Cosmopolita

Publicado el Juan Gabriel Gomez Albarello

Obediencia a la Constitución

El objeto de este escrito es mostrar por qué, de acuerdo con mi más considerada opinión, procede la excepción de inconstitucionalidad en el caso de la orden de destitución, proferida por la Procuraduría General de la Nación, al profesor de la Universidad Nacional de Colombia Miguel Ángel Beltrán. Creo que la excepción de inconstitucionalidad es un remedio que el Rector de la Universidad, el profesor Ignacio Mantilla, puede aplicar en el caso del profesor Beltrán para impedir la violación de sus derechos constitucionales a la defensa, el debido proceso, la libertad de expresión y la libertad de cátedra. Se trata de un remedio que el señor Rector puede poner en práctica por la vía de la revocatoria directa del acto mediante el cual le dio cumplimiento a la orden de destitución de la Procuraduría General de la Nación.

Como es sabido, el profesor Beltrán fue detenido arbitrariamente y torturado por los funcionarios de inmigración de la República de México, enviado a Colombia de una forma irregular y procesado luego por el delito de rebelión con fundamento en pruebas que, posteriormente, fueron declaradas nulas. La causa iniciada en su contra fue cerrada con una decisión absolutoria puesto que quedó demostrado que el profesor Beltrán no era responsable de las acciones que se le imputaban. No obstante, con base en las mismas pruebas desestimadas por el juez del caso, la Procuraduría inició en contra suya un proceso disciplinario al término del cual fue destituido e inhabilitado para ejercer funciones públicas durante 13 años.

La destitución e inhabilidad del profesor Beltrán ha suscitado numerosas reacciones. Entre otras, ha dado lugar para que se reiteren críticas a la manera como la Procuraduría ha venido cumpliendo sus funciones, al hecho mismo de que esta entidad tenga un poder disciplinario preferente e incluso a la existencia misma de esta institución. Sobre estos puntos mi parecer es que la Procuraduría debe continuar ejerciendo su función de vigilancia y control, de que conviene que esa función se ejerza también sobre las universidades públicas, mas me preocupa enormemente la forma como la ha ejercido durante este tiempo. Estos son, aunque relacionados, asuntos distintos de la decisión tomada en el caso del profesor Beltrán y de los remedios que proceden en su contra.

En el debate que ha tenido lugar en la Universidad Nacional, el profesor Leopoldo Múnera dio varias razones por las cuales, en su considerada opinión, procede la excepción de inconstitucionalidad. Estas razones fueron posteriormente rebatidas por el profesor Rodrigo Uprimny. Esta réplica fue objeto a su vez de una dúplica por parte del profesor Múnera. Tanto el profesor Múnera como el profesor Uprimny han dado argumentos basados en un cuidadoso examen del caso, de los principios y reglas aplicables al mismo, así como de las implicaciones que tendría resolverlo de una u otra manera.

El mencionado debate ha mostrado, como en tantos otros casos en los cuales está en discusión la correción de una decisión jurídica y, en general, la correción de una decisión moral, que en tales asuntos es posible que personas razonables no se pongan de acuerdo. De esto se sigue que mis críticas a la posición del profesor Uprimny no desdicen en modo alguno de la razonabilidad con la cual ha esgrimido sus argumentos. No obstante, creo que la posición del profesor Múnera, la mía y la de tantas otras personas que creemos en la procedencia de la excepción de inconstitucionalidad en el caso del profesor Beltrán está respaldada por buenas razones. Quisiera por tanto rebatir los argumentos del profesor Uprimny.

La primera crítica al razonamiento de Uprimny concierne a los límites de la aplicación de la excepción de inconstitucionalidad. Según Uprimny, el mencionado remedio no procede en los casos de decisiones particulares. En mi opinión, esta restricción no tiene sustento alguno. La Constitución dice, “En todo caso de incompatibilidad entre la Constitución y la ley u otra norma jurídica, se aplicarán las disposiciones constitucionales.” El texto citado no distingue entre normas generales y normas individuales tales como las sentencias, las decisiones de un órgano administrativo y las decisiones de la Procuraduría. Este último grupo de normas, está claro, son de una entidad diferente de las leyes, los decretos y los reglamentos, pero no son menos normas que las demás.1 Por tanto, si una decisión de la Procuraduría es una norma jurídica, respecto de ella procede la excepción de inconstitucionalidad.

A este argumento analítico y exegético podemos añadir otro de orden teórico y sistemático, uno que concierne a la estructura misma del estado democrático de derecho. En un estado de este tipo, los ciudadanos le debemos obediencia a la ley y a las autoridades. ¿Cuál es la razón por la cual consideramos que tenemos ese deber? Porque creemos que el proceso político organizado de acuerdo con las normas de la Constitución, por imperfecto que sea, es en todo caso mejor que un proceso político sin orden y sin constitución o que un proceso gobernado por una autoridad que la desconozca.

En un estado autoritario, los ciudadanos tienen que obedecer a las leyes y a las autoridades. Nótese que no he dicho deben pues en ese estado no hay un sentido de deber respaldado por razones. La obediencia en ese estado se obtiene por cuenta del temor a las represalias de las autoridades.

Aunque todo esto requeriría de mayor elaboración, es en todo caso una primera referencia para descartar el viejo adagio “dura es la ley, pero es la ley”, muchas veces invocado para demandar la obediencia a una ley o a una decisión injusta. La obediencia en un estado democrático de derecho se basa en el convencimiento de que, aunque imperfectas, las leyes y las autoridades tienen un fundamento en el modelo de justicia encarnado en la Constitución. Si esas leyes y esas autoridades se desvían de ese modelo, esto es, si devienen injustas, los ciudadanos estamos autorizados para negarnos a obedecer lo que esas leyes y esas autoridades nos piden. Esa autorización surge de la misma Constitución.

Desde luego, para hacer factible la convivencia y el funcionamiento de las instituciones políticas, la Constitución regula el modo en el cual podemos hacer efectiva esa resistencia frente a mandatos injustos.2 Si todo el mundo estuviese discutiendo todo el tiempo cuáles leyes son justas y cuáles no y, por lo tanto, cuáles leyes se cumplen y cuáles no, cuáles decisiones de las autoridades son justas y cuales no, etc., la coordinación de la actividad social y política sería imposible. En un estado democrático de derecho, esa discusión no se cancela sino que se canaliza a través de varios procedimientos. Uno de ellos es la acción pública de inconstitucionalidad, otro es la acción de tutela y otro más es la excepción de inconstitucionalidad.

La excepción de inconstitucionalidad le otorga a los ciudadanos a quienes les corresponde aplicar a una situación concreta la ley, los decretos, reglamentos y decisiones de las autoridades estatales el poder de evaluar la conformidad de esas normas con la Constitución. Si aceptáramos el planteamiento de Uprimny, expropiaríamos a los ciudadanos de ese poder y haríamos de la judicatura el único canal ante el cual se podría iniciar la discusión formal acerca de la inconformidad de una norma jurídica individual con respecto a la Constitución. La excepción de inconstitucionalidad devendría un apéndice, esto es, un órgano sin función, una mera redundancia sin ninguna eficacia práctica. Para hablar de un modo mucho más preciso, se trata de un poder de todas las personas, no sólo de los ciudadanos. Esto quiere decir que un residente extranjero en Colombia puede recurrir a la excepción de inconstitucionalidad para inaplicar una norma jurídica contraria a la Constitución.

Si ya existe la posibilidad de recurrir ante los jueces para demandar la validez de una norma jurídica individual que viola la Constitución, entonces ¿qué sentido tiene la excepción de inconstitucionalidad? Precisamente, prevenir el daño que sobrevendría al aplicar una norma jurídica injusta a una situación concreta. Vale la pena resaltar es que esa prevención del daño ocasionado por una norma injusta no está exenta de crítica ni de revisión. Quien se oponga a la inaplicación de una ley, decreto, reglamento o decisión de autoridad en un caso concreto puede recurrir ante una autoridad judicial para que examine la validez de esa decisión. Esa persona alegará que la norma inaplicada es conforme a la Constitución y que, por lo tanto, su inaplicación fue indebida. En tal caso, la discusión acerca de la constitucionalidad de esa norma se desplazará del ámbito de las partes al ámbito jurisdiccional. Como tal, este desplazamiento es una operación subsidiaria. Si ninguno de los involucrados en la situación concreta objeta la evaluación de quien se negó a aplicar la norma acusada de incompatible con la Constitución, entonces ese asunto nunca llegará a los tribunales.

La excepción de inconstitucionalidad es, en nuestro sistema jurídico, un remedio superior a la fórmula de Radbruch. Según esa fórmula, si en un caso concreto un juez encuentra un conflicto entre una norma jurídica y lo que ese juez considera justo, ese juez siempre deberá dar prevalencia a la norma jurídica a menos que esa norma sea considerada insoportablemente injusta o haya sido promulgada de un modo deliberadamente contrario al sentido de igualdad ante el derecho. La excepción de inconstitucionalidad es superior a la fórmula de Radbruch porque, en primer lugar, hace a todos los ciudadanos, no sólo a los jueces, guardianes de la Constitución. En segundo lugar, el punto de referencia de esos ciudadanos es la idea de justicia positivizada en el texto constitucional, no la apreciación subjetiva del juez, no importa cuán mediada esté esa apreciación por los dos criterios mencionados.

La comparación sirve, sin embargo, para poner de presente lo siguiente: en los casos en los cuales la incompatibilidad entre una norma jurídica y la Constitución sea especialmente insoportable, esto es, generadora de un grave daño a la persona directamente afectada y eventualmente a la comunidad a la cual esa persona pertenece, la pertinencia de la excepción de inconstitucionalidad debería estar fuera de duda. En mi opinión, tal es el caso del profesor Beltrán.

El tercer argumento a considerar es de orden consecuencialista. Puede ser entendido como una aplicación a la situación concreta del primer imperativo categórico kantiano. Uprimny dice que no tiene justificación la excepción de inconstitucionalidad en el caso del profesor Beltrán porque, si se generalizara esta forma de resistencia frente a mandatos injustos, entonces funcionarios públicos sin buenas razones, deseosos de evadir el cumplimiento de decisiones proferidas por los jueces, encontrarían en la mencionada excepción una coartada argumentativa. En tal caso, quedaría destruida la base misma del estado de derecho, esto es, quedaría desvirtuado el imperio de la ley. Las autoridades no ejercerían su poder de acuerdo con normas superiores sino a la medida del arbitrario y caprichos de cada funcionario.

Este argumento adolece de varias fallas. Primero, hace abstracción del hecho de que en todos los casos en los cuales un ciudadano se resista a aplicar una norma jurídica general o individual porque la considera incompatible con la Constitución, las personas que se oponen a esa inaplicación pueden solicitar a un juez que revise y eventualmente anule la resistencia de ese ciudadano. La excepción de inconstitucionalidad, conviene repetirlo, tiene un carácter remedial y está siempre abierta a la posterior revisión judicial. De ese ejercicio de revisión pueden aprender todos los ciudadanos respecto a la procedencia o no de la excepción de inconstitucionalidad en casos concretos. Lo que no tiene fundamento es argüir que ese remedio no existe o que, si existiera, conduciría al derrumbamiento del imperio de la ley.

Conviene destacar que la excepción de inconstitucionalidad no se confunde con la objeción de conciencia al cumplimiento de la ley y de los mandatos de las autoridades. La excepción de inconstitucionalidad está referida a la Constitución, no a las convicciones privadas de las personas. Dentro del marco de las instituciones, esto es, del amparo que ellas proporcionan, nadie podría oponerse al cumplimiento de normas generales ni tampoco individuales simplemente apelando a sus creencias religiosas o sus convicciones políticas. La piedra de toque es la obediencia a la Constitución. Mientras ella sea el referente, no hay razón alguna para temer que el estado de derecho se derrumbe.

La segunda falla del argumento de Uprimny es que pide a los ciudadanos una obediencia a mandatos injustos más allá de la convicción razonable que tengan esos ciudadanos de que tales mandatos violan la Constitución. Si a un ciudadano le asisten buenas razones para creer que una norma jurídica general o individual viola la Constitución, ¿por qué ciegamente tendría que someterse a ella y esperar a que un juez la invalide, sobre todo si la aplicación de esa norma inconstitucional diese lugar a un daño irremediable? El razonamiento de Uprimny lo lleva a una posición en la cual el orden político de un déspota ilustrado y el orden político del estado democrático de derecho devienen indistinguibles. En el primero, el déspota ilustrado le dice a sus súbditos, “¡razonad tanto como queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced!” En el segundo, sin embargo, esta fórmula no tiene recibo. El estado democrático de derecho le pide a sus ciudadanos una obediencia razonada y les proporciona los medios y los canales para resistir mandatos que su razón les dice que son injustos. Uno de esos medios es la excepción de inconstitucionalidad.

La tercera falla del argumento consiste en ver las cosas desde una única perspectiva. Uprimny no considera suficientemente lo que sucedería si se generalizara la máxima según la cual los ciudadanos no pudiéramos oponernos a mandatos particulares injustos contrarios a la Constitución. El riesgo de que las autoridades profieran normas jurídicas inviduales injustas, que causen un daño irremediable, no tiene en su razonamiento la misma consideración que el riesgo de que esas autoridades se negaran a cumplir mandatos formalmente válidos y justos, siendo lo justo en uno y otro caso un predicado de su conformidad con la Constitución.

Según el modelo de arquitectura constitucional de James Madison, al establecer un estado la mayor dificultad consiste, en primer lugar, en hacer que ese estado tenga la capacidad de controlar a los gobernados y, en segundo lugar, en hacer que ese estado sea capaz de controlarse a sí mismo. Con relación a esto último, la solución liberal ha consistido en la división del poder del estado y en el empoderamiento de los ciudadanos. Tal y como entiendo el argumento de Uprimny, éste consiste en suponer que el delicado balance que hace que el estado se controle a sí mismo acabaría por romperse si autoridades y ciudadanos pudieran oponerse al cumplimiento de normas jurídicas individuales, lo cual redundaría en la ineficacia de las autoridades y en el derrumbamiento del orden constitucional.

De nuevo, conviene destacar que la oposición a mandatos particulares injustos por la vía de la excepción de inconstitucionalidad no es necesariamente definitiva ni incontestable. Siempre está sujeta a revisión. Antes bien, es preciso considerar que la incapacidad del estado colombiano para controlar a los gobernados proviene no sólo de las limitaciones materiales del ejercicio de la fuerza sino de la convicción, bastante extendida, de que las autoridades ejercen su poder de un modo injusto. Si se le ponen cortapisas a la resistencia que pueden oponer los ciudadanos a mandatos contrarios a la Constitución, el incentivo para resistirse a ellos por fuera de las instituciones será mayor, lo que minaría aún más la capacidad del estado de controlar a sus gobernados. Para fortalecer la capacidad del estado colombiano no conviene llamar a la obediencia a mandatos injustos sino organizar el ejercicio del poder, incluido el poder de los ciudadanos, para que los mandatos sean depurados de acuerdo con la criba del análisis constitucional y para que, así refinados, cuenten con la adherencia y la lealtadad de todos los miembros de esta comunidad política.

El razonamiento de Uprimny está sostenido también por una juicio de conveniencia u oportunidad acerca de la aplicación de la excepción de inconstitucionalidad. Con todo respeto, esta discusión me parece que tiene la forma de aquellas en las cuales las percepciones distintas que tenemos los involucrados difieren del modo en el que lo hacen quienes ven el vaso medio lleno y quienes ven el vaso medio vacío. En opinión de Uprimny, de las directivas de la Universidad y, en general, de aquellos que se oponen al recurso a la excepción de inconstitucionalidad, nuestro centro académico se encuentra en una situación vulnerable, lo cual hace necesario reducir al mínimo los riegos de una eventual confrontación con otras autoridades estatales. Quienes disentimos creemos que, si se diera, esa confrontación sería necesaria para reafirmar la libertad de pensamiento y de cátedra, así como la autonomía universitaria, con la salvedad que hice al principio acerca del alcance de esta reafirmación. Personas razonables tenemos percepciones distintas y, por lo tanto, evaluamos de modo distinto la situación en la cual se encuentra la Universidad y la conveniencia de actuar de una u otra manera.

Sin embargo, estas distintas evaluaciones no se producen en el vacío. La discusión propia de la teoría política y de la teoría del derecho que se ha dado con respecto a la procedencia de la excepción de inconstitucionalidad en el caso del profesor Beltrán muestra que hay muchísimas cosas en juego en este debate. Quienes acudimos en respaldo del profesor Beltrán lo hacemos motivados por nuestro sentido de la justicia, un sentido que hallamos ofendido por la forma como se le han vulnerado sus más elementales derechos. Si bien intervienientes en este debate como el profesor Múnera y como yo nunca hemos puesto en cuestión la razonabilidad de quienes defienden una posición contraria a la nuestra, las críticas que hemos dirigido a sus argumentos tienen por objeto mostrar el elevadísmo costo de aceptar que se posponga el remedio que la situación del profesor Beltrán amerita. Los argumentos que hemos dado a favor de la excepción de inconstitucionalidad son un llamado al Señor Rector para que modifique un curso de acción que nunca habríamos adoptado si hubiésemos estado en su lugar.

1En este punto me atengo a la distinción elaborada por Hans Kelsen entre normas generales y normas individuales, distinción que ha sido acogida por varios estudiosos tales como Eduardo García Maynez y Robert Alexy.

2El caso límite de la resistencia ciudadana a los mandatos injustos es el de la desobediencia civil. Se trata de un caso en el cual quien se asume como desobediente asume con ello también la carga de todas las consecuencias que se siguen de resistir al cumplimiento de la ley, incluida la de ir a prisión. Desafortunadamente, entre nosotros abunda un entendimiento bastante chabacano de este tipo de desobediencia, uno del mismo corte que justifica las huelgas que realizan algunos funcionarios públicos, en las cuales reivindican que el estado tiene el deber de pagarles su salario incluso cuando no hayan hecho nada distinto a protestar contra ese estado.

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