Cosmopolita

Publicado el Juan Gabriel Gomez Albarello

¿Es patética la izquierda?

Sin duda. Aunque no tengan nada de enternecedores, muchos de sus gestos son melodramáticos. Pero de la derecha también se puede decir lo mismo, sobre todo cuando se pone sentimental en sus apelaciones al orden y al statu quo, y se desborda en el uso de diminutivos.

Tal vez haya quienes quisieran dirimir la cuestión diciendo, «Todos, de derecha a izquierda, somos patéticos, muy en el fondo de nuestro corazón.» Sin embargo, con un arbitraje como éste, no habríamos resuelto nada. El tema seguiría en el aire. Así que vale la pena plantear de nuevo la pregunta: En el drama de la historia universal o, por lo menos, de la historia colombiana, ¿está la izquierda condenada a interpretar sainetes, novelones y otras piezas de carácter grotesco? En la escena del mundo, ¿sus personajes han de vociferar siempre al tenor de un parlamento tan kitsch como sus atuendos?De partida, quisiera entrar de lleno al tema de la psicología moral de la izquierda y, para la balancear las cosas, también de la derecha. Concuerdo con Botero que en el talante izquierdista palpita el genio de la envidia. Añadiría que muchas veces su moralidad y su temple son las del esclavo: lleno de resentimiento y de deseos de venganza.

No obstante, sería una grosería reducir toda la psicología moral de la izquierda a sentimientos de este tipo, en el sentido en el que lo grosero es lo tosco, lo que en el análisis es falta de finura. Hay por lo menos dos elementos que no pueden quedar por fuera del perfil de los zurdos: uno es el altruismo ‒ algo que Botero también ha notado, pero para criticar; otro es la demanda igualitaria de reconocimiento y de respeto, así como de oportunidades.

Aquí el entronque con la psicología moral de la derecha es directo; es puro enganche. A la derecha se le salta frecuentemente el geniecillo de la arrogancia, esto es, el sentido de que todos los privilegios son naturales, de que todo estaría bien si dejáramos todo como está. Ni hablar de la sospecha que los más ricos no sean necesariamente los mejores. El aire de superioridad del interlocutor se tornará en el ánimo de un chafarote. Anímese a hacer la prueba.

El asunto no es meramente envidia de estatus o de riqueza. Concierne de manera fundamental al chance que haya tenido cada uno para desarrollar sus capacidades y para cosechar los frutos de su propio esfuerzo. La derecha, sin embargo, se empeña en soslayar que en una sociedad desigual un criterio para la distribución del mérito, a veces el más determinante, es la cuna donde se nace, algo que no depende en lo absoluto de las elecciones ni del sentido de responsabilidad del individuo sino, obviamente, de las elecciones de sus padres y también de las de la sociedad a la que se incorpora.

Algo podría sacar en limpio la derecha de la ley que obliga al estado finlandés a entregarle un paquete de maternidad a todas las familias que reciben un recién nacido. Ese paquete no es una caridad para los pobres. Es una obligación del estado para con todas las familias y, por lo tanto, la afirmación de un sentido básico de igualdad en el punto de partida. Este sentido, a su vez, se refuerza gracias a un sistema de educación público, que no es menos sino mucho más eficiente que nuestro apartheid educativo.

En lo que concierne al altruismo, el mejor estándar es el de quienes hacen elocuente su discurso gracias a su práctica. Íconos como el Che Guevara arrastran más de una sombra, pero su vigencia, por limitada que sea, proviene de haberse desprendido de muchas cosas que eran suyas, como su hogar y su familia, no de los bienes de los demás. Sin convertirse en una Madre Teresa, José Mujica le ha devuelto a la palabra generosidad mucho de su contenido y ha logrado ligarla a la palabra felicidad. En un mundo en el cual la prosperidad se confunde con la opulencia y el bienestar con la satisfacción sin freno de todos los deseos, un altruismo como el suyo le daría un respiro a este planeta.

Si todo esto es tan cierto, entonces ¿de dónde provienen los prejuicios de Botero? Es preciso admitir que de un gran contenido de verdad. Tal y como le ocurre a la derecha, a la izquierda el jacobinismo le tuerce la vara con la que mide y con la que calcula. Eso es patente en la forma como interpreta y aplica las reglas, así como en sus llamados a “ponerse la camiseta”, una expresión que bien podría ser traducida como “les tocó sudarla.”

Estas distorsiones del altruismo, no nos digamos mentiras, también abundan en el mundo corporativo de la derecha. Sabido es lo que significa, “tenemos que trabajar como equipo”: nada de horas extras y, mucho menos, ninguna discusión acerca de la forma como se repartirán los costos y los dividendos.

Botero, me parece, pasa por alto el hecho que en estas latitudes el talante de la derecha, tanto como el de la izquierda, es profundamente jacobino. Con honrosas excepciones, de lado y lado, todos han querido hacer la revolución y siempre con guillotina. Eso es evidente en el caso de los revolucionarios armados, pero también es notorio en el caso de los revolucionarios de escritorio: esos petits-Robespierresque desde su respectivo ministerio han querido cambiar a la brava el campo, la industria, el empleo, la salud, la educación y hasta la panela.

La más de las veces, la derecha se queja de las excesivas regulaciones; la izquierda, de su ausencia. Pero, en este país, una y otra comparten su gusto por los subsidios y las cuotas. Con tantas similitudes, ¿no son acaso la una y la otra la misma cosa? La verdad, no lo son, razón por la cual creo que la izquierda podría tener un papel mejor que aquel que le atribuye Botero.

En primer lugar, la izquierda siempre ha hecho suya la demanda de mayor inclusión y participación en la esfera pública. Por eso su causa fue la de los sans-culottes, como ha sido y será la de todos aquellos cuyas prendas le hacen fruncir el ceño al establecimiento. Esta categoría de sans-culottes contemporáneos comprende a los dependientes de peluquerías y también a los que según Botero parecen vestirse como dependientes de peluquerías.

En segundo lugar, la izquierda es el vehículo de demandas de redistribución del ingreso, del respeto y de las oportunidades. Sin embargo, para hacerlas efectivas, la izquierda ha de tomarse en serio el imperio de la ley y también el mercado. En sociedades complejas y plurales, las decisiones de millones de individuos requieren de múltiples mecanismos de coordinación, siendo la democracia apenas uno de ellos.

Lo anterior no significa que el mercado haya de quedar exento de regulación. Hay muchas cosas que el mercado no puede proporcionar por sí solo y sin las cuales funcionaría de un modo limitado y bastante distorsionado. Eso lo saben incluso los millonarios estadounidenses que han apoyado las propuestas tributarias de Barack Obama. Nadie tuvo que explicarles que su capacidad de generar riqueza depende de un acumulado de capital humano, infraestructura e instituciones que cuesta producir y sostener.

Lo que dicen esos millonarios no es nada nuevo. Línea por línea puede ser encontrado en el evangelio liberal de Adam Smith, incluida la propuesta de financiación estatal de la educación pública. Aquí en Colombia, por el contrario, estos no son temas sino anatemas, propuestas reprobables de la herética izquierda. Qué precaria es nuestra vida política, ¿no es así?

Además de la bandera roja, la izquierda está llamada a izar, como lo ha hecho, la bandera verde. No sé que experiencias hayan motivado a Botero a encontrar el “ecomamertismo” tan chocante. A mí, por el contrario, diez días en la zona rural de Rockford (Illinois) me enseñaron que todo cuidado es poco a la vista de la profusa destrucción de la naturaleza. En la despensa agrícola de los Estados Unidos, el uso de agroquímicos ha sido tan intenso que todas los pozos y las fuentes de agua han quedado contaminados. Por esos lares, sólo se toma agua en botella. Desde ese entonces, se comprenderá, soy un fiel converso al credo de la agricultura orgánica.

Botero afirma que las culturas indígenas son las mayores depredadoras del medio ambiente. Esto me parece contraevidente. Una cosa es el conjunto de casos que Jared Diamond discute en Colapso; otra la generalización apresurada consistente en meter a todas las culturas aborígenes en ese mismo saco. Antes bien, donde hay pueblos indígenas, la probabilidad de encontrar fuentes de agua no contaminada es mayor que en las zonas y regiones donde fueron exterminados o expulsados.

Muy ecofóbico, Botero también afirma que hay una relación positiva entre crecimiento económico y protección de la naturaleza. A este respecto, la evidencia disponible indica lo contrario: a mayor crecimiento, mayor es el tamaño de la población y mayor es el número de especies extintas. Y, para terminar, eso de que Canadá es uno de los mejores modelos de la explotación sostenible de sus recursos naturales, yo no lo creo. El gobierno del Primer Ministro Stephen Harper se ha empeñado en diluir y ablandar todas las restricciones ambientales, así como en poner toda clase de trabas a los científicos para compartir sus hallazgos y difundirlos a la opinión pública.

Contrario a lo que opina Botero, yo no encuentro a la izquierda tan patética como él la pinta. Pero esto que digo sólo vale para mí. Sin un discurso claro y sin coherencia práctica con ese discurso, yo tendría que concederle a Botero toda, todita toda la razón. Una primera prueba ácida serán las elecciones de marzo. A la luz de sus resultados, uno de los dos tendrá que calibrar sus conjeturas.

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