Cosmopolita

Publicado el Juan Gabriel Gomez Albarello

Manual de psicología aplicada para enfrentar el calentamiento global

El calentamiento global es el asunto más importante de nuestra época. Sobre él debe estar puesta la mayor parte de nuestra atención pues compromete la supervivencia no sólo de la especie humana sino de muchísimas otras formas de vida. Para un lector informado, esta es una verdad de perogrullo. Lo que no es nada evidente es que tenemos que superar enormes obstáculos psicológicos para dar una respuesta efectiva a este desafío planetario.

Cuando uno repasa el recuento de grandes tragedias humanitarias, uno encuentra que su ocurrencia tuvo mucho que ver con la inacción de personas que podrían ser consideradas, por lo menos, medianamente buenas. Aunque un considerable número de psicópatas tuvieron un rol destacado en el despliegue de la violencia a gran escala, el hecho más sobrecogedor sigue siendo la inacción de la gran mayoría de individuos ordinarios. La ceguera voluntaria y el fatalismo parecen haber sido los principales mecanismos psicológicos mediante los cuales esos individuos se deshicieron del sentido de responsabilidad que les habría indicado que tendrían que haber hecho algo para evitar grandes injusticias y enormes sufrimientos. En efecto, muchas personas que pudieron haber ayudado a las víctimas no quisieron darse por enteradas y, si lo hicieron, justificaron su inacción con el argumento de que no habrían podido haber hecho nada para evitar el destino que esas víctimas corrieron.

Un fenómeno similar parece ocurrir hoy con relación al calentamiento global. La ceguera voluntaria y el fatalismo comprometen gravemente nuestra capacidad de actuar. Estos obstáculos psicológicos pueden ser tanto o más graves que los obstáculos que provienen de la estructura de la economía política internacional o del mismo carácter petróleo-dependiente de nuestra civilización. Identificar esos obstáculos psicológicos es, pues, un primer paso para superarlos.

Los términos ceguera voluntaria y fatalismo fueron acuñados en 1991 por Tzvetan Todorov en su libro Frente al Límite. Una década después, en su libro States of Denial: Knowing About Atrocities and Suffering [Estados de Negación: El Conocimiento acerca de las Atrocidades y el Sufrimiento] el sociólogo Stanley Cohen elaboró una tipología de la negación con la cual los individuos disculpamos nuestra acción cuando nos enfrentamos a desafíos morales. Según Cohen, hay tres tipos de negación: la literal, que consiste en la oposición descarada a aceptar la ocurrencia de los hechos, como solía ser la actitud de los militares con ocasión de las denuncias de violaciones a los derechos humanos y como ha sido la actitud de las FARC la mayor parte del tiempo en relación con las violaciones al derecho internacional humanitario – “nunca hemos atacado a la población civil”; la negación interpretativa, que consiste no en negar los hechos sino en torcerles el significado, como cuando el Gobierno de los Estados Unidos se refiere a la tortura con el eufemismo de “técnicas mejoradas de interrogación”; y la negación implicativa, mucho más sutil, consiste en la distorsión o silenciamiento de las consecuencias que se siguen de admitir que los hechos denunciados sí han ocurrido, como cuando agentes del FBI afirman que la tortura es un mal necesario – no se niega que se hayan cometido torturas, no se las enmascara con otro nombre sino que se rechazan las consecuencias que se seguirían de admitir que personas detenidas por el Gobierno han sido sometidas a torturas.

En la actualidad, el grave trastorno del clima ha puesto a los negacionistas literales contra la pared. Las altas temperaturas registradas en distintos lugares del mundo son la mejor réplica a quienes se empeñan en desmentir la ocurrencia del calentamiento global. Las otras formas de negación, la interpretativa y la implicativa, son más insidiosas y, por ello, más efectivas. Todavía hay quienes insisten en referirse al calentamiento global como si fuera una alteración climática cuya gravedad ha sido exagerada. En este campo se encuentran quienes celebran el derretimiento del casquete de hielo del Polo Norte porque eso creará nuevas rutas comerciales que beneficiarán el comercio mundial. Peor aún, hay quienes admiten que hay un grave fenómeno de cambio climático producido por la acción de los seres humanos, pero consideran que no deberíamos apresurarnos a tomar acciones para detenerlo pues podríamos afectar la estabilidad y el crecimiento económicos.

En mi opinión, este tipo de negacionismo es uno de los más graves porque proporciona un arsenal de argumentos para que sigamos en la trayectoria destructiva de nuestro planeta. Recurre a la aparente sofisticación técnica de conceptos económicos, apela a prejuicios bastante arraigados acerca de la naturaleza humana y alimenta la visión antropocéntrica del universo que nos ha puesto en el actual predicamento. Quienes consumen la Tierra como si fuera una mercancía más consideran que sus acciones son racionales y subordinan a su aparente racionalidad todos los esfuerzos por mitigar el calentamiento global.

Empero, es imposible aceptar la lógica que usan. Tratan la salud del planeta y, con ella, nuestra propia salud, como si fuera una magnitud intercambiable con la satisfacción de nuestros deseos. Aparte de los deseos autodestructivos, es imposible considerar la satisfacción de ningún deseo sin tomar la misma salud como presupuesto imprescindible de cualquier satisfacción. Sólo mediante el auto-engaño puede uno realizar ejercicios intelectuales que hagan de la salud del planeta una magnitud más en un cálculo de optimización. Mas así piensan muchos economistas y así querrían que pensaramos. Por tanto, una de las tareas urgentes es poner al desnudo las aberrantes incoherencias del negacionismo implicativo.

La ceguera voluntaria no es, sin embargo, el único obstáculo psicológico que debemos superar para enfrentar el calentamiento global. Tan grave como ésta es el fatalismo. Una cosa es aceptar la adversidad; otra muy diferente es sucumbir ante ella. El calentamiento global es una fatalidad cuya ocurrencia hemos de aceptar – sólo así podremos enfrentarla; por el contrario, caer abatidos ante la destrucción causada por el calentamiento global es someternos a su fatalismo.

El reconocimiento de nuestra fatalidad ha de ser radical. Haríamos bien por comenzar realizando una estimación de cuánta destrucción causamos con nuestras acciones. Una forma de hacerlo es calculando nuestra huella de carbono. Hay varios sitios en Internet que nos ayudan a hacerlo: por ejemplo, Carbonfootprint en todos los países del mundo, EPA y Nature en los Estados Unidos y WWF en el Reino Unido. Usualmente, después de realizar el mencionado cálculo, estos sitios brindan consejos muy precisos acerca de la manera de reducir nuestra huella de carbono, consejos que remiten siempre a acciones que están a nuestro alcance. De este modo, proporcionan un conjuro inmediato y directo contra la errada creencia de que no hay ya nada que podamos hacer, que somos una especie y un planeta condenados.

Al tomar esta manera de confrontar nuestra realidad como guía, podremos liberar nuestra conciencia de un apremio que puede ser abrumador. De otro modo, el efecto del aumento de información sobre nuestro predicamento será erosionar nuestro sentido de auto-eficacia. Precisamos entonces asociar las noticias y referencias al calentamiento global a los ejemplos y modelos con los cuales podamos mitigar su efecto y adaptarnos a sus consecuencias. Es una verdad de a puño que la conciencia moral se derrumba si no puede identificar ningún impacto efectivo en la prevención de un daño, cualquiera que sea. El viejo adagio latino, nadie está obligado a lo imposible, se impone siempre de manera inexorable. Por tanto, para contrarrestar el fatalismo, precisamos identificar todo aquello que podemos hacer para estar a la altura del desafío global, que fatalmente tenemos que asumir.

Hay una forma de fatalismo particularmente corrosivo: el nihilismo. Me refiero a la disposición de quienes han sucumbido ante el peso de su propia confusión y su propio desempoderamiento. Se trata de un fenómeno con múltiples causas. Una de ellas es cultural, tiene que ver con la extensión del relativismo, así como con una mal entendida idea de la tolerancia y la civilidad que sofoca la civilidad misma al derrumbar las bases de toda discusión razonable. Un pretendido criticismo que anula las ideas de verdad y realidad ha socavado la posibilidad misma de toda crítica y sólo deja tras de sí el más ominoso estándar: todo es igual, nada es mejor. Otra causa del actual nihilismo es económica: la producción industrial masiva y el libre comercio han tenido el efecto de que muchos individuos devengan abrumados por una casi ilimitada posibilidad de escoger sus proyectos de vida y sus objetos de consumo. Mas también hay una causa política: el gobierno invisible de los mal llamados regímenes democráticos ha despojado a la mayoría de posibilidades reales de incidir en la toma de las decisiones que nos afectan. El descrédito de los políticos y el escepticismo hacia la política son su síntoma más acusado. Cuando estas causas combinan su efecto, los individuos se rinden ante la tiranía del no hay nada que hacer.

Estas tres causas definen el carácter de la civilización contemporánea. Si el carácter es destino, entonces el fatalismo hace parte de nuestra fatalidad. ¿Tendremos éxito al rebelarnos contra su tiranía? Enfrentar el desafío del calentamiento global implica por ello la más radical revisión y transformación de nuestros patrones culturales. Como las personificaciones del destino que le hablan a Macbeth, las más grandes fuerzas a las que nos enfrentamos son interiores. Ragnarök, el destino de los dioses, no es más que el espejo de un conflicto que llevamos dentro.

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