El Hilo de Ariadna

Publicado el Berta Lucia Estrada Estrada

VENEZUELA LANZADO AL ABISMO O LA HECATOMBE DE MADURO Y DIOSDADO

Por: Gloria Cepeda Vargas
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Nota: Como en otras ocasiones publico hoy un breve análisis de la poeta e intelectual Gloria Cepeda Vargas sobre la realidad política venezolana; país que conoce muy bien por haber vivido allí por espacio de más de cuarenta años. Ver más sobre Maduro:

NICOLÁS MADURO, EL HOMBRE QUE CREÍA QUE LOS PÁJAROS LE HABLABAN


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DOLOR

Debe ser dolor. Esa espinita que va resbalando piel adentro hasta posesionarse del epicentro nervioso para luego colonizarnos hasta el fondo.
Lo sentí escuchando una vez más los pataleos lingüísticos con que Maduro deleita el masoquismo nacional y foráneo. Viendo cómo crece su redondez de cero, cómo retuerce hasta quebrarlo, el cuello ajeno, cómo brincan sus carnes opulentas ante el músculo enjuto, cómo se harta hasta la náusea, cómo despilfarra hasta lo insólito, cómo miente, roba, difama y tergiversa hasta la obscenidad.
Sí señores analistas políticos, militantes de imaginarios sin imaginación, quiméricos profesionales del delirio, duele esa manera tan individualista de leer un capítulo que toca hasta lo más sensible del músculo ajeno.
En una época que cambió a Clavileño por las ancas cibernéticas, desconcierta el monumental desbalance social, político, económico y sobre todo humano, que provisto de un nombre rimbombante y sin más carta de presentación que la fuerza desmandada, tiene la desfachatez de sentarse sobre la agonía del pueblo a comerse las uñas.
La historia de la humanidad es la crónica del absurdo. De acuerdo. Ni capitalismos ni socialismos (que al ordeñarlos, rezuman la misma acuosidad). Milagreros y al mismo tiempo visceralmente recelosos, habitamos un tiempo que nos quedó grande. De ahí la incongruencia de nuestras descoyuntadas apetencias. De ahí el alero agujereado de las mal llamadas democracias, la confusión entre sexo y genitalidad, la superioridad mal entendida; de ahí Fidel Castro y Augusto Pinochet, Videla y Hugo Chávez, Fulanos y Menganos vociferantes, todos con la mano en alto, ávidos como abismos.
Pero el espectáculo que desde 1999 se representa en Venezuela no es digno ni siquiera de esa carpa llena de manchas y remiendos donde un individuo que ni siquiera posee el desbordamiento locuaz de su antecesor, se entretiene contando las interminables filas de amanecidos que desde las primeras horas de la madrugada montan guardia en las aceras llovidas o bajo el sol caribeño, para después de agobiantes siete, ocho, nueve o diez horas de pie, ya tomadas como en un presidio las huellas digitales y el número de cédula, adquirir (si los hay) un kilo de harina, un pollo, un paquete de toallas sanitarias, un rollo de papel higiénico.
Los hipertensos, los diabéticos, los cancerosos, los dializados que cruzaban la frontera en busca del procedimiento o medicina inexistentes en su país, morirán sin remedio. No hay repuestos ni analgésicos ni desodorante ni jabón ni menos ese extraño líquido que si no me falla la memoria, llevaba el nombre de champú. El salario mínimo, siete millones de bolívares de hoy, retrocede con el rabo entre las piernas ante la prepotencia de un kilo de carne que cuesta un millón doscientos mil bolívares (si lo encuentras). La ciudad se disuelve entre la violencia desbordada y la desesperanza sin orillas. Los colectivos, armados y legalizados por el comandante eterno, juegan a cerrar calles para disparar a sus anchas. El boom petrolero existió para reventar los bolsillos de los socialistas del siglo XXI. Queda una sociedad dividida donde nadie sabe qué sucede en la otra orilla mientras los “Hijos de la patria grande”, se juegan la suerte de sus coterráneos en los restaurantes para millonarios o en un fin de semana en Nueva York.
La calidad de un régimen reside en el nivel de vida del ciudadano de a pie. Lo demás son especulaciones. Más allá de encajes diplomáticos y ex abruptos prehistóricos inscritos en el haber de los nuevos dueños de Venezuela, se ajusticia un pueblo de ley.
Sé que al decir esto, toco resortes que tienen la sutileza de la perversidad o la imprevisión de la ignorancia. Amo a Venezuela con sus infantilismos y generosidades desbordadas. Con sus inexperiencias y superficialidades. Con sus puertas siempre abiertas, sus luchas, sus altibajos históricos, sus hombres, sus mujeres, sus niños siempre como recién bañados. Conozco sus artistas, sus poetas, sus luchadores, su agridulce mixtura de montaña y mar, pero también sé de su ingenuidad que tantos años de botas y gorras militares en Miraflores, no lograron erradicar.
No son solo Maduro y su indotación mental ni Diosdado y sus garras de carnicero. Tampoco la ostentación descarada de los nuevos millonarios y su talante de perdonavidas. Ni siquiera los aviones presidenciales recamados de oro a la medida de la más insultante prepotencia narca. Es la sustancia del país forjada gota a gota, su sangre, sus recuerdos, su sentido de patria tomados a mansalva y adjudicados al mejor postor. Eso solo lo entendemos quienes lo hemos respirado. Lo demás son fábulas sin moraleja, vano intento de justificar el espejismo, ingratitud del otrora usufructuario y la sensación de que seguimos pensando y actuando de acuerdo a los dictados del más obcecado fanatismo. Me pregunto: ¿Cuántos de quienes se rompen las vestiduras en pro de los nuevos Robin Hood de esta historia, aceptarían, en el nombre del socialismo del siglo XXI o en memoria del comandante parlanchín, que les “expropiaran” su vivienda limpiamente adquirida para lanzarlos a esos manicomios donde, con el nombre de refugios del régimen, desagua toda la impotencia, la miseria súbita, la expoliación inicua con que se castiga en Venezuela el delito de pensar por sí mismo y defender la libertad?

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