Corazón de Pantaleón

Publicado el ricardobada

El pincel de Schönberg

Cuando los amigos se ponen muy pesados preguntándome que cuándo, por fin, voy a escribir mis memorias, agarro varios rimeros de viejas carpetas rellenas de recortes y de apuntes, de fotos y de recorderis, e intento durante un par de días ordenarlos de manera cronológica. Para después de un par de días abandonar la tarea, que excede a mis fuerzas y a mis ganas. Pero no sin que en ese safari por el pasado se me queden pegados algunos fragmentos del mismo, como este que recupero ahora, al cabo de 25 años de olvido.

Fue en enero de 1992 cuando en uno de los museos de arte contemporáneo más importantes del mundo, el Ludwig, de la ciudad de Colonia, donde vivo, se llevó a cabo una exposición de cuadros pintados por uno de los grandes creadores musicales del siglo XX, el austríaco Arnold Schönberg.

Qué duda cabe (o sobra) de que desde ese siglo recién pasado vivimos en la que llamo Era de las Exposiciones. Claro está que, para atraer al público, la oferta ha de ser cada vez más sutil, más sofisticada. Y cuando se anunció la exposición de que hablo me temí que se nos viniera encima una ola de violines de Ingresal revés. Esto quizás requiera una explicación.

De las cinco ediciones que consulté de la Enciclopedia Larousse (la original) tan sólo la de 1931 le dedicaba un párrafo aparte al violín de Ingres. Lo traduzco:

«Una leyenda bastante sospechosa pretende que el pintor Ingres estaba más orgulloso de su habilidad tocando el violín –siendo en ello por cierto asaz mediocre– que de su pintura, gracias a la cual había llegado a ser célebre. De ahí que se diga “Tiene un violín de Ingres” al referirse a algún capricho o manía de la que un artista está más orgulloso que del arte en que destaca».

Este puede haber sido el caso de Schönberg. En el año 1910 le escribió a su editor una carta concebida, entre otros, en los siguientes términos:

«Usted sabe que yo pinto. Lo que no sabe es que mi trabajo ha sido muy elogiado por los entendidos en la materia. El año que viene voy a exponer. Y entonces pienso si no podría usted motivar a algunos mecenas para que compren mis cuadros. Estoy favorablemente predispuesto a hacerle un cuadro que valga como muestra. Estoy dispuesto a retratarlo de balde si me asegura que después me va a conseguir encargos. Por cada cuadro tamaño natural, de dos a seis sesiones de pose, pido entre 200 y 600 coronas. Es muy barato si se tiene en cuenta que por estos cuadros se pagará diez veces más dentro de veinte años, y cien más de aquí a cuarenta años».

Lo notable es que 39 años después, los casi cuarenta que él mismo había anticipado para centuplicar el valor de sus cuadros, el propio Schönberg diga en una entrevista, con la mayor naturalidad: «Debo manifestar que, como pintor, era un absoluto amateur».

Sic transit, podríamos decir, y cerrar este capítulo, si no fuese porque uno de los museos más prestigiosos de la ecumene, en la ciudad de Santa Úrsula y sus no sé cuántas miles de vírgenes, le dedicaba una muestra monográfica al ¿arte? pictórico del padre del dodecafonismo.

Como bien se han figurado que no me perdí tal exposición, estoy en condiciones de poderles decir que el violín de Ingres se convirtió en este caso en el pincel de Schönberg. Y no se sabría a ciencia cierta a quién admirar más: si a un aprendiz de brujo al que la manía del autorretrato hizo que se le rompiera en añicos el sentido [auto]crítico y perpetrase no menos de setenta fatamorganas de su rostro; o a los musealistas y/o exposiciócratas que, especulando con el morbo del visitante, nos propinaron una exposición como esta a un precio de entrada por demás abusivo en aquellas calendas.

Dicho sea de paso: al cabo de un cierto tiempo de recorrer la muestra, el desánimo le ganaba la mano a la honradez estadística y uno dejaba ya de contar los autorretratos schönberguianos en los que faltaba la oreja derecha o la oreja izquierda. Adelantándome a cualquier elucubración cronológica: Schönberg sólo visitó España, becado, en 1931, y no consta que asistiese a una corrida de toros con corte de apéndices auriculares. De manera que las explicaciones al fenómeno desorejador se pueden, a mi juicio, reducir a cuatro: 1) velado homenaje a van Gogh2) anticipación subliminal a la crítica que se le habría de hacer a su carencia de oído –la de Schönberg– cuando crease el dodecafonismo; 3) descuido al echar una mano de pintura para resaltar el fondo; y 4) chapuza alpina, no tan distinta de la subpirenaica. Aunque no sé, no sé, porque en el lienzo # 61, en el borde superior, podía leerse con letra manuscrita de don Arnoldo “Selbstbildniss des Meisters [=Autorretrato del maestro]”.

Resultaba, eso sí, conmovedor el óleo que sugería el entierro de Gustav Mahler. Como en muchos otros de Schönberg, hay en él ecos de Munch, pero en este caso de un buen Munch. Y por último, cuando ya estábamos abocados a gritar lo del Correggio ante un Rafael («Anch’io sono pittore!», o lo que es lo mismo, ¡También yo soy pintor!), en fin, cuando uno abandonaba la exposición, descubría que la mejor obra del Schönberg–pintor nos la habían colocado justo al lado de la puerta de salida¡y por fuera!, como una más de las obras maestras que tiene a derecha e izquierda en ese primer piso del Museo Ludwig.

Es un retrato de Alban Berg, de cuerpo entero, el único cuadro schönberguiano de formato rectangular vertical, pintado con una intuición tal que uno se figura que ese día don Arnoldo estaba de a deveras inspirado y le faltaba papel pautado y le sobraba lienzo: véanlo pulsando aquí. 

Saliendo aquel día de enero de 1992 al aire libre y friísimo, a la plataforma de cemento que carga como en bandeja la catedral de Colonia y oculta la bella colina verde sobre la que se asienta (otro atentado ecológico y artístico, con agravante de garaje subterráneo y alevosía), uno se detenía a pensar y concluía: que con los violines de Ingres de los pintores podía organizarse una orquesta Mantovani hortera, y con los pinceles de Schönberg de los músicos un Museo del Prado para daltónicos y estrábicos. ¿Sigo?

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