Cosmopolita

Publicado el Juan Gabriel Gomez Albarello

Las Falacias de Antonio Caballero

Según la definición de la enciclopedia libre Wikipedia, una falacia es “un argumento que parece válido, pero no lo es. Algunas falacias se cometen intencionalmente para persuadir o manipular a los demás, mientras que otras se cometen sin intención debido a descuidos o ignorancia.” Aquí quisiera mostrar las falacias en las que incurre Antonio Caballero para poner en cuestión la consulta popular acerca de la prohibición de las corridas de toros.

La primera consiste en afirmar que la consulta es antidemocrática porque va contra los derechos de las minorías. Estamos de acuerdo en que la democracia no consiste sólo en la regla de la mayoría. Para que la regla de la mayoría funcione, tiene que haber libre discusión, rendición de cuentas y alternancia en el poder. A lo anterior se le suma la garantía de que las minorías no serán perseguidas o conculcado el ejercicio de sus derechos. La falacia en la que incurre Caballero, la de la equivocación, es la de suponer que en las minorías protegidas en una democracia está incluida la de quienes van a las corridas de toros.

Si todas las minorías fuesen protegidas contra decisiones democráticamente aprobadas, la democracia dejaría de existir. Puesto que siempre habrá minorías que se opongan a la mayoría, el tema es saber cuáles son las minorías cuyos derechos se le pueden oponer a las mayorías. Conviene subrayar que, aparentemente, Caballero no está en contra de la regla de la mayoría. Está es a favor de que se le reconozca a una minoría el derecho de oponerse a esa mayoría. Pero, ¿tienen los aficionados a los toros ese derecho?

Según Caballero, “el gusto por la tauromaquia, como en general todos los gustos – por las artes, las ciencias, los vicios, las religiones, las drogas -, es uno de los tantos asuntos de la vida que no “se prestan para ser decididos por votación.” El problema de los antitaurinos es que se arrogan el derecho “para autorizar o prohibir mis gustos, los gustos de quienes no comparten los suyos.”

Cuando los gustos de unos miembros de la sociedad hacen daño a otros, la sociedad puede regular e incluso prohibirlos a través de los procedimientos democráticos. Un ejemplo de regulación es la prohibición de fumar en espacios públicos: al fumador no se le prohíbe que se haga daño; se le prohíbe que le haga daño a los demás exponiéndoles al humo cancerígeno de su cigarrillo. Un ejemplo de prohibición directa es la criminalización de la pedofilia: la sociedad prohíbe las relaciones sexuales con personas que no están en edad de dar su consentimiento a una relación sexual y, por lo tanto, pueden ser manipulados o coaccionados por otros a tenerla.

El gusto de los aficionados a las corridas es uno de los gustos que hace daño a otros, en este caso, a los toros. No es necesario entrar en disquisiciones acerca de si los toros tienen o no derechos. No hay duda de que el toro es víctima de maltrato y, finalmente, del toricidio: es víctima de que el torero lo mate.

Los aficionados a las corridas de toros usualmente recurren a un argumento que se parece a la falacia de la reducción al absurdo, pero que no lo es. Según ese argumento, si no se le puede hacer daño al toro porque no se le puede hacer daño a ningún animal, entonces tendríamos que concluir que tendríamos que hacernos vegetarianos. La lógica de los aficionados en este caso es impecable. Lo más sensato que podría hacer la especie humana, donde quiera que sus miembros pueden acceder a fuentes de proteína distinta de la animal, es volverse vegetariana. Hay muy buenos argumentos basados en la consideración del daño ambiental de consumir proteína de origen animal, a los cuales se les puede agregar argumentos de otro orden, basados en el daño que nosotros mismos nos hacemos al inflingir a otros seres, que también sienten el sufrimiento de ser matados, el sufrimiento de poner su carne en nuestro plato.

Caballero afirma que los seres humanos tenemos el deber de tratar a los animales “con respeto, según su condición” y que ese deber está garantizado en el caso de los toros de lidia “a quienes la llamada ‘gente del toro’ (toreros, ganaderos de bravo, aficionados a la fiesta del juego de los toros) tratan de igual a igual: de hombre a hombre, y no de hombre a cosa.” La falacia en la que incurre aquí Caballero es la de representar de forma distorsionada su propia posición pues es absolutamente falso que torero y toro se enfrenten de igual a igual. No sobra decir que nunca se ha visto que al torero lo rejoneen o le pongan banderillas. Que el toro lo pueda herir o matar de una cornada no hace a la corrida un combate, mucho menos un combate equilibrado.

La aparente deferencia de Caballero hacia la democracia, la que justifica que critique la consulta acerca de las corridas de toros con el argumento de que es antidemocrática, oculta un pesimismo antidemocrático que sólo una conversación más larga pone al descubierto. Según Caballero, “todo lo culturalmente refinado, pero minoritario – y necesariamente minoritario: elitista – será machacado por lo mayoritario, por la única virtud de serlo.”

Aquí la falacia es la de la generalización apresurada: de un sólo caso, Caballero salta a una conclusión que incluye todo el conjunto. Podemos estar en desacuerdo acerca de si las corridas de toros son una forma cultural refinada. Lo que no es para nada cierto, lo que en este caso es falaz, es afirmar que la prohibición de las corridas de toros hace parte de una tendencia general de las democracias de eliminar todas las formas de refinamiento cultural. Con Caballero estoy de acuerdo en que hay una tendencia hacia la vulgaridad, pero su raíz está en el mercado del entretenimiento y en la distorsión mercantil de la democracia. También estoy de acuerdo con Caballero que hay que desafiar la tiranía del “aborregamiento de la estupidez.” Difiero de él, lo reitero, acerca del origen de ese ‘aborregamiento’.

Otra falacia en la que incurre Caballero, de forma bastante sistemática, es la de desacreditar a quienes nos oponemos a las corridas de toros. Según Caballero, “los antitaurinos son ciegos a la razón, (sic) y sólo escuchan su propia pasión.” El mismo escritor afirma que “para los antitaurinos las corridas de toros no son aceptables en sí, por razones de principio anteriores y superiores a cualquier argumento a favor o en contra. (sic) Por razones de fe.” Y sostiene que los ‘denominados animalistas’ se dividen en dos vertientes: los oportunistas políticos y los fanáticos. Caballero apela a lo mismo que él cuestiona: la tergiversación de la posición de sus oponentes.

Para concluir este análisis de las falacias de Caballero, quisiera destacar que la falacia de la equivocación es recurrente en su ataque a la consulta acerca de las corridas. El conocido escritor afirma que “los toros no se disfrutan: esa no es la palabra. Un gran aficionado a los toros de hace ya un siglo decía que a la plaza no se va a gozar, sino a sufrir.” La falacia de la equivocación reside aquí en distorsionar la experiencia del gozo, una experiencia cuyo ‘gusto’ Caballero defiende como si estuviera amparada por un derecho.

El sufrimiento del aficionado a los toros es, en realidad, un sufrimiento subordinado a un gozo mayor: el de derrotar vicariamente a la muerte. Me explico. La razón por la cual gente que asociamos con la derecha (Luis Carlos Villegas, Alejandro Ordóñez, etc.) y gente que asociamos con la izquierda (Antonio Caballero, Alfredo Molano, etc.) comparte el gusto por las corridas de toros es porque la lidia es una forma simbólica de luchar, por interpuesta persona, contra la muerte y de prevalecer sobre ella.

Aquí es, en mi opinión, donde radica el meollo de la cuestión. Sin abordar el miedo a la muerte de los taurófilos y la forma con la cual lidian con ese miedo, todos los argumentos de quienes nos oponemos a las corridas creo que no tendrán ningún efecto. El análisis de sus falacias los tendrá sin cuidado. Precisamos reconocer que quitarles a los taurófilos las corridas es como quitarle al escalador la montaña y los riesgos de caer. Es también quitarles el gozo de la gracia de la astucia, la que permite hacer chistes al pie de la muerte. Esto es precisamente lo que hay que encarar. Hay que hacerlo con la convicción de que en una sociedad democrática no puede haber ningún gozo que esté basado en hacer sufrir a otro, sea animal o humano porque ese gozo nos disminuye a todos, a los humanos y a nuestros otros congéneres vivos y sensibles en la tierra, a quienes llamamos animales.

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