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Drogas ilícitas: terreno minado

EDITORIAL BAJO LA MANGA (@bajo_lamanga)

El lunes 13 de enero se retomaron las conversaciones en La Habana del punto de las drogas ilícitas dentro del Acuerdo general para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera, tema que por su importancia dentro de la guerra que ha sufrido el país por más de cincuenta años, debe ser tratado con responsabilidad, realismo, pragmatismo y transparencia.

Es claro que el motor económico de las FARC ha sido el narcotráfico, tanto desde el gramaje, impuesto que cobraban a los cultivadores y exportadores de coca en la década de los 90, hasta el cultivo y la exportación directa por parte de sus estructuras. Según el Ejército Nacional, solo el Frente 36, que opera en el Nudo del Paramillo, le aporta a esta guerrilla 18 mil millones de pesos al mes. Insight Crime sostiene que las FARC pueden mover alrededor de 200 millones de dólares al año solo con el tráfico de drogas, cifra nada despreciable para un grupo armado que según cifras del Gobierno Nacional, no pasa de 8.000 combatientes.

Los cultivos ilícitos en Colombia han disminuido ostensiblemente en los últimos siete años. Según el más reciente informe de UNODC (Oficina de las Naciones Unidas Contra las Drogas y el Delito) Colombia pasó de tener 78.000 hectáreas en diciembre de 2006 a 48.000 hectáreas en el mismo mes de 2012. Una reducción significativa en corto tiempo, debido en parte a los programas de erradicación manual, como Familias Guardabosques, que ha implementado el Gobierno Nacional en el marco del Programa Contra Cultivos Ilícitos de la Unidad de Consolidación Territorial.

Ha sido efectivo pero muy peligroso para quienes hacen parte activa de éste en el territorio. Cultivo ilícito que se respete está rodeado de campos minados, en su mayoría sembrados por las FARC para proteger su fuente de recursos. La exposición de los erradicadores y los miembros de las Fuerza Pública que los acompañan al peligro de ser víctima de las minas antipersona es constante. Además de esto, la población civil que reside en los territorios en los que cultivos y minas se superponen vive conminada por el riesgo que implica trasladarse para cumplir con sus labores diarias, generando, cuando no víctimas, desplazamiento forzado.

Cifras del PAICMA (Programa Presidencial para la Acción Integral contra las Minas Antipersona) advierten que solo en Nariño y Putumayo, los dos departamentos con más cultivos ilícitos, desde 1990 han sido víctimas de minas antipersona 738 y 351 personas respectivamente, de los que 492 para Nariño y 159 para Putumayo han sido civiles, situación en la que se viola claramente el principio de distinción para el uso de este tipo de artefactos.

Los campesinos, desafortunadamente, no solo son víctimas de los daños físicos y psicológicos causados por la explosión de las minas; a esto se suma la extorsión a la que son sometidos. Hace unos años, el periodista José Guarnizo publicó un artículo (ver enlace) en el que quedaba de manifiesto el cobro por parte de las FARC a los campesinos que pisaban una mina: “Un hombre que pisó una mina sembrada por el frente 15 de las Farc, que opera en el sur del país, aseguró que la guerrilla le estaba cobrando 500.000 pesos por algo que, según la lógica del grupo armado, no estaba destinado para él. En otras palabras, la razón del cobro era que él había “echado a perder” un explosivo que iba dirigido contra el Ejército.” Tácita aceptación del delito por parte del grupo guerrillero y clara afectación a la población civil.

Drogas ilícitas y minas antipersona son dos temas que deben tratarse en conjunto en este ciclo, debido a su estrecha relación y al peligro que representa hoy esta combinación para la población civil, como siempre la más afectada.

Las FARC no pueden seguir pasando de largo en el tratamiento de los puntos de la agenda. Deben enfrentar su responsabilidad en el pasado como perpetrador y en el futuro como reparador de todas las violaciones al Derecho Internacional Humanitario de las que han sido culpables.

 

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