Dirección única

Publicado el Carlos Andrés Almeyda Gómez

Panteón de las cosas inútiles

Museo de lo inútil
Rodrigo Parra Sandoval
Editorial Bruguera
Bogotá, 2008
527 páginas

 

Rodrigo Parra Sandoval OSCAR PEREZ

Museo de lo inútil, novela de Rodrigo Parra Sandoval, recuerda de entrada aquel extravagante castillo del norteamericano William Randolph Hearst, el magnate de los medios al que Orson Wells caricaturizara a través de una de las figuras más emblemáticas del cine, Charles Foster Kane. Hearst, al igual que el Ciudadano Kane, guardaba para sí y su amante, Marion Davis, una actriz y cantante sin mucho talento, toda suerte de piezas de arte y lujos que hoy día constituyen nada más que un lugar de turismo. Ecléctico coleccionista de arte, Kane termina –como Rodrigo Parra Sandoval–, cuidando de un mundo subterráneo de paisajes y estatuas llenas de palabras sordas [1].

Puede adquirirse su versión digital, ilustrada por Daniel Rabanal, aquí.

Museo de lo inútil narra la historia de una familia, la de una ciudad y la de un país. Recuerda, por ejemplo, el incendio que consumiera hace ya tiempo (1956) una parte importante de Cali, y lo hace, trazando de paso una novela sociológico-experimental, que va hilando la historia local a la par de muchos otros sucesos digamos que universales. Las aventuras agridulces de una niña que ha perdido sus dos piernas por culpa de una mina quiebrapatas y a la que un narrador con ínfulas de padre amoroso y maestro de escuela lleva de la mano a través de muchos pequeños relatos. Entonces el asunto doctrinal y de catequesis viene a dejar moralejas y a pintar en el lector uno de esos paisajes de beligerancia moral que tanto gustan a la literatura efectista, impregnados a su vez por algunos lugares comunes en el arte: asistimos a veces al fresco montparnasiano de prostitutas que bailan el Cancán, acaso al remedo de cuadro al estilo Otto Dix, eso sí con la niña inválida movida como por una aglomeración de aves que nada tienen que envidiar a las palomas de El Principito. El padre de Oliva, fungiendo aquí de Sherezada, empieza a contar historias mientras disfruta de un helado junto a ella. Parra Sandoval justificaría alguna vez tal empresa diciendo:

«[Se trata de] ir contando un fenómeno distinto con muchas historias que pelean entre ellas, que se contradicen, que se complementa y que intentan, a partir de esa multiplicación, dar la sensación de lo que estamos viviendo ahora, que no es posible contar de una manera lineal».

El libro se explica con la siguiente confesión: inventar un mundo imposible en el cual ese amor sea posible, una novela-viaje que sólo se llevará a cabo con la imaginación. Así, el padre de Oliva le lleva a contemplar Explosión en la catedral, el cuadro de Max Ernst, mientras habla de estallidos y trozos de iglesia saltando hacia todos lados, la disgregación de este en ínfimos pedazos, el ‘Big Bang’. Recorre con pasos narcóticos aquella Cali cenagosa cuyo sol parece hacer de las suyas en este sociólogo de “altas meditaciones vernianas”, mientras un lupanar, El Paraíso Mozartiano, abre sus piernas ante él; desciende así al Museo de lo inútil, bóveda plagada de animales “típicamente oníricos” (ornitorrincos, papagayos), pergeñados todos estos “en la parte inferior de las nalgas, especie de sótano del cuerpo humano”.

Nos enfrentamos a una novela en la que se exhiben varias de las propiedades estilísticas que hacen de otros libros del autor encuentros afortunados, un escritor que apuesta por la deconstrucción y reformulación de lo narrativo como valor susceptible de experimentación. Por un lado, el trance psicológico, el flujo de conciencia –por ejemplo, su novela El don de Juan–, el relato intertextual, metaficcional, metahistórico, la estructura profunda por la que este museo de afectos va reconfigurando a Julio Verne, Bocaccio, Mozart, Herman Melville, Jorge Isaacs, Max Ernst, Gustave Flaubert, Jacques Derrida, lo mismo que lo hace en un sostenido guiño a la famosa relatora de Las mil y una noches. Para ello, valga ir a una de estas celebres meretrices que funge de hedonista benefactora de un sultán imaginario:

Filomena ama contar múltiples historias de su vida, ser muchas mujeres, ser cada vez diferente para cada hombre o para cada vez que un hombre se sube sobre su cuerpo. No quiere que un hombre ame dos veces a la misma mujer. Odia la repetición, la rutina, la burocratización del oficio: nunca un coito debe ser igual a otro.

Lo mismo puede verse cuando de revisar algunos de esos personajes paradigmáticos se trata, como es el caso de la imagen de Dios puesta bajo el catalejo de la fragilidad humana y casi cercana a ese poema del argentino Juan Gelman, Preguntas, en el cual ‘Dios sale de los hospedajes con una mirada triste en la boca’. El Dios-personaje de Parra Sandoval, el Dios ‘humano demasiado humano’ que relata su error al suponerse omnipresente y eterno, trae la lectura a otro terreno. La metáfora toma un matiz más complejo y por fin los pliegues del discurso dejan algo aparte de desconcierto:

Me llené de nostalgia del Dios que creía ser. Entonces ya no era eterno puesto que tenía origen. Entonces ya no era omnisciente puesto que acababa de descubrir mi origen. Entonces ya no era todopoderoso puesto que necesitaba a los hombres para existir. (…) Hasta este momento en que vienes, amada Oliva, a hacerme el amor con una energía impensable en una niña, a sacarme de la cama, a hacerme tomar una ducha fría…

Por un lado, hay un sano ejercicio de la especulación y de la metafísica que engendran este tipo de monólogos, por el otro, el patético rumbo que toman estos fragmentos, el saber a Oliva sumergida en una variedad de drama patológico y el hacer frente como lector a las ocurrencias que cada tanto acuden a un nutrido sincretismo de elementos, el de un museo sin curaduría. Luego, de vuelta al salón de clases, el narrador-profesor de básica primaria emprende una obvia explicación sobre la teoría de la evolución y la teoría de la creación según nos ha enseñado el credo judeo-cristiano. Sin procurarse de más material para elaborar algún cuestionamiento sagaz, el tema queda en simples apreciaciones y la pregunta retorica. Por ahí sería bueno que el ejercicio de la brevedad hubiese atropellado siquiera la factura de este libro que, según cuentan, contaba en su preparación con algo más de 1500 páginas (¡válgame dios!). El asunto en varios apartados queda reducido a una luenga cartilla de carácter infantil: aquí Darwin se convierte un escarabajo didáctico y a ratos pernicioso. Algo así como Plaza Sésamo, El tesoro del saber y el Decamerón, todos juntos en un espécimen de laboratorio. Para colmo, y ya recorrido el zoológico de Parra Sandoval bajo los efectos del LSD, llegamos al bar de Rick, en el que Dios, Darwin y Julio Verne conversan al son de las cañas, hediendo a Calvin Klein y discutiendo a voz en cuello sobre la violencia en Colombia.

En este bien llamado Museo de lo inútil, las licencias no cesan. Parra Sandoval trata impunemente de romper con los límites del lenguaje, acudiendo a lo interdisciplinar para arribar a “los viajes interplanetarios, a la ciencia ficción de tira cómica”. Invita a los personajes de la Marbel y elabora luengas microbiografías. Aparecen en escena Flash Gordon, Buck Rogers, Brick Bradford y, claro, la sabida historieta ‘literaria’ en la que Oliva se convierte en una caricatura de sí misma.

Publicitada como la primera novela de un colombiano en ser publicado por el sello Bruguera, la novela es además alabada por los comentarios de la crítica colombiana Luz Mary Giraldo, para quien el autor confirma una vez más:

“que la risa es el arma contra la solemnidad y no la diatriba. Sus lectores reconocen también que sus ficciones no pretenden relatar una historia sino muchas, desde las cuales indaga en los silencios y en las grietas de la realidad, en lo claro y lo confuso, en lo lleno y lo vacío”.

Finalmente, se sabe que este Museo de lo inútil es un lugar de descuidos: animales estrambóticos, sueños paranoides, visitas etílicas y cuadros grotescos, estatuas y oscuridad como en el Xanadú de Kane, por ello, y acudiendo a otro personaje de la novela, hay un ingeniero que no hace más que inventar aparatos inservibles, bellos pero inútiles instrumentos del vacío humano. Su apuesta es tan indeterminada como su curso y valdría más una lectura abierta, en cualquier página, o visitando sus parajes como si fuesen postales sueltas, hasta que como lectores descubramos que “este libro es un sueño del lector que se queda dormido mientras lee”, o “que el lector es soñado en el libro mientras duerme fingiendo que lee”. Bien lo confiesa sin querer Oliva al hacer frente al desmedrado e hipotético lector del Museo de lo inútil:

“Tuve miedo de despertar y encontrar que no habíamos escrito nada durante las semanas que llevamos escribiendo esta historia, padre. Qué enredo, Dios mío. Me sentí como el burro que, de pronto, se da cuenta de que no le suena la flauta”.

[1] “Veinticinco mil hectáreas de paisajes y estatuas” le reprocha Susan a su esposo Charles hacia el final de Citizen Kane.

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