ELECCIONES CONTRA LA DEMOCRACIA

(Primera parte)

Hernando Llano Ángel.

Es un lugar común afirmar que sin elecciones no hay democracia. Pero no es así. En muchos lugares del mundo hay elecciones sin democracia, incluso contra la democracia. Basta mirar a Nicaragua y Venezuela. Allí las elecciones son la coartada perfecta para las autocracias. Pero también en numerosas democracias se asiste periódicamente al ritual de las urnas y en ellas no se deposita la voluntad ciudadana, sino el asentimiento ingenuo y desinformado de millones de electores. Electores engañados, como sucede en nuestro caso, por prestidigitadores y demagogos profesionales que se presentan como auténticos demócratas, pero en la realidad son estafadores de esperanzas, traficantes de ilusiones y necesidad vitales. En estas circunstancias, las elecciones se convierten en un mecanismo perfecto contra la democracia. La convierten en un carnaval de promesas incumplidas, discursos fulgurantes y palabras sin valor. Las elecciones dilapidan la credibilidad ciudadana en la democracia, hacen que se pierda su legitimidad y de paso la confianza en los gobernantes. Entonces terminan cumpliendo una función totalmente antidemocrática. En lugar de expresar una voluntad ciudadana libre e informada, lo que hacen es legitimar mandatos de candidatos que las ganan apelando a mentiras y violando flagrantemente las reglas del juego, como los topes de financiación en sus campañas electorales. Así la democracia degenera en cacocracia, el gobierno no solo de quienes roban con destreza la confianza de los ciudadanos, sino de los más incompetentes y corruptos, que las utilizan para convertir el sector público en su coto y empresa privada. Lo más grave y escandaloso es que en nuestro caso la cacocracia está institucionalizada en nombre de la democracia.

La Cacocracia Institucionalizada

Dicha institucionalización está inscrita legalmente en nuestro régimen electoral y en su casa matriz, el Consejo Nacional Electoral (CNE), que es una plataforma de la voluntad de los partidos políticos, pues su elección y composición es un reflejo de la representación y correlación de fuerzas de éstos en el Congreso, según lo establece el artículo 264 de la Constitución. Por ello, una vez concluidas las elecciones, siempre se apresuran a certificar que las campañas cumplieron todas las exigencias legales y sus gastos no violaron los topes establecidos, procediendo al archivo de las reclamaciones y denuncias.  Así sucedió en las campañas presidenciales de Juan Manuel Santos y Óscar Iván Zuluaga en el 2014, aunque hoy sepamos que ambas violaron esas regulaciones, recibiendo cuantiosos recursos en especie y en efectivo de Odebrecht. Por ello, el gerente de la campaña de Santos, Roberto Prieto, “fue condenado a 5 años de cárcel en 2019 por falsedad en documento privado en calidad de determinador, tráfico de influencias de particular e interés indebido en la celebración de contratos”, aunque desde el 17 de abril de 2022 se encuentra en libertad por pena cumplida. Ahora le corresponde el turno a Óscar Iván Zuluaga, dispuesto a asumir toda la responsabilidad por el generoso aporte de más de un millón y medio de dólares pagados por Odebrecht al publicista brasileño Duda Mendonça en su campaña electoral de 2014. Ya no hay dudas al respecto, aunque Duda haya muerto hace casi dos años. Esa adicción incontenible de las campañas electorales al dinero, más allá de su origen legal o ilegal, es una constante en todos los comicios y no es un asunto que se pueda atribuir solo a la inmoralidad, corrupción y cinismo de los candidatos y sus partidos, que siempre hacen gala de transparencia (léase tramparencia) y pulcritud en el manejo de sus finanzas. Resulta que todo lo anterior, cuando se revela, ha sucedido a “espaldas” de los candidatos y solo es responsabilidad de sus gerentes o tesoreros. Excepto en el caso de Óscar Iván Zuluaga, para cubrir a su hijo, David, de ir a la cárcel por varios años, pues fue el tesorero de su campaña.

EL Consejo Nacional Electoral, casa matriz de la corrupción política

En el origen de esa prostitución de la política, convertida en amante complaciente de sus financiadores, está precisamente la fijación por el CNE de estrambóticos y siderales topes para los gastos de las campañas electorales. En las próximas elecciones regionales del 29 de octubre, tenemos los siguientes exorbitantes topes de gastos fijados por el CNE,  según el censo electoral de las ciudades y departamentos: “En lo que tiene que ver con los candidatos a alcaldes se definió que cuando el censo electoral sea superior a los 5 millones podrá invertir en su candidatura hasta 5.257 millones de pesos. Mientras que si el censo está entre 1 millón y los 5 millones podrá emplear 2.630 millones de pesos. En los distritos y municipios con censo electoral comprendido entre los 100.001 y los 250.000 ciudadanos el tope se establece en 1.647 millones de pesos”. Sin duda, esos topes y cifras ya son corrupción y dilapidación del dinero que pagamos con nuestros impuestos y constituyen el incentivo legal para que los candidatos se lancen en una carrera vertiginosa y desbocada por obtener el apoyo de patrocinadores, sin deparar mucho en el origen de sus dineros y mucho menos en las contraprestaciones que asumen con ellos al ganar las elecciones.  Al respecto, el Centro Democrático  recibió 26.000 millones de pesos por  reposición de los  votos obtenidos por Zuluaga, a los que hay que sumar la generosa  ayuda de Odebrechet de un millón y medio de dólares.  De allí, el 8.000 con Samper, recientemente la Ñeñe política con Duque y ahora las rabiosas y ebrias confesiones de Benedetti sobre el supuesto ingreso de 15 mil millones de pesos en la campaña presidencial de Petro. Obviamente, lo anterior no entra en los registros contables de las campañas, pues se hace por debajo de la mesa o en viajes a Brasil de Zuluaga acompañado de Daniel García Arizabaleta y el entonces senador Iván Duque. Por eso el CNE absuelve a todos los candidatos y sus campañas, certificando un manejo pulcro en su contabilidad. Solo conocemos lo sucedido demasiado tarde, cuando todo está consumado, la verdad suele ser postelectoral, pero la ingobernabilidad actual. Es lo que se llama “marketing político”, es decir, la política como mercancía. La democracia es una mercadocracia, que fácilmente degenera en cacocracia. Y el Estado es convertido en una bolsa de valores donde se subastan los servicios y bienes públicos, que definen nuestra calidad de vida, al mejor postor y patrocinador de esas campañas electorales. En fin, las elecciones contra la democracia, porque la tramoya institucional está diseñada para convertir la política en una celestina de los grandes negocios legales e ilegales, manipulando hábilmente las necesidades y esperanzas de millones de cándidos ciudadanos que sepultan periódicamente en las urnas sus sueños. Y al hacerlo, se convierten en cómplices inocentes de esta cacocracia, pues la mayoría está convencida que la democracia se agota en las urnas. Cuando más bien parece suceder lo contrario, muere en las urnas.

Discernir para elegir

Para impedir que ello continúe sucediendo, se precisan al menos dos cambios radicales. El primero, que la política deje de ser una mercancía, lo que implicaría eliminar su financiación privada, asumiéndola el Estado como una actividad en función de la deliberación pública y no de su prostitución y degradación publicitaria, que demanda millones de pesos dilapidados en vallas, propaganda televisiva y radial, numerosas manifestaciones públicas que no pasan de ser versiones grotescas de más “pan y circo”, donde ya es casi imposible distinguir entre un candidato, un comediante o un cantante de reguetón en busca de votos. Si ello se hiciera, la política recobraría su sentido y dignidad en función del interés público, las campañas discurrirían en forma austera como debates entre los candidatos y no como espectáculos circenses y pasarelas de egos y vanidades, donde estos se exhiben como comediantes sin pudor alguno. Las vallas y pasacalles en las ciudades no nos robarían el paisaje con sus consignas vacías, prometiéndonos lo inalcanzable: “cero corrupción, orden y autoridad, control y amor, prosperidad y felicidad”. Quizás así, las campañas algún día sean políticas y no marketing político y entonces la deliberación ciudadana se impondría sobre la agitación y la alienación electoral. Sería el segundo cambio radical, la cultura política del ciudadano. El voto sería la auténtica expresión de una voluntad ciudadana informada y esclarecida, con plena conciencia de que antes de elegir hay que discernir sobre el significado y la responsabilidad de votar por uno u otro candidato y sus partidos, pues lo que está en juego es la vida y el bienestar de todos, no solo mi seguridad y prosperidad. En fin, es la vida pública y la convivencia social, no solo mi comodidad y felicidad personal o familiar. Para discernir, antes de elegir, el próximo Calicanto brindará información sobre perfiles de candidatos y candidatas, sus partidos y el contexto de orden público en que discurren las campañas, con la esperanza de que los comicios del próximo 29 de octubre no se definan entre pasiones y odios, miedos y prejuicios, sectarismos y fanatismos, urnas y tumbas, es decir, contra la vida democrática sino a favor de ella, en paz, con seguridad, responsabilidad y libertad ciudadana.

PD: Sugiero abrir los enlaces en rojos para mayor información y comprensión.

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