Cosmopolita

Publicado el Juan Gabriel Gomez Albarello

Por qué es grave la deslealtad del expresidente Uribe y sus seguidores

Es notoria la deslealtad del expresidente Álvaro Uribe hacia la Constitución y hacia las instituciones que ella establece.

Durante la pasada campaña presidencial, lanzó falsas acusaciones contra Juan Manuel Santos y Germán Vargas, sus rivales políticos, y nunca se retractó. Hizo mofa de la competencia de la Fiscalía para investigar sus denuncias. Evadió toda responsabilidad acerca de la forma en la cual personas de su partido se vieron envueltas en actividades de espionaje.

Por cuenta de la inoperancia de la Comisión de Acusaciones de la Cámara de Representantes, el expresidente sigue exento de responder por la forma en la cual los servicios de inteligencia fueron instrumentalizados para perseguir y desprestigiar a defensores de derechos humanos y miembros de la oposición, así como para entorpecer la acción de la Corte Suprema de Justicia. Y ni hablar de los métodos que usó para lograr la aprobación de la reforma constitucional que permite la reelección presidencial, un asunto todavía a la espera de una resolución judicial completa.

Durante su presidencia, Álvaro Uribe introdujo el concepto de “estado de opinión”, una idea vaporosa que tiene mucha afinidad con la del “estado del líder”. En efecto, una tras otra, todas las formulaciones inacabadas e imprecisas del “estado de opinión” remiten a la necesidad de que el Estado funcione vía el contacto permanente entre el presidente y la población de una forma en la cual las demás instituciones, sin ser abolidas, devienen casi que superfluas.

El “estado del líder” (Führerstaat) es otra formulación del “principio del líder” (Führerprinzip), una idea que hizo carrera en Alemania gracias a Hitler y sus acólitos, incluido el mayor acólito filosófico, Martin Heidegger. Éste, en sus seminarios sobre teoría política del período 1933-1935, planteó que “el estado del líder significa el fin de un desarrollo histórico: la realización del pueblo en el líder.”

Dudo que el mayor acólito intelectual de Uribe, José Obdulio Gaviria, haya hecho formulaciones semejantes. No sólo chocharían con la sensibilidad contemporánea y el gusto local. También serían incongruentes con la forma misma de ser de ese líder, uno que se apropió a su modo de la llamada Tercera Vía, pero que siempre la promovió en forma dimunitiva, i.e. sus “tres huevitos”.

De lo que no tengo duda es que el ideario del “estado de opinión” trastoca y confunde los principios de la democracia con un sistema de identidades – el del pueblo con su líder. Tampoco dudo de que ese ideario continúa vigente en la mente del expresidente Uribe y de sus seguidores. De otro modo, tendrían que admitir para sí mismos que vano fue todo el esfuerzo por construir un centro de pensamiento dedicado a promoverlo y vano también haberse convertido en un partido político para realizarlo.

Todas las extremas son desleales – incluida la extrema izquierda, como aquella con la cual se negocia en La Habana. Pero en el caso de la extrema derecha hoy en Colombia la gravedad del asunto radica en que tiene voz y voto en la Cámara y en el Senado. De esta extrema hemos de esperar que se comporte como lo han hecho todas. Valga pues como admonición este recuento de los primeros años de la República de Weimar.

Es sabido que al final de la Primera Guerra Mundial los vencedores le impusieron a Alemania los términos de un acuerdo de paz indecoroso. Lo que no se conoce bien es la forma en la cual la extrema derecha explotó la situación para poner todo el peso de la firma de ese acuerdo en cabeza del centro-izquierda, esto es, de la socialdemocracia.

Una vez que el Tratado de Versalles le fue entregado al Parlamento alemán para su aprobación, el entonces Primer Ministro, Philippe Scheidemann, lo denunció como un “plan asesino” y abogó por su rechazo. Otros miembros de su partido no compartían su posición pues temían que los Aliados decidieran invadir Alemania y luego impusieran términos más severos.

El Jefe de Estado, el socialdemócrata Friedrich Ebert, decidió entonces consultar al Comando Supremo del Ejército alemán acerca de la situación. Paul von Hindenburg, el Jefe del Estado Mayor, acogió la opinión de su subjefe, Wilhelm Groener, según la cual el ejército alemán no estaba en condiciones de resistir una invasión aliada y que lo mejor era firmar el tratado. Sin embargo, Hindenburg se negó a firmar un documento con esa opinión y le pidió a Groener que fuera él quien lo emitiera.

Luego de recibir ese informe, Ebert le encomendó al nuevo Primer Ministro, Gustav Bauer, que tramitara la aprobación del Tratado en el Parlamento. Lo que siguió lo describe así la historiadora Hannah Vogt:

“La Asamblea Nacional alemana, por 237 votos contra 138, aceptó el borrador como una paz impuesta, no como un tratado, el 23 de junio de 1919. En esa ocasión, los partidos de derecha usaron tácticas que luego se tornaron familiares. Habiendo comprobado que había una mayoría suficiente en favor del Tratado (al cual ellos mismos no le veían alternativa), se declararon unánimemente en contra, de ese modo estableciendo su inocencia a los ojos de la nación. Tristemente, este uso de una demagogia barata y desvergonzada resultó exitosa.”

Para contrarrestar la propaganda monarquista y reaccionaria, el gobierno alemán publicó el libro Antecedentes del Armisticio en el cual quedaba en evidencia la imprevisión e irresponsabilidad del Estado Mayor y el hecho de que, sin un cese al fuego, la consecuencias de la continuación de las hostilidades habrían sido mucho peores. Un observador de la época comparó la ineptitud del comando alemán con la de los atenienses en Siracusa y la de los franceses en Moscú.

En noviembre del mismo 1919, Hindenburg fue citado a comparecer ante una comisión del Parlamento que investigaba las causas de la derrota alemana en la guerra. En acuerdo con Ludendorff, Hindeburg leyó una declaración que sirvió para propagar el mito de la cuchillada por la espalda.

En esa declaración, Hindenburg omitió por completo el papel de Ludendorff pidiendo un armisticio en septiembre de 1918 y su mismo papel ante el gobierno demandando negociaciones de paz. Toda la responsabilidad la hizo recaer en el posterior gobierno republicano, que había pedido la abdicación del Kaiser Guillermo II.

La veneración del público hacia el “héroe de Tannenberg” impidió que los parlamentarios cumplieran su papel. Hindenburg ignoró todos los intentos que hizo Georg Gothein, un miembro de un partido de centro, por pedirle aclaraciones. Salió del recinto con su aura intacta. Inmediatamente, los periódicos de derecha reprodujeron la declaración de Hindenburg y, de ese modo, contribuyeron gravemente al desprestigio del gobierno presidido por los socialdemócratas.

De ti habla la historia. La retórica incendiaria acerca de la amenaza castro-chavista y tantos otros embelecos por el estilo solamente pueden prosperar en un espacio público en el cual sus proponentes no admiten preguntas o las evaden. ¿Cómo olvidar la frase, “otra pregunta, amigo”?

¿Qué decir de las incongruencias y patentes contradicciones acerca de la posición del expresidente Uribe en muchos temas? Basta recordar la forma como cuestionó al gobierno de Santos por su posición acerca del fallo de La Haya en el conflicto con Nicaragua, luego de que en la cumbre presidencial del Grupo de Río en República Dominicana públicamente le dijo al Presidente Ortega que el Estado colombiano acataría ese fallo. Recientemente el senador Guillermo García Recalpe le recordó al expresidente Uribe que el gobierno que él presidió había promovido la venta de Isagén. Así las cosas, es difícil aceptar su papel de adalidad de la moralidad pública y de defensor de los recursos públicos.

Al considerar sus fines y sus métodos, es dable concluir que el expresidente Uribe y su movimiento político socavan la democracia. Por la salud de nuestras instituciones, es necesario y conveniente que el senador Iván Cepeda confronte al senador Uribe en el debate convocado el próximo 18 de septiembre.

Desde luego, hace bien uno en preguntarse, ¿acaso no ha de buscarse la reconciliación de todos los colombianos con todos los colombianos? Y la respuesta ha de ser un sí rotundo. Mas esa reconciliación ha de tener unas bases firmes en la lealtad y honestidad con la cual se discuten los asuntos públicos. De esa discusión puede salir un nuevo entendimiento y un nuevo acuerdo acerca de la forma como deben funcionar las instituciones. No hay ningún sistema político que no pueda ser objeto de reformas. Pero esas reformas no pueden hacerse con y para aquellos que quieren imponer mediante la confusión y la calumnia un régimen personalista de concentración del poder.

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