Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

¿Qué leía Franco?

 

Este post de hoy es una versión extensa de mi columna del pasado viernes día 10 en estas mismas páginas de El Espectador; una versión, pues, no constreñida por el corsé del formato columna.  Y acerca del mismo tema les recomiendo esta, de mi buen amigo y colega Diego Aristizábal

LOS POLÍTICOS NO LEEN

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Allá por 1975, Heinrich Böll publicó una amplia reseña de un libro titulado Las lecturas privadas de Sigmund Freud. Un libro de Peter Brückner donde éste hacía el inventario de la biblioteca particular del creador del sicoanálisis, y extraía de ello las más sabrosas conclusiones, no todas necesariamente basadas en su inventario sino también en alguna frase suelta del propio Freud: «Para mí, el fantasear y el trabajar son una misma cosa, y fuera de eso nada me divierte». Comentario de Brückner: «En una persona con su capacidad de trabajo no se puede excluir que tanto en uno como en otro caso, la inclinación hacia el libro haya reconciliado dos tendencias opuestas: la tendencia a la pereza y la repugnancia hacia la inactividad».

Haciendo hincapié en ello, Heinrich Böll acierta al advertir que el problema esencial consiste en saber «si realmente se puede separar la lectura profesional –por ejemplo, la de Dostoievski, que sin duda también era privada– de la lectura privada, por ejemplo Sterne y Dickens».

Y luego, avanzando en su propio análisis del inventario, Böll registra como curioso el hecho de que entre los autores preferidos por Freud predominen los británicos, con la excepción del danés Jens Peter Jacobsen, el holandés Multatuli (autor de ese clásico universal y desconocido que es Max Havelaar) y «el gran Cervantes. () Todos, excepto Cervantes,» sigue diciendo Böll, «de la Europa nórdica o noroccidental, todos de países donde había tenido lugar la Reforma, donde las estructuras de la nueva eclesialidad ya se desmoronaban considerablemente, y donde la burguesía ya había avanzado mucho más de lo que se podía esperar en la Alemania contemporánea de Freud. Como único católico (¿no sería mejor poner “católico”?), queda Cervantes. Sin embargo, todos tienen algo en común: crítica de su sociedad, rebelión contra ella, urgencia de introducir reformas, indignación contra la hipocresía».

Sintomáticamente, Don Enrique (como siempre lo llamé a Böll) titulaba su reseña “¿Qué leía Hindeburg?”, y en el texto de la misma remachaba: «téngase en cuenta la importancia de las lecturas (privadas) de Hitler, después de 1923, para la historia mundial». Así pues, a Böll, Premio Nobel 1972, le parecía significativo y hasta esclarecedor saber qué leen los políticos, y elegía como paradigmático (para sus lectores alemanes) al último presidente de la República de Weimar, tras cuya muerte Hitler asumió poderes omnímodos.

Otro Premio Nobel, el ruso nacionalizado estadounidense Joseph Brodsky, en su discurso de recepción en Estocolmo, 1987, avanzó un paso más: «En mi opinión,» dijo, «lo primero que habría que preguntar a un posible dueño de nuestros destinos no es cómo imagina el curso de su política exterior, sino cuál es su actitud frente a Stendahl, Dickens, Dostoievski. () Creo –no de manera empírica, sino sólo teórica, y lo lamento– que, para quien ha leído bastante a Dickens, disparar contra el prójimo en nombre de una idea es más problemático que para quien no lo ha leído». Aunque en el mismo párrafo, curándose en salud, acotaba que «una   persona educada, culta, () es, con toda certeza, capaz de matar a su semejante e incluso de sentir, al hacerlo, un éxtasis de convicción. Lenin era culto, Stalin era culto, y también Hitler» (sic): «en cuanto a Mao Tse Tung, incluso escribía versos. Ahora bien, lo que todos esos hombres tienen en común es que su lista de disparos es más larga que su lista de lecturas».

¿En qué quedamos, pues? ¿es o no es importante saber lo que leen los políticos? Porque, si nos atenemos a las consecuencias, recordemos entonces que el diario moscovita Pravda publicó en 1994 un folletón en el que se hacía un inventario de la biblioteca privada de Stalin, y que no se limitaba a un repaso de títulos sino que también recogía algunos de los muchos comentarios escritos por Stalin al margen de esos libros. Botón de muestra: Stalin consideraba «extraordinariamente original» la observación de Anatole France acerca de que las flores, al contrario que los seres humanos, enseñan orgullosas sus órganos reproductores. Y la verdad es que debemos confesar que la lista de los libros de Stalin nos impresiona por la variedad y la universalidad de los temas que abarca. Baste decir que entre sus lecturas se contaban Spinoza, Descartes, Kant, Puchkin, Flaubert, Maupassant, H.G. Wells, Jack Londony Dickens, rebatiendo así de algún modo la confiadísima suposición, o sólo esperanza, de Brodsky.

Sea como fuere, y por precaución, siempre seguiré creyendo, con Böll, que resulta bastante conveniente saber cuáles son las lecturas de los políticos que nos gobiernan: aunque sólo sirva para constatar que no dejaron huella ninguna en ellos. Parafraseando al autor de Opiniones de un clown, podríamos aquí preguntarnos, sin ir más lejos: ¿Qué leía Franco?  Corriendo como es lógico el riesgo de que algún espíritu mordaz nos pregunte a su vez, cerrando así de modo inapelable la discusión: «Ah, pero Franco ¿leía?»

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