aún no me atrevo a pisar, porque de alguna forma sería como pisarla a ella, a Ana fumándose un cigarrillo vaya uno a saber porqué, de modo que la pregunta debió indignarme, pero no lo hizo. (A lo largo del corredor las luces empezaron a parecer más nítidas; la bruma ya no era más que una suave cortina y la algarabía del Burladero se había disipado. Sólo con un poco de esfuerzo las voces de la película alcanzaban a llegar hasta nosotros, sentados en la banca, ella fumando con aplicación y yo buscando el otro cigarrillo, caído por un lado y tal vez derritiéndose en el suelo. Y era una visión hermosa, pero repetida, y sólo ella sabía cuán hermosa, y sólo yo cuán repetida). Y si no me indignó fue porque la conocía. Conocía a Ana, sabía a Ana hasta en los deseos que ella ignoraba, y este era el de conducirme de la mano hasta el borde para luego ciar. Lo haría cuando la gabardina ya estuviera en el perchero –porque con todo no dejo de pensar que ella es de las que usan el perchero-, después de mirarme y posarse sobre mí, y también después de negarse a fumar conmigo porque esa no es una situación imposible, sino una rutina fácil de sexo y confesiones del tipo En realidad no me llamo Ana. Pero en el bolsillo sólo tenía la cámara (noches anteriores me habían enseñado que no podía empeñarla), y nada más, nada más por mucho que me palpara los bolsillos con angustia y rabia y sobre todo con disimulo. ¿Qué sentido tenía responderle, jugar su juego si no me quedaba ni un peso?

-Si tuviera el pelo largo no me acostaría contigo- me dijo.

La sentí acercarse a las luces. (La improvisada sala de cine llegaba hasta nosotros parecida a un Monet. La fila doble de faroles brillaba nítida y rosada, abajo de los árboles vapuleándose, limitando el corredor transparente que los repetía sobre el asfalto; los estudiantes, unos sentados en las escaleras, otros caminando despacio y exhalando espirales de humo, eran sólo colores imbricados vívidos y móviles, puestos en último plano, imprecisos y eficaces. Las pinceladas eran tan claras que uno podía querer tocarlas para comprobar que seguían frescas). Se arremolinó contra mi cuerpo. Excepto por un brazo atrapado, era una sensación tibia y placentera. Insistí en los bolsillos, pero el cigarrillo no estaba. Se habría deshecho con el agua empozada bajo la banca, o con los zapatos rechazándolo a empellones de un lado para otro.

-Esto es como París- dijo.

Sí, ya estaría desecho y así ni ella podría encenderlo. (No se movía. Ana no se movía y eso la hacía parte del cuadro. Podía verla dibujada en el lienzo, cuan hermosa como era y colgada de la pared, y repasarla con los ojos despacio, imaginando que a su lado había un hombre atrapado por un brazo escarbándose los bolsillos). Entonces no había porqué seguir escarbándose los bolsillos. Sólo quedaba contemplarla mientras ella veía la Universidad mojada por la lluvia. Pero ella había dicho que era como otro lugar.

-No –reaccioné-, esto es mejor.

Hizo un ademán con los labios pero no llegó a responderme. Estaba perdida allá entre las luces brillantes y rosadas.

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(*) Colaborador.

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