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Publicado el Jair Montoya Toro

El insomnio de la productividad

Había un mundo feliz en el que las máquinas no terminaban en la palanca o el teclado si no que de ellas hacía parte también el operario y el oficinista, la producción controlaba a estos humanos como periféricos de los aparatos a los que estaban conectados y cada ocho horas tenían relevos en los turnos de trabajo.

Para lograr que las ganancias siempre se acrecentaran era necesario contar con personas dispuestas a la eficiencia por encima de todo y esto se lograba maravillosamente; era el resultado de siglos de cambio cultural centrado en las aspiraciones del individuo, el descrédito de lo comunitario y la conversión del egoísmo en el mayor valor para guiar la sociedad.

Desde muy chicos en sus hogares les transmitían que al ser adultos serían valorados por sus ingresos y la manera de gastarlos en centros comerciales, automóviles, bisturís, parejas y otras deslumbrantes mercancías.

El sistema era eficiente, los padres impulsaban a sus hijos a ser siempre los primeros en la carrera de triciclos, en el equipo de fútbol, en las notas escolares, repetían: sólo sirve ser el primero, los demás son perdedores. El principal motivo para elegir que aprenderían sus pequeños era el cuanto ganarían en sus oficios de adultos.

Los estudiantes insistían y lograban que los profesores fueran prácticos, divertidos, ligeros y que no los perturbaran con esas tediosas teorías que explicaban los fenómenos y las causas; la sociedad había avanzado y fue aceptado como pilar de la enseñanza que no era importante aprender a sumar ya que la calculadora había rescatado a la humanidad de ese farragoso asunto.

La educación había sabido responder de manera satisfactoria a la crítica frecuente del mundo productivo que la acusaba de no conectarse con las necesidades de la ganancia;  por fortuna habían sido relegadas a su mínima expresión las humanidades, el arte y la música; la academia lograba operarios específicos, oficinistas repetitivos, directores sin liderazgo, médicos sin pacientes pero con clientes, agrónomos sin campesinos pero con rentabilidad; la eficiencia había sido lograda.

En el trabajo les decían que llegaban a una gran familia, leían los valores éticos de la empresa, comprendían con ilusión que debían estar disponibles para cuando los necesitaran, que trabajar tiempo extra sin paga era un gesto de compromiso; en diez años ya habían tenido igual cantidad de empleos; pero eso no importaba, desde su más tierna edad habían sido formados para vivir en la incertidumbre del contrato, en la precariedad del suelo y en las necesidades de del servicio.

En las charlas de motivación con la sicóloga de la empresa les recordaban que eran un equipo y debían ayudarse; en las reuniones de trabajo y cumplimiento de metas se les exigía competir todos contra todos; el sistema funcionaba bien, ya en esta etapa de la vida contaban con la ventaja firme de ni siquiera notar las contradicciones.

Para bienestar general los momentos de ocio  eran pocos, los niños tomaban ocho cursos adicionales a sus labores escolares, los adultos usaban casi todo su tiempo en el trabajo y transporte diario.

La diversión más frecuente era matar el tiempo libre desde alguna pantalla que le evitará dar vida a la conciencia de si mismo; también ya se había superado esa época primitiva de ser hincha de un equipo local y ya todos compraban camisetas y abalorios de uno o dos equipos grandes del universo con los cuales se conectaban a través de la  televisión.

Estaba en vía de superación esa atávica costumbre de conversar con el vecino, mirar la cara del interlocutor y aún la peor: dirigirle la palabra a otros en los sitios comunes donde pudieran coincidir.

La inteligencia se evidenciaba en la capacidad para hacer buenas compras un día de promoción; en la habilidad para la gimnasia bancaria y las acrobacias con los días de cierre de las tarjetas de crédito.

Esta sociedad era feliz, exhibían los objetos y el oropel que sus padres y abuelos nunca habían soñado, sabían cual era la última tontería del artista de moda, contaban con una dosis diaria de me gusta en sus cuentas sociales y estaban seguros que no había límites en y para el planeta.

Un disidente dice que protegidos por sus sábanas duermen mal, se sienten solos y frustrados, ¡Sólo es un desadaptado!

@jairmontoyatoro

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Imagen tomada de:

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