Cosmopolita

Publicado el Juan Gabriel Gomez Albarello

Acerca de la escritura ininteligible, la que parece crítpica y probablemente no lo sea

Las palabras engañan, pero también sirven para decir la verdad. Si la última parte de esta proposición es cierta, entonces tendríamos que admitir que las palabras nos engañan cuando se lo permitimos, esto es, cuando les dejamos entrar en la consciencia con su aura de mensajeras para que instalen en nuestra cabeza un embuste. Pero, si uno es consciente, ¿cómo puede ocurrir tamaña inconsciencia?

La verdad es que un embuste solamente puede instalarse porque no estuvimos en guardia, no permanecimos despiertos, esto es, no fuimos verdaderamente conscientes. Si nos fijamos bien, los embustes no asedian ni asaltan los muros de nuestras creencias; no cruzan los fosos ni escalan las paredes de nuestro razonamiento con la tenacidad de quienes ponen un sitio a una plaza. Los embustes siempre entran por la puerta grande, mientras estamos de feria; siempre lo hacen ofreciendo algún provecho. Sólo después de sentirnos estafados, ya tarde, repetimos el mismo requerimiento: dónde estaba la guardia, dónde la aduana, dónde están ahora. Maldecimos, gritamos, procurando así salvar algo de nuestro maltrecho sentido de responsabilidad, pero esta vez aduaneros y guardias llegan pronto, portando un gran espejo. Con desilusión terminamos por admitir que estuvimos todo el tiempo medio dormidos y nos aferramos entonces a la esperanza de mantenernos en vela y atentos.

De entre todos los embustes, hoy mi atención gravita en torno a aquellos que se presentan con un aura de graves y enigmáticos, cual si fueran una esfinge. Me refiero a los escritos ininteligibles, los que parecen crípticos y realmente no lo son. El adjetivo críptico es apropiado para describir el escrito que oculta un mensaje, uno que sólo se revela con gran esfuerzo, como si el lector tuviera que levantar las pesadas piedras de una cripta. Mas sucede muchas veces que, después de tanto trabajo, uno no encuentra nada sino la ilusión de un mensaje, un balbuceo o un gemido que puede ser una incapacidad o una mera impostura. Lamentablemente, ese balbuceo o ese gemido le es suficiente a unos cuantos para convencerse de que el empeño puesto en leer un texto que no se entiende sí vale la pena. Eso sí, para que ese convencimiento sea efectivo, los convencidos han tenido que asegurarse de que sí han entendido. Con esa seguridad pregonan e imparten cátedra, expresión ésta que ha de entenderse también en su sentido literal pues muchos son los convencidos que se ganan la vida en las universidades figurando como catedráticos.

En un tono polémico podría decir, “No se debe ahorrar esfuerzo para combatir el mal hábito de escribir de forma ininteligible – todo instrumento que sirva para ponerse en guardia en contra suya debe ser empuñado como un arma.” Pero la polémica también pertenece al género de los malos hábitos. No hay que perder en ella el tiempo. Más vale dedicarlo a caer en cuenta de que muchas veces nuestros mensajes no son claros – por tanto, no deberíamos ahorrar esfuerzos para aclararlos.

Un medio adecuado para llevar a cabo este caer en cuenta es el ensayo de Primo Levi “Dello Scrivere Oscuro”, cuya versión al español publico en esta entrada. Creo que ya había una traducción a nuestra lengua, pero entiendo que está confinada a un volumen que poco circula, lo cual limita en grado enorme su fuerza liberadora.

Aparentemente, el ensayo de Levi tiene un propósito similar al de George Orwell, “Politics and the English Language” (La política y el idioma inglés), el cual también fue traducido al español hace algunos años. El ensayo de Orwell refiere la degradación del lenguaje por causas económicas y políticas, y se ocupa de la degradación de la política por causa del lenguaje. El ensayo de Levi, en cambio, lidia directamente con una materia más difícil: con el horror que deshumaniza y, por lo tanto, enmudece.

Quizá sea necesario apuntar aquí que la obra de Levi, como la de Varlam Shalámov, tiene la marca de una gran incongruencia. En la experiencia de quienes sufrieron los campos de concentración, no hay ningún propósito que la escritura pueda revelar. No hay, en la acepción de razón de ser, ningún sentido. Sin embargo, despojar esa experiencia de toda posibilidad de ser comunicada sería consumar la deshumanización de quienes vivieron en carne propia el horror. Contra esa consumación se rebelan Levi y Shalámov, pero lo hacen con la consciencia de que los medios que han escogido para hacer efectiva su rebelión los terminarán traicionando. Las palabras, que pueden servir para decir la verdad, también pueden hacer efectivo el engaño de que lo innombrable puede ser nombrado.

En su ensayo “Las Verdades Elementales de Primo Levi”, el historiador Tony Judt resalta que el escritor italiano encontró repulsiva la sugerencia de un amigo suyo según la cual Levi habría sobrevivido por causa de un designio, el de servir de testigo de lo ocurrido. Y, sin embargo, frente al negacionismo, el turbio y malévolo movimiento de quienes han querido impugnar la existencia del horror nazi, Levi no pudo más que echar mano de su propio testimonio. “Su único recurso para repeler a los enemigos de la memoria eran las palabras.” No obstante, y aquí Judt cita al mismo Levi, “la ocupación de revestir hechos con palabras está por su misma esencia destinada al fracaso.” (La cita proviene del relato «Carbono», el último del libro El Sistema Periódico.)

Otro tanto dice Ricardo San Vicente, traductor de Varlam Shalámov, en el epílogo al Primer Volumen de los Relatos de Kolimá.

“(…) Shalámov observa en cada paso, en cada minuto, en cada bocanada de aire del campo de trabajo, un peldaño más de la senda de deshumanización del hombre, de una inhumanidad a la que para mayor pánico empujan al preso otros hombres.

“De este polo de la maldad humana Shalámov nos dice que no se puede hablar, que no hay que hacerlo, que es imposible recogerlo en el papel, que no se debe hacer… Y no obstante, como un etnólogo en tierra de salvajes, él con explosiva impavidez lo hace.

“Es imposible expresar el horror, viene a decir, pero es inevitable intentarlo.”

Intentos ha habido, con resultados diversos. Hay quienes han luchado en vano contra el sinsentido que los agobia y de él han quedo inundadas sus expresiones. Otros, en cambio, han resistido tanto como han podido el efecto corruptor del horror, el que estropea hasta las mismas palabras. La dignidad de Shalámov y la de Levi como escritores reside precisamente en negarle a la oscuridad el poder de penetrar su escritura. Al publicar la traducción del ensayo de Levi “Della scritura oscura”, yo invoco aquí su ejemplo.

 

Acerca de la escritura oscura

No se deberían imponer nunca límites o reglas a la escritura creativa. Quien lo hace, obedece generalmente a tabúes políticos o temores atávicos. Ciertamente, un texto escrito, no importa cómo sea escrito, es menos peligroso de lo que usualmente se piensa; el famoso veredicto sobre Mis Prisiones de Silvio Pellico, libro que habría dañado a Austria “más de lo que lo habría hecho una batalla perdida”, es hiperbólico. Se puede constatar experimentalmente que un libro o un cuento, sean buenas o malas sus intenciones, son objetos esencialmente inertes e inocuos; incluso en sus encarnaciones más innobles (por ejemplo, los híbridos sexonazistas o patológico-pornográficos) no pueden provocar sino daños escasos, ciertamente inferiores a los que son producto del alcohol o del humo del cigarrillo o del estrés de los negocios. A su debilidad intínseca contribuye el hecho que hoy cada escrito es sofocado en pocos meses por la muchedumbre de otros escritos que van tras suyo. Además, las reglas y los límites, estando históricamente determinados, tienden a mudar frecuentemente: la historia de toda la literatura está llena de episodios en los cuales obras muy buenas y válidas han sido combatidas en nombre de principios que demostraron luego ser mucho más caducos que las obras mismas; de ello se puede deducir que mucho libros preciosos debieron haber desaparecido sin haber dejado huella, habiendo sido derrotados en la lucha nunca concluida entre quienes escriben y quienes prescriben como se debe escribir. Desde las alturas de nuestra época permisiva, los procesos (verdaderos procesos, en tribunales) contra Flaubert, Baudelaire, D. H. Lawrence, parecen grotescos e irónicos como aquel de Galileo – tan grande parece hoy el desnivel entre los juzgados y los jueces: estos vinculados a su tiempo, aquellos vivos para cada futuro previsible. En suma, darle leyes al narrador es por lo menos inútil.

Dicho esto, y por tanto renunciando enfáticamente a cualquier pretensión normativa, prohibitiva o punitiva, quisiera añadir que en mi opinión no se debería escribir en una forma oscura porque un escrito tiene mucho más valor y mucha más esperanza de difusión y de perennidad en tanto sea mejor comprendido y en tanto menos se preste a interpretaciones equívocas.

Es evidente que una escritura perfectamente lúcida presupone un escritor totalmente consciente, lo cual no corresponde a la realidad. Estamos hechos del yo y el ello, de espíritu y de carne, y por tanto de ácidos nucléicos, de tradiciones, de hormonas, de experiencias y traumas remotos y próximos; por esta razón, estamos condenados a arrastrar, de la cuna a la tumba, un Doppelgänger, un hermano mudo y sin rostro, que sin embargo es corresponsable de nuestras acciones y, por tanto, también de nuestras páginas. Como es sabido, ningún autor entiende a fondo aquello que ha escrito y todos los escritores han tenido el modo de comprender las cosas bellas y brutales que los críticos han encontrado en sus obras, que ellos no tenían idea de haberlas puesto allí; muchos libros contienen plagios, conceptuales o verbales, de los cuales los autores declaran de buena fe no tener conocimiento. Es un hecho contra el cual no se puede combatir. Esta fuente de incognoscibilidad y de irracionalidad, que cada uno de nosotros alberga, debe ser aceptada y también autorizada a expresarse en su lenguaje (necesariamente oscuro), pero no ha de ser tenida por óptima o única fuente de expresión.

No es cierto que la única escritura auténtica es aquella que viene del “corazón” y que, realmente, proviene de todos los ingredientes distintos de la consciencia que fueron mencionados antes. Esta opinión, después de todo enaltecida por el tiempo, se funda sobre el presupuesto que el corazón que “dicta dentro” sea un órgano distinto del de la razón y más noble que él, y que el lenguaje del corazón sea igual para todos, lo cual no es cierto. Lejos de ser universal en el tiempo y en el espacio, el lenguaje del corazón es caprichoso, adulterado e inestable como la moda, de la cual realmente hace parte. Tampoco se puede sostener que sea igual a sí mismo de forma limitada en un país y en una época. Dicho de otro modo, no es en absoluto un lenguaje, o a lo sumo una lengua vernácula, un argot, sino una invención individual.

Por este motivo, a quien escribe en el lenguaje del corazón le puede ocurrir tornarse indescifrable; en tal caso, es lícito preguntarse con qué propósito haya escrito. De hecho (me parece que este sea un postulado ampliamente aceptable), la escritura sirve para comunicar, para transmitir informaciones o sentimientos de mente a mente, de lugar a lugar, así que quien no es entendido por nadie no transmite nada, grita en el desierto. Cuando esto ocurre, es preciso darle seguridad al lector de buena voluntad: si no entiende un texto, la culpa es del autor, no suya. Le corresponde al escritor hacerse entender de quienes desea que lo entiendan: es su profesión, escribir es un servicio público, así que el lector con buena disposición no debe quedar desilusionado.

Este lector, de quien tengo la curiosa impresión de tenerlo al lado mío cuando escribo, admito haberlo idealizado ligeramente. Es similar a los gases perfectos de la termodinámica, perfectos solo en tanto su comportamiento es perfectamente predecible con base en leyes muy simples, mientras que los gases reales son mucho más complicados. Mi lector “perfecto” no es un erudito pero tampoco un inexperto; lee no por obligación ni por pasatiempo ni para generar una buena impresión en la sociedad sino porque tiene curiosidad acerca de muchas cosas, quiere escoger entre ellas y no quiere delegar esta escogencia en nadie; conoce los límites de su capacidad y preparación, y orienta sus escogencias consecuentemente; en este caso particular, ha escogido mis libros de buena gana y sentiría irritación o aflicción si no entendiera línea por línea lo que he escrito, más bien, lo que le he escrito: de hecho, escribo para él, no para los críticos ni para los potentados de la tierra ni para mí mismo. Si no me entendiera, se sentiría injustamente humillado y yo culpable de una violación contractual.

Aquí hay que hacerle frente a una objeción: algunas veces se escribe (o se habla) no para comunicar, sino para descargar una tensión propia, o una alegría o una pena, y entonces del mismo modo se grita en el desierto, se gime, se rie, se canta, se chilla.

Para quien chilla, siempre y cuando tenga motivos válidos para hacerlo, se ha de tener comprensión: el llanto y el luto, sean contenidos o escénicos, son benéficos en tanto alivian el dolor. Jacobo chilla sobre el manto ensangrentado de José; en muchas ciudades, el luto con gritos es un ritual y es obligatorio. Pero el aullido es un recurso extremo, útil para el individuo como las lágrimas, inepto y áspero si se ha querido usar como lenguaje ya que, por definición, no lo es: lo inarticulado no es articulado, el ruido no es sonido. Por este motivo, me siento harto de los elogios que le otrogan a textos que (cito al azar) “suenan en el límite de lo inefable, de lo no-existente, del gemido animal”. Estoy cansado de “densas amalgamas magmáticas”, de “negaciones semánticas” y de innovaciones anticuadas. Las páginas blancas son blancas y es mejor llamarlas blancas; si el rey está desnudo, es honesto decir que está desnudo.

Personalmente, también estoy cansado de las alabanzas otorgadas en vida y muerte a Ezra Pound, quien tal vez haya sido incluso un gran poeta, pero quien para asegurarse de no ser comprendido escribía a veces incluso en chino. Estoy convencido de que su oscuridad poética tenía la misma raíz que el superhombrismo, lo que lo condujo primero al fascismo y luego a la automarginación: la una y la otra germinaban de su desprecio por el lector. Tal vez tenga razón el tribunal estadounidense que encontró a Pound mentalmente enfermo: escritor de instinto, debía ser un pésimo razonador; lo confirman su comportamiento político y su odio maníaco hacia los banqueros. Por tanto, quien no sabe razonar debe ser curado y, en el límite de lo posible, respestado incluso si, como Ezra Pound, se convence de hacer propaganda nazista contra el propio país en guerra contra la Alemania de Hitler; pero no debe ser alabado ni tomado como ejemplo porque es mejor ser lo sano que lo insano.

Lo efable es preferible a lo inefable, la palabra humana al gemido animal. No es un azar que los dos poetas menos decifrables, Trakl y Celan, hayan muerto ambos suicidándose, separados por dos generaciones. Su destino común lo hace a uno pensar acerca de la oscuridad de su poética como un pre-matarse, un no-querer-ser, una fuga del mundo, del cual la muerte deseada fue su coronación. Han de ser respetados puesto que su “gemido animal” estaba terriblemente motivado: para Trakl, por el naufragio del imperio habsburgués en el torbellino de la Gran Guerra, un imperio en el cual él creía; para Celan, judío alemán, salvado de milagro de la carnicería alemana, por el desarraigo y por la angustia sin remedio de cara a la muerte triunfante. Hacia Celan, sobretodo, porque es nuestro contemporáneo (1920-1970), el discurso debe hacerse de una forma más seria y responsable.

Se puede percibir que su canto es trágico y noble, pero de una forma confusa: para el lector genérico, pero también para el crítico, penetrarlo es una empresa desesperada. La oscuridad de Celan no es un desprecio por el lector nitampoco insuficiencia expresiva ni un abandono indolente al flujo de lo inconsciente; es verdaderamente un reflejo de la oscuridad de su destino y de su generación; siempre se hace más denso en torno al lector, apretándolo como un agarre de hierro y de hielo, de la cruda lucidez en Fuga de Muerte (1945) al amenazante caos sin destellos de las últimas composiciones. Esta tiniebla que crece de página a página, hasta el último tartamudeo desarticulado, consterna como la respiración lamentosa de un moribundo, y no es en efecto otra cosa. Cautiva, como cautivan las vorágines, pero al mismo tiempo defrauda al omitir algo que debía ser dicho y no lo ha sido, y por tanto frustra y se rechaza. Pienso que el Celan poeta ha de ser más meditado y compadecido que imitado. Si el suyo es un mensaje, queda perdido en el “ruido de fondo”: no es una comunicación, no es un lenguaje, a lo sumo es un lenguaje oscuro y manco, el cual es exactamente el de quien está por morir y está solo, como todos lo estaremos al momento de la muerte. Pero en tanto vivimos no estamos solos, no debemos escribir como si estuviésemos solos. Tenemos una responsabilidad, mientras estemos vivos: debemos responder por cuanto escribimos, palabra por palabra, y hacer que cada palabra alcance su objetivo.

De resto, hablarle al prójimo en una lengua que él no puede entender puede ser el mal hábito de algunos revolucionarios, pero no es de ningún modo revolucionario: es por el contrario un antiguo artificio represivo, conocido por todas las iglesias, vicio típico de nuestra clase política, fundamento de todos los imperios coloniales. Es un modo sutil de imponer el propio rango. Cuando el padre Cristóforo dice en latín “Omnia munda mundis” al padre Fazio, que no sabe latín, este último “al sentir aquellas palabras cargadas de un sentido misterioso y pronunciadas tan resueltamente (…) le pareció que en ellas deberían contenerse las respuestas de todas sus dudas. Se aquietó y dijo: ‘¡Basta! Usted sabe de esto más que yo’”.

Tampoco es cierto que sólo a través de la oscuridad verbal se pueda expresar aquella otra oscuridad de la cual somos hijos y que yace en lo profundo de nosotros mismos. No es cierto que el desorden sea necesario para representar el desorden; no es cierto que el caos de la página escrita sea el mejor símbolo del caos último al cual estamos elegidos. Creer semejante cosa es el vicio de nuestro siglo inseguro. Mientras vivamos, cualquiera que sea la suerte que nos haya tocado o que hayamos escogido, sin duda alguna seremos más útiles (y apreciados) por los otros y por nosotros mismos, y tanto más seremos recordados, en tanto mejor sea la calidad de nuestra comunicación. Quien no sabe comunicarse o se comunica mal, en un código que es sólo suyo o de unos pocos, es infeliz y extiende la infelicidad en torno de sí. Si comunica mal deliberadamente, es un malvado, o al menos una persona antipática, porque obliga a sus receptores a la fatiga, a la angustia o al aburrimiento.

Desde luego, para que el mensaje sea válido, ser claro es condición necesaria pero no suficiente: se puede ser claro y tedioso, claro e inútil, claro y deshonesto, claro y vulgar, pero esto ya es otro asunto. Si no se es claro, no hay de ningún modo mensaje. El gemido animal es aceptable viniendo de los animales, de los moribundos, de los chiflados y de los desesperados. El hombre sano y entero que lo adopta es un hipócrita o un inexperto, y se condena a no tener lectores. El discurso entre hombres, en lengua de hombres, es preferible al mugido animal, y no es claro porqué deba ser menos poético por ello.

Pero, repito, esta es mi preferencia, no normas. Quien escribe es libre de escoger el lenguaje que más le siente. Todo puede darse: que un escrito oscuro para el mismo autor sea luminoso y abierto para quien lo lee; que un escrito que no comprenden ninguno de sus contemporáneos torne a ser claro e ilustre decenios y siglos después.

 

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