Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

Un plano de Buenos Aires

Soy persona muy aficionada a los atlas, los mapas y los planos. Cuando leo una novela donde la geografía rural o urbana desempeña un papel, siempre tengo a la vista el mapa de la regióno el plano de la ciudad correspondientes. Seguirle los pasos a Philip Marlowe por las calles de Los Ángeles, o a Fortunata por las del Madrid de Galdós, o a los anarquistas de Osvaldo Bayer por la Patagonia rebelde, al menos a mí me añade un placer a la lectura.

Hay mapas que incitan al viaje, por ejemplo el de la isla de Pascua, uno de mis sueños por realizar. Y hay planos que invitan al descubrimiento, por ejemplo el de Venecia, uno de mis sueños realizados, y recuerdo muy bien que la primera vez que estuve allí casi no tuve necesidad de preguntar ninguna dirección, había interiorizado su plano de tal forma que era como si yo fuese veneciano de nacimiento.

Conservo aquí, en mi casa de Colonia, en Alemania, el plano de Buenos Aires que manejé durante los nueve meses que viví allá, de noviembre del 66 hasta julio del 67: lo guardo, sí, aunque está hecho una lástima, partido, descuartizado, si bien rigurosamente reconstruido sobre una lámina de papel adhesivo transparente, como si fuese una reliquia. Y es una reliquia.

Están señalados en él, dentro de mi memoria, los lugares claves de aquellos meses felices.

El apartamento de la calle Córdoba al 2600 en el barrio de Olivos, la casa en La Lucila del malogrado poeta y formidable ser humano Julio Nicolás de Vedia, el edificio de la editorial Sudamericana (donde encontré trabajo nada más llegar, como traductor del alemán, y donde se estaba fraguando en esos momentos el lanzamiento de Cien años de soledad), y también están allí señalizadas la librería de viejo de la Avenida de Mayo donde conocimos al nonagenario don Eduardo Zamacois, que parecía un muchacho en la flor de la edad, o la otra librería de la calle Florida frente al cine Variedades donde acudíamos todas las semanas para ver en él un programa continuo de noticieros internacionales (¡incluso el No~Do!) entre los que pasaban cartoons de Tom & Jerry y otros dibujos animados.

Mirar ese plano de Buenos Aires es para mí una operación equivalente a la de Marcel Proust con su magdalena en las primeras páginas de A la busca del tiempo perdido, las cuales, dicho sea de paso, son las únicas que he logrado digerir, ganándome con ello el anatema eterno de Álvaro Mutis. Gracias a ese plano rescato nueve maravillosos meses de mi vida. Pero como muy bien pueden suponer, cuando al cabo de 34 años regresé de vacaciones a Buenos Aires, lógicamente lo dejé en casa, no lo quise someter a los albures de un viaje.

Así pues, el plano que manejé allí es uno que me envió la oficina de turismo de la embajada argentina en Alemania. No es, por supuesto, un plano de toda la ciudad, casi inabarcable, sino sólo del centro, hasta Palermo por el norte, La Boca por el sur, las dársenas del puerto al este, y la estación de ferrocarril Once al oeste. Es muy visual, con los monumentos y los edificios notables convenientemente destacados, y las leyendas bien visibles y legibles: Estación Retiro, Teatro Colón, Cementerio de la Recoleta, Caminito, Museo de Arte Moderno, Cabildo. 

Tanta prolijidad llega al súmmum de la exactitud cuando se trata de la Casa Rosada. La leyenda correspondiente dice «Casa de», sencillamente «Casa de» y nada más, para que cada cuál lea después, según su gusto, «Casa de Gobierno», que sería la versión oficial, o bien «Casa del mal gobierno» o «del desgobierno», que suelen ser las versiones populares, aunque las hay también bastante más escatológicas, y alguna que otra alusiva a la profesión más antigua del mundo.

A mí me parece un rasgo bien notable de sanidad mental el que justamente al edificio más emblemático del país (“Don’t cry for me, Argentina”) y de su política lo hayan señalizado así, y nada menos que en un plano editado por la Municipalidad de Buenos Aires y la Dirección General de Turismo. Loor a la ironía y a sus cultores. O a los duendes de la imprenta.

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