Cosmopolita

Publicado el Juan Gabriel Gomez Albarello

¿Podrían ambas partes tener razón?

Usualmente, esta pregunta es respondida negativamente. En materia moral y jurídica, lo cual tiene enormes repercusiones en la política, el racionalismo de la cultura occidental tiende a afirmar que no le cabe sino a una de las partes tener la razón. Si la razón es una y no más que una, entonces no cabe concebir que en un conflicto –en un litigio, en un duelo o en una guerra– ambas partes puedan tener razón. Es posible, sin embargo, que esta posición no sea más que la expresión de un prejuicio racionalista contra el desacuerdo.

Admitir que ambas partes pueden tener razón puede tener consecuencias importantes en la actitud de los involucrados en un conflicto, así como en la de terceros observadores. Esa admisión podría contribuir a una actitud de mayor humildad y de menos intransigencia respecto de los reclamos de los otros y, por lo tanto, a una mayor disposición para encontrar una solución por la vía de la aveniencia y el compromiso.

No querría, por decir todo esto, ser tomado por un abogado de un relativismo moral, uno que reduce la escogencia de un curso de acción a una decisión existencial carente de fundamentación racional. Mucho menos querría darle sustento al relativismo bastante chabacano que se ha extendido al amparo de una mal entendida idea de tolerancia hacia las opiniones de los demás. Sin embargo, tengo que conceder que si la tesis según la cual ambas partes pueden tener razón se trivializa, muchos de los involucrados en una disputa sacarían partido de ella para arropar su posición con el nombre de la razón y de la justicia, no importa cuán inicua pudiese ser esa posición. En tal caso, las diferencias podrían continuar siendo más, no menos, intratables, quedando su resolución librada al uso de la fuerza o de maniobras procedimentales.

Aunque este riesgo es considerable, no es menos cierto que la inflexibilidad de quienes disputan con otros alegando que ellos y sólo ellos tienen una justa causa es un enorme obstáculo a la paz y a la realización de la justicia. La tesis de la justicia de ambas partes podría servir de corrector de esa inflexibilidad e incluso de la distorsión auto-interesada de los argumentos morales. En este último caso, lo que uno tiene que hacer es mostrar la inconsistencia con la cual se justifican ciertas posiciones sin tener que comprometer por inconsistente la posibilidad de que ambas partes puedan tener razón.

La historia de esta tesis no es muy larga, pero puede resultar ilustrativa de su importancia. Puede servir también para encontrar puntos de contacto con otras tradiciones en las cuales se puede aceptar que ambas partes tengan razón, sin que por ello uno incurra en una insuperable contradicción.

En el Siglo XVI, el jurista Alberico Gentili dio un paso muy importante al proponer que en un conflicto en el cual fuese difícil adjudicar en favor de una u otra parte y en el cual la finalidad perseguida por ambas fuese la justicia, las partes involucradas no podían ser consideradas injustas. De ello se sigue que del mero hecho de que estuviesen opuestas una contra otra no sería posible deducir que una de las partes fuese justa y la otra no.1

Quizá la forma de escribir en esa época y, por lo tanto, nuestra falta de hábito con ese estilo, impida que el texto de Gentili se abra fácilmente a la interrogación de un lector contemporáneo. Gentili parece dar rodeos mientras alude a la opinión de varios juristas de su época y de siglos anteriores, y uno siente que su tesis central se pierde en el análisis de la variedad de situaciones que toma en cuenta. No obstante, si se repara bien, esa tesis está claramente formulada.

Gentili planteó, “Si es dudoso de qué lado está la justicia, y si cada uno procura la justicia, ninguno puede ser llamado injusto.” Para verificar la corrección de esta proposición, cada uno puede encontrar en el registro de su propia experiencia casos en los cuales fue testigo de una abierta injusticia de una parte hacia otra y también casos en los cuales, incluso conociendo muchos pormenores, no era posible adjudicar de una vez cuál era la parte justa y cuál la injusta. Si lo observado fuese esto último, podríamos considerar, al menos por un momento, que ambas partes actuaron justamente.

Hay, desde luego, situaciones en las cuales una de las partes actúa con malicia, esto es, a sabiendas de que no le asiste ninguna razón que justifique su actuar. Empero, hay muchas otras en las cuales ambas partes, cada una con una percepción distinta y, por tanto, siguiendo un distinto razonamiento, actúan con el convencimiento de que lo hacen justificadamente. De hecho, disputas de toda índole ocurren porque cada uno tiene la disposición de defender lo que considera suyo y porque considera justa esta defensa, uno de los puntos destacados en el análisis de Gentili. Esto es especialmente cierto en el caso de los conflictos armados en los cuales la lucha a muerte requiere de cada uno de los involucrados el haberse persuadido de que actúa correctamente.

Para aplicar su tesis a las leyes de la guerra, Gentili propuso una comparación entre el litigio judicial y la confrontación armada. En el litigio, observó, ambas partes juran que no realizarán acusaciones falsas – es decir, que obran verazmente y con el convencimiento de que les asisten buenas razones. De otro modo, incurrirían en perjurio. Concluido el juicio, a la parte vencida no se la juzga injusta por el mero hecho de que se haya adjudicado en contra suya. ¿Por qué habría de llegarse a una conclusión diferente en los casos en los cuales la disputa no es ante un juez sino por medio de ejércitos? Esta conclusión la basó Gentili en la tesis del jurista Baldo según la cual “la guerra entre los reyes es justa cuandoquiera que el objetivo de ambos lados sea retener la majestad y la justicia.”

Carl Schmitt analizó brevemente la obra de Gentili y puso todo el énfasis en la forma en la cual el jurista renacentista contribuyó a desacreditar la doctrina medioeval de la justa causa y a darle cuerpo a la doctrina moderna, base del derecho internacional europeo, de la igualdad de los justos enemigos.2 Schmitt tuvo buenas razones para proceder de esta manera. En el Capítulo II de su libro De Iure Belli, Gentili definió la guerra de un modo en el que, aparentemente, se deshace del todo de la doctrina de la justa causa. Según Gentili, la guerra es la confrontación armada pública y justa. El estudioso Stefano Pietropaoli observa al respecto, “El adjetivo justa indica la corrección formal, la perfectio del choque. La guerra es la confrontación entre duelistas que se desafían observando las mismas reglas.”3 Sin embargo, ese mismo estudioso llama la atención sobre el hecho de que Schmitt hizo caso omiso del análisis acerca de la justa causa de la guerra que llevó a cabo el propio Gentili. Esto se entiende si uno toma en cuenta que Schmitt usó la obra del jurista renacentista como parte de un arsenal argumentativo dirigido contra del concepto de guerra discriminatoria, que surgió al finalizar la Primera Guerra Mundial.

Para los fines de una discusión sobre la correción moral de posiciones contradictorias, el punto fundamental concierne a la forma en la cual Schmitt asoció el surgimiento de la doctrina del justo enemigo con el relativismo y el agnosticismo. Al hacer esta asociación, Schmitt dejó de considerar todas las implicaciones que puede tener la proposición ya mencionada, “Si es dudoso de qué lado está la justicia, y si cada uno procura la justicia, ninguno puede ser llamado injusto.” Si uno se toma en serio la idea de que no se puede llamar injusto a quien procura la justicia oponiéndose a otro que también lo hace, entonces queda abierta la puerta para sostener que en un conflicto ambas partes podrían tener razón.

Es cierto también que el mismo Gentili dejó sin considerar las aludidas implicaciones. Él era un jurista, no un filósofo moral. Las circunstancias de su vida influyeron en su interés en las leyes de la guerra. En efecto, Gentili era de la fe protestante y, por causa de su fe, tuvo que dejar Italia. Luego de una temporada en Liubliana y en las ciudades universitarias de Tübingen y Heidelberg, Gentili marchó a Oxford donde fue Regius Professor de derecho civil. Allí propuso su teoría de los justos enemigos como un antídoto contra la ferocidad de las guerras religiosas. Sin embargo, no es muy cierto que haya abrazado el agnosticismo y relativismo en materia política. Prueba de ello es que no se identificó con la postura escéptica de Montaigne, a quien cita unas tres veces. Mas no le opuso a ese escepticismo el universalismo de la moral cristiana. Antes bien, en algunos momentos de su polémica con los juristas españoles que justificaron la conquista de los indios de América y de sus tierras, en De Iure Belli, Gentili se refiere a una regla de la humanidad según la cual “se prohibe herir o someter al yugo a aquellos a quienes no podemos acusar de nada más serio que el ser de una raza diferente de la nuestra.” La postura de Gentili no es pues reducible a una u otra posición, lo cual motivó a Benedict Kingsbury a referirse su obra en los términos de una combinación entre el pluralismo pragmático y el compromiso normativo.4 Al tomar todo esto en consideración, es posible postular que la tesis de Gentili acerca de la justicia de ambas partes, si no es ella misma la expresión de una idea de la razón moral según la cual un mismo problema admite varias soluciones, por lo menos conduce a ella.

En el Siglo XX, sin ambages ni salvedades de ninguna clase, Peter Winch formuló la tesis según la cual un conflicto moral admite varias soluciones racionales.5 Winch tuvo el cuidado de separar dos cosas completamente distintas: una, la consistencia que requiere que uno aplique a casos similares la misma regla o principio que uno haya escogido; la otra, la idea de que si la escogencia que uno hizo fue racional, entonces todas las demás personas que obran racionalmente tendrían que escoger la misma regla o principio. Con respecto a lo primero cabe decir que si uno aplica reglas diferentes a casos bastante similares, entonces uno no sólo será llamado inconsistente sino también inmoral. A menos que uno demuestre que los casos que han estado bajo su consideración son sustancialmente distintos, sería prácticamente imposible justificar que le aplique a uno una regla y a otro otra. No obstante, con respecto a lo segundo, de esta demanda de consistencia no se sigue que otra persona en el lugar de uno tenga que llegar a la misma conclusión a la cual uno ha llegado. Su percepción del asunto y, por lo tanto la evaluación que ella haga, puede ser distinta de la de uno, lo cual no implica que esa evaluación sea menos racional.

En un artículo publicado poco tiempo después del de Winch, Chaïm Perelman encontró en el racionalismo occidental la raíz de la confusión entre la consistencia de las propias decisiones y el monismo moral.6 Según Perelman, al asimilar los problemas prácticos a problemas de conocimiento, los filósofos occidentales, de Descartes en adelante, forjaron la creencia según la cual los problemas morales solamente admiten una y no mas que una solución. Actuar moralmente sería actuar de modo consistente con los dictados de la razón. Hasta aquí no habría problema. El problema surge del hecho de que al hallar una solución, uno crea que todas las demás personas hallarán la misma.

En todo esto hay un poco de ironía. Descartes fue también un matemático diestro, familiarizado con la idea de que en el álgebra, a diferencia de la aritmética, una ecuación puede tener más de una solución. En el Siglo XX, un descubrimiento importante en el ámbito de los modelos formales de toma de decisiones interdependientes consistió en mostrar que varias situaciones de conflicto y de coordinación en las cuales están involucrados agentes racionales pueden tener varios equilibrios, esto es, soluciones en las cuales esos agentes, actuando racionalmente, pueden ser indiferentes entre dos o más estados posibles que resulten de sus acciones. A pesar de todo ello, el monismo moral sigue siendo una creencia bastante extendida entre legos y expertos.

Si siguiéramos la opinión de los filósofos racionalistas, deberíamos tomar el desacuerdo entre dos partes como evidencia de que una de ellas está equivocada y de que la otra quizá también lo esté pues no ha sabido exponerle a la parte equivocada cuál es su error. Dicho de otro modo, con un adecuado conocimiento, siempre sería posible llegar a la conclusión de cuál es la parte que tiene la razón y cuál no, cuál es justa y cuál injusta.

La posición de los filósofos racionalistas es, a este respecto, similar a la de los teólogos que disertaban sobre la justa causa. Estos últimos aplicaban sus disquisiciones y razonamientos a determinar cuál era la parte que, siendo injusta, merecía que se aplicara sobre ella todo el rigor y toda la fuerza de la parte que tenía de su lado la justicia. La cantidad de atrocidades que se han cometido al amparo de la guerra justa, a la cual los teólogos le dieron su rúbrica, es muy grande, tan grande que ya en su tiempo Gentili juzgó que era mejor que esos teólogos se dedicaran a asuntos distintos de la resolución de conflictos. Gentili profirió la máxima, “Silete theologi in munere alieno”, la cual podría ser traducida como, “Que los teólogos mantegan silencio acerca de los asuntos que están por fuera de su competencia.” Perelman parece llegar a una conclusión similar con respecto a los filósofos. “Silete philosophi” expresaría la idea de que es bueno pedirle silencio al racionalismo dogmático pues, de otro modo, la solución de los asuntos prácticos podría tornarse impracticable. Sin embargo, su contribución puede ser leída como un intento por llevar la filosofía occidental en otra dirección, una en la cual se encuentre con otras tradiciones en las cuales no existe el mencionado prejuicio racionalista hacia el desacuerdo.

En su artículo de 1966 “Desacuerdo y Racionalidad en la Toma de Decisiones”, Perelman muestra que la forma que tiene Winch de abordar el desacuerdo es idéntica a la del pensamiento judío talmúdico. Perelman trae a colación un texto del Talmud en el cual el Rabino Abba clamó al cielo en nombre del Rabino Samuel diciendo que por tres años hubo una disputa entre la Escuela de Shammai y la Escuela de Hillel, en la cual cada una afirmó tener la correcta interpretación de la Ley. El texto dice que una voz desde el cielo proclamó que ambas interpretaciones expresaban la voz del Dios viviente, pero que la comunidad habría de seguir la interpretación de Hillel.

El punto fundamental de la historia es que ambas interpretaciones fueron consideradas razonables; ambas fueron tratadas con igual estima y consideración. Aunque era necesario tomar una decisión con respecto a cuál de ellas seguir, la interpretación que no fue escogida no fue descartada como irrazonable. En vez de adjudicar el asunto dándole mérito a una interpretación y a otra no, el texto talmúdico se concentró en el problema práctico de coordinar las acciones de los creyentes acerca de la aplicación de la Ley. El mérito, según el texto, estaba en la manera de la Escuela de Hillel de ser amable y paciente, de enseñar tanto su propia doctrina como la de Shammai y, sobre todo, de enseñar la de Shammai incluso antes que la propia.

Estas virtudes dan un peso adicional a la idea de que ambas partes pueden tener razón. Puesto que ambas partes tienen posiciones razonables, es preciso estudiarlas con atención; incluso, es preciso darle más atención a la posición que se controvierte. Sin embargo, es necesario advertir que ese estudio solamente puede rendir frutos con una actitud mental propicia. De ahí el énfasis en la amabilidad y en la paciencia, en contraste con el compromiso beligerante del racionalismo dogmático y con la distante y fría indiferencia del escepticismo.

Un pensamiento y una actitud análogos pueden ser encontrados en la doctrina Jain del multiperspectivismo, anekāntavāda. De acuerdo con esta doctrina, en su forma más natural y pura, la experiencia individual es omnisciente y tiene por ello un acceso directo a la verdad. Sin embargo, por obra del apego y de la aversión característica de cada ser, esa verdad aparece en múltiples formas, por lo cual requiere ser aprehendida desde múltiples perspectivas. Esta doctrina no es equivalente al relativismo cognitivo ni al relativismo moral. Enseña que es preciso discernir la verdad propia de cada perspectiva mediante el análisis lógico y la consideración de la evidencia empírica. Por lo tanto, contiene admoniciones en contra de la idea de que todas las perspectivas son igualmente válidas. No obstante, al insistir en la dependencia de todo conocimiento de la perspectiva desde la cual éste es formulado, aconseja tratar con consideración las perspectivas opuestas, razón por la cual este multiperspectivismo se asocia con la no violencia. De hecho, muchos creyentes Jain apelan a la doctrina como una forma de no violencia intelectual. Se trata pues de una enseñanza en abierto contraste con la arrogancia y la obstinación que abundan la academia, y también en la política.

Para una conciencia secular, estas referencias pueden resultar difíciles de enlazar con la experiencia práctica de un mundo desencantado. El fundamento divino o metafísico de la creencia de que ambas partes pueden tener razón puede ser una curiosidad histórica, sin mucho significado. Sin embargo, no dejaría de ser problemático para una persona secular que un creyente Jain o uno judío tratara sus argumentos con una consideración mayor que aquella con la cual ella tratase los de esos creyentes. La conciencia secular se toma por menos dogmática que la conciencia religiosa y, por lo tanto, más dispuesta a examinar todos los asuntos “sine ira et studio”, esto es, sin encono ni parcialidad. No obstante, muchas veces el pozo de su benevolencia parece seco, dejando a todos los concernidos con un áspero sabor de acritud en la boca. Aunque el agnosticismo puede darle sustento a su actitud de tolerancia, es posible que una mayor benignidad surja de la convicción de que personas razonables pueden alcanzar sobre un mismo problema práctico soluciones distintas, sin que por ello sean menos racionales.

Sin duda, una discusión sobre este asunto podría verse enriquecida por la referencia a casos concretos pues ellos darían mayor claridad acerca del significado y el alcance de la tesis considerada aquí. Peter Winch se sirve de un caso ficticio, el que constituye el meollo de la novela de Herman Melville, Billy Budd. Billy es obligado a dejar el barco mercante en el cual sirve como marinero para enlistarse en otro de la marina inglesa. John Claggart, el maestro de armas del barco, acusa injustamente a Billy de promover un motín. Billy, una persona con limitaciones para expresarse, responde a la acusación de Claggart con un puñetazo que hace que éste se golpee al caer y muera. El capitán del barco, Edward F. Vere, convoca un tribunal marcial y, si bien sabe que la acusación de Claggart era infundada, considera que Billy ha cometido una grave infracción contra la disciplina, por cuya causa debe ser condenado a morir ahorcado.

Winch estima que él no habría condenado a Billy, pero encuentra la posición del Capitán Vere tan razonable como la suya. El caso de Billy Budd tiene como trasfondo hechos previos de amotinamiento bastante graves, que se conocen como los motines de Spithead y Nore. Por el modo en el cual Melville describe a Vere, éste es un personaje meticuloso en relación con el cumplimiento de su deber y, por tanto, especialmente inclinado a juzgar severamente la indisciplina y a prevenir cualquier hecho que la pusiera en entredicho. De allí que el conflicto moral suscitado por el juicio de Billy lo resolviera dándole prioridad al mantenimiento del orden en el barco.

Además de este caso ficticio, para ilustrar la tesis de que ambas partes pueden tener razón, yo quisiera hacer referencia a un caso real, el de la adopción ilegal de Serena Cruz por parte de Francesco Giubergia. Serena había sido abandonada en Manila y llevada luego a un orfanato. En enero de 1988, Giubergia se presentó con Serena ante la Embajada de Italia en Filipinas y afirmó ser su padre. Pidió que, por tanto, la incluyeran en su pasaporte. En Italia, sin embargo, el Tribunal de Menores requirió a Giubergia para que probara que era el padre de Serena mediante el correspondiente examen de sangre. Giubergia no respondió al requerimiento. Su abogado interpuso una excepción de acuerdo con la cual el Tribunal no sería competente para ordenar esa prueba pues ya estaba formalizado el vínculo familiar entre Serena y los Giubergia. El Tribunal rechazó la excepción y luego, a pedido del Ministerio Público, ordenó que Serena fuese entregada a un hogar de cuidado temporal. La decisión fue confirmada por la Corte de Apelación de Torino en enero de 1989. Durante todo este tiempo, los Giubergia involucraron a la prensa con el fin de obtener la simpatía y el apoyo de la opinión pública. La opinión, sin embargo, se dividió entre quienes consideraban ilegal la adopción y apoyaban al tribunal, y quienes estimaban que sería traumático para Serena que fuera separada de su familia adoptiva, no importa cuán irregular hubiese sido el procedimiento de adopción.

El aspecto más interesante de la decisión judicial es que tuvo que resolver una auténtica aporía. Por un lado, si el Tribunal hubiese consentido que los Giubergia mantuvieran consigo a Serena, ello le habría dado un incentivo a muchas personas para realizar adopciones ilegales pues habría dado fundamento a la expectativa de que el Tribunal haría lo mismo en su caso. Por otro lado, a la vista de la anterior argumentación, la decisión del Tribunal hacía de Serena el medio a través el cual se fijaba una política de cero tolerancia hacia las adopciones ilegales, por lo cual negaba el principio de especial consideración que ella debía tener como menor de edad. En términos kantianos, el Tribunal estaba en una situación en la cual cualquier elección que hiciera suponía violar o el imperativo categórico que pide examinar si la máxima de acción se puede convertir en una ley general o el imperativo categórico que ordena tratar a todas las personas como fines en sí mismas y no sólo como meros medios. La decisión del Tribunal era pues una decisión trágica. No había forma de que eludiera la violación de un principio moral.

Los jueces eran plenamente conscientes de esta dificultad. Su razonamiento puede ser tomado como un vivo testimonio de la humildad que le asiste a quienes creen que la tesis que desestimaron es tan razonable como la tesis que acogieron. Vale la pena citar aquí el aparte relevante al asunto aquí considerado.

“Serena no es ‘hermana’ sólo de Nasario [otro hijo adoptivo de los Giubergia]. Es hermana de otros muchos niños, cuyo destino no puede ser puesto en peligro por la solución del ‘caso’. Los jueces son profundamente conscientes de esto y sienten que tienen encima una gran responsabilidad. Se dan perfectamente cuenta de los pliegues humanos del caso; pero no creen, en conciencia, poder decidir de otro modo. No pretenden tener el monopolio de la verdad. Han meditado mucho porque el caso es delicado, díficil, lacerante. Han concluido que su deber consiste en decidir teniendo en cuenta no sólo a Serena, sino a los muchos niños a quienes esta ley está destinada a proteger.”7 (Las cursivas son mías.)

Una de las implicaciones más importantes de la tesis según la cual ambas partes pueden tener razón es la de revisar el lugar que tiene el principio de no contradicción en el razonamiento moral. En la filosofía moderna, este principio es el punto de apoyo básico de las teorías morales que procuran darle un fundamento racional a las normas. Dicho de modo figurativo, el principio de no contradicción es el que efectúa que el agente moral despierte del letargo de sus deseos e intereses a la comprensión de la realidad de la ley moral. En otras palabras, es el que hace que el agente moral se ‘ilumine’.

Pensemos, en primer lugar, en el primer imperativo categórico kantiano. Se trata de un principio que opera como criba del razonamiento moral. Como se sabe, la teoría moral kantiana plantea que si la generalización de una máxima produce consecuencias indeseadas, entonces ese máxima no puede ser reputada moral: ella contradice las consecuencias positivas que la teoría moral postula se siguen del cumplimiento del deber. Por tanto, si miramos más al detalle el planteamiento de Kant, el trabajo de depuración del razonamiento moral no lo hace sólo el principio de universalización sino también, y en buena medida, el principio de no contradicción.

Consideremos ahora el fundamento de las normas morales que proporciona la ética del discurso. Apel y Habermas cuestionan a Kant creer que un individuo pueda determinar el contenido de las normas morales mediante el uso del primer imperativo categórico sin ninguna clase de mediación social. De acuerdo con estos filósofos, la mediación más básica del razonamiento moral es la que proporciona el lenguaje. Puesto que ese razonamiento se realiza mediante el mismo lenguaje, es preciso tomar nota de la forma en la cual para participar de una interacción social mediada lingüísticamente es preciso aceptar de antemano los presupuestos que hacen posible esa interacción.

Apel y Habermas se sirven de la idea elaborada por Jaako Hintika de contradicción performativa.8 Si el contenido de una afirmación contradice los presupuestos que hacen posible formularla, entonces quien profiere esa afirmación niega lo que hace posible que esa afirmación pueda ser entendida. Esto es bastante abstracto, pero puede ser aclarado con un ejemplo. Un presupuesto de la comunicación, no importa que sea muchas veces violado, es que cuando uno afirma algo, esa afirmación es veraz. La posibilidad de que un mentiroso engañe a otro depende justamente de este presupuesto. En condiciones normales, uno asume que los otros hablan de manera veraz y que los otros asumen que uno también lo hace. Este presupuesto de veracidad quedaría en entredicho por la afirmación “estoy muerto”. Si estuviera muerto, no podría afirmar que lo estoy. Luego, el contenido de la afirmación contradice los presupuestos lingüísticos que hacen inteligible mi afirmación. Algo similar ocurre con la paradoja de Epiménides: “estoy mintiendo” o “todos los cretenses son mentirosos” [Epiménides era cretense]. Quien afirma que está muerto o que está mintiendo incurre pues en una contradicción performativa.

Al participar en una discusión, según Apel y Habermas, uno acepta presupuestos tales como que la única fuerza que se admite es la del mejor argumento. Quien niega un presupuesto semejante incurre por ello en una auto-contradicción. Mediante el uso del lenguaje niega lo que el lenguaje le pide que acepte para que la comunicación se realice. De nuevo, el principio de no contradicción es el punto de apoyo del razonamiento moral. Es el mecanismo que efectúa la iluminación del agente moral.

En todo esto hay una reminiscencia del método argumentativo usado por Sócrates en sus primeros diálogos: el método de la refutación, conocido posteriormente como elenchos. Sócrates procuraba que sus interlocutores incurrieran en una contradicción para que advirtieran la precariedad de las posiciones que defendían. Al derivar implicaciones de la posición inicial que el interlocutor consideraba inaceptables, ese interlocutor era despertado del sopor producido por la adherencia dogmática a sus prejuicios.

La radicalidad de la tesis de Wich radica justamente en considerar que no es suficiente usar el principio de no contradicción para evaluar los juicios morales. Tampoco sería suficiente para generar las condiciones adecuadas para llegar a un acuerdo racional. Un agente moral tendría que ser capaz de considerar que otros agentes morales racionales pueden haber llegado a soluciones distintas al problema moral que ha dado lugar al conflicto entre ellos. Esto es, tendría que considerar que, a pesar de ser contradictorias, esas soluciones podrían ser igualmente racionales.

Para críticos de Winch, esta pluralidad de soluciones es imposible.9 No hay modo en el cual en una misma situación dos personas puedan llegar a conclusiones diversas. Lo que estos críticos suponen es que la perspectiva moral es única, no múltiple. Lo que Winch, Perelman y, en cierto modo Gentili, ponen de presente es que este es un supuesto que no es de fiar. Percepciones distintas de un mismo fenómeno conducen a evaluaciones distintas. Si uno tiene la suficiente paciencia y benevolencia para tratar las posiciones opuestas y reconocer, si es el caso, su racionalidad, lo que esa actitud aconseja es el compromiso y la aveniencia.

Al escribir todo esto pienso en las demandas incompatibles de israelitas y palestinos, de hindúes y musulmanes en India, de extremoderechistas y extremoizquierdistas en Colombia. Quizá la idea de que ambas partes pueden tener razón pueda servir para reducir el abismo que separa esas posiciones opuestas.

Con este ánimo he publicado en este blog el texto de Alberico Gentili La Guerra Librada de Forma Justa por Ambas Partes y el de Chaïm Perelman Desacuerdo y Racionalidad en la Toma de Decisiones. Espero que estos textos sirvan para iluminar lo que el prejuicio contra el desacuerdo oscurece.

1Gentili, Alberico. [1580]2009. “That War May Be Waged Justly by Both Sides.” M. G. Forsyth, H. M. A. Keens-Soper, and P. Savigear (eds). The Theory of International Relations: Selected Texts from Gentili to Treitschke. New Brunswick: NJ: Aldine Transaction, pp. 25-29. El texto original corresponde al capítulo VI del Libro III de su obra De Iure Belli (El derecho de la guerra).

2Schmitt, Carl. [1950] 2002. El Nomos de la Tierra en el Derecho de Gentes del Jus Publicum Europeum. Parte III, Capítulo 2. Granada: Editorial Comarés.

3Pietropaoli, Stefano. 2008. “Mitologie Del Diritto Internazionale Moderno. Riflessioni sull’interpretazione Schmittiana della Genesi dello Jus Publicum Europaeum.” Quaderni Fiorentini per la Storia del Pensiero Giuridico Moderno, 38: 465-498.

4Kingsbury, Benedict. 1998. “Confronting Difference: The Puzzling Durability of Gentili’s Combination of Pragmatic Pluralism and Normative Judgment.” American Journal of International Law 92 (4): 713-723.

5Winch, Peter. 1965. “Universalizability of Moral Judgments.” The Monist 49 (2): 196-214.

6Perelman, Chaïm. 1966. «Désaccord et rationalité des décisions.» Archivio di Filosofia 87-93; reimpreso en 1968. Droit, Morale et Philosophie. Paris: Librairie Générale de Droit et de Jurisprudence, pp. 103-109.

7Este aparte de la decisión aparece citado en el libro de Gustavo Zagrebelsky ([1992]1995) El derecho dúctil: Ley, derechos, justicia. Madrid: Trotta, 143.

8Hintikka, Jaako. 1962. “Cogito, ergo sum: Inference or Performance?” Philosophical Review 71 (1): 3-32.

9Alweiss , Lilian. 2003. “On Moral Dilemmas: Winch, Kant and Billy Budd .” Philosophy 78 (304): 205-218.

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