La sociedad colombiana sería una mejor sociedad, una verdadera sociedad y no una mera agregación de individuos, codo contra codo, si todos cerraramos filas en torno a la defensa de la vida, la integridad y la libertad de Fernando Londoño.
Mucho me temo que falta mucho para semejante logro porque desde las extremas, las de la izquierda y la de la derecha, se justifica la muerte de otros. Por eso, a dos semanas del atentado contra Fernando Londoño, es bueno volver a insistir en que ese ataque en su contra nos hace menos sociedad, menos comunidad política, menos democracia. Ese atentado a todos nos disminuye. También nos debería convencer de que las negociaciones de paz con las FARC no tienen un buen prospecto, de que, así como están las cosas, negociar con las FARC sería el peor negocio.
En Colombia hay una tradición nada venerable de justificar que maten a otros. No es, desde luego, una tradición ininterrumpida. Ha habido lapsos de respeto y de entendimiento, islotes de civilidad. Sin embargo, sería un craso error atribuirle al conflicto armado que arrastramos desde los años 1960s el haber generado la odiosa disposición de devaluar la vida desde la extrema izquierda o desde la extrema derecha. En los años que precedieron a La Violencia, liberales y conservadores destruyeron a sus adversarios con la palabra. No tuvieron miramientos para llenar páginas y páginas con la noción de que no podría haber orden, civilidad, sociedad con el otro. Como en otras guerras civiles en otros tantos lugares del mundo, ese fue el preludio de numerosos actos de atroz destrucción física.
Poco se ha hecho para pedirle cuentas a los energúmenos que luego se sentarían en el canapé republicano. Nada se ha dicho para fustigar la loa de Alfonso López Michelsen a Carlos Lleras Restrepo, el encomio a la orden de no darle la mano a los conservadores. No podemos cometer el mismo error. Las bases de la civilidad quedarían en entredicho si no expresamos rotundamente nuestra indignación frente al atentado contra Fernando Londoño.
No nos podemos equivocar tampoco en nuestras exigencias a las FARC. Me parece un despropósito la prisa por aprobar un marco jurídico para la paz cuando las FARC guardan silencio frente a este hecho.
Lo dicho no implica prisa por atribuirles la autoría de este crimen. En gracia de discusión, supongamos que no fueron las FARC las responsables del atentado de hace quince días en el que murieron cinco personas y otras diez quedaron heridas. No obstante, con su silencio pareciera que las FARC quisieran que creyéramos que tienen de nuevo el poder para intimidarnos en las ciudades.
Pero no es sólo un parecer. La Policía Nacional ha desactivado un carro bomba y ha detenido a un desmovilizado con explosivos. ¿Puede haber proceso de paz en estas condiciones? No lo creo. Se requiere de más diálogo con las FARC para que podamos empezar a dialogar. Se precisan muchas más palabras y más actos, más demandas de responsabilidad y más respuestas acerca de la intangible diferencia entre combatientes y no combatientes.
Defender la vida, la integridad y la libertad de Fernando Londoño no significa estar de acuerdo con él ni mucho menos darle carta blanca para que sea el vocero de nuestra indignación. Él, lo sabemos, no es un hombre ejemplar. Ha sido condenado en juicio por la compra ilegítima de las acciones de Invercolsa. Fue inhabilitado por la Procuraduría para ocupar cargos públicos durante quince años por haber incurrido en abuso de autoridad y conflicto de intereses luego de haber hecho gestiones en favor del consorcio italiano Recchi. Su condición de víctima no borra la mácula de su figura pública.
Fernando Londoño la quiere borrar. “Dios me tiene una misión especial.” Si un funcionario del estado lo sacó de las grandes ligas de la política por la puerta de atrás, ¿ahora Dios le abre la puerta grande? Pero, ¿cómo sabe Fernando Londoño que esa es la voluntad de Dios? ¿Por qué tiene una certidumbre tan firme que le permite declararla? Yo no tengo certidumbres como esa, pero me atrevo a decir cosas que muchos tenemos por ciertas: Fernando Londoño se ha hecho conocer por su arrogancia y su intolerancia, y es una pena ver que así lo sigamos conociendo.
Sometida a un juicio por herejía, sus interrogadores le preguntaron a Juana de Arco si estaba en la gracia de Dios. Ella respondió, “Si no lo estoy, que Dios allí me ponga y, si lo estoy, que Dios allí me tenga.” Tan luminosas fueron sus palabras que ellas han atrevesado los siglos. George Bernard Shaw transcribió su respuesta –ésta y otras tantas– en el drama que dedicó a Juana de Arco para que el mundo no se olvide de la inteligencia ni de la humildad de “la doncella de Orleans”.
Nosotros no deberíamos olvidarnos de la arrogancia de Fernando Londoño ni hacer caso omiso de su espíritu de cruzada. No podemos ser indiferentes a su designio de sobreviviente porque allí también hay una amenaza a la civilidad.
Para el sobreviviente, el mero hecho de no perecer tiene que tener sentido. El sobreviviente encuentra en su sobrevivencia un propósito para seguir viviendo. Si, contrario a la suerte de otros, él ha escapado de la muerte, es porque hay una razón para la continuación de su vida.
Para agnósticos como yo, proposiciones como éstas son problemáticas. Los agnósticos no encontramos en la vida un sentido distinto del que los seres humanos hemos puesto en ella. Somos los seres humanos quienes le damos sentido al mundo y siempre de una forma incompleta.
Para efectos de un diálogo con creyentes, esto es, con quienes creen que los eventos que hacen parte del discurrir de la vida tienen que hacer parte de una cadena que torne lo irrevocable del pasado en un destino, los agnósticos siempre podemos preguntarles acerca del sentido que han encontrado. ¿Qué los hace seguros de que el sentido hallado sea ese y no otro? Si invocan una autoridad superior para justificar su creencia, ¿por qué hemos de creerles cuando afirman haber hecho una interpretación correcta de su designio?
En el caso de Fernando Londoño no hay razones, ni escrituras siquiera, que justifiquen la autoridad de su interpretación. La única autoridad que afirma que Dios le tiene una misión es él. Él es quien ha hecho de su sobrevivencia la fuente de una autoridad que no tiene. ¿Por qué no hemos de pensar que la circunstancia de no haber perecido en el atentado en su contra sea más bien una oportunidad para que enmiende sus errores, para que corrija su arrogancia y su intolerancia? Pero no es en la disposición modesta y razonable donde Fernando Londoño encuentra su sentido sino en el fuego de una causa. El problema para nosotros, los que con él seguimos vivos, es que se trata de una causa que justifica prender incendios.
Los lectores interesados podrán encontrar en la obra de Elías Canetti Masa y Poder una radiografía de la figura del sobreviviente. En las horas de desconcierto y confusión que han seguido al atentado contra Fernando Londoño se nos impone elaborar una radiografía de la extrema derecha (una que incluya su obsesión con el fuero militar y con el discurso de “tumbar el régimen”). Se nos impone entablar un debate y también una exigencia porque no puede haber discusión donde la palabra atiza el fuego que destruye la palabra.
¡Qué lástima! Hay tantas otras cosas interesantes que hacer con la derecha (no con la extrema, aclaro, sino con la conservadora). Yo mencionaré el continuar el diálogo acerca de la modernidad, de sus desmesuras y de sus inconsistencias, y el disfrutar de un estilo de decir las cosas.