Cosmopolita

Publicado el Juan Gabriel Gomez Albarello

En busca del justo medio: a propósito del debate sobre la respuesta correcta a la agresión cometida por Hernán Darío “el Bolillo” Gómez

Yo cuestiono al Bolillo y también al país del linchamiento moral y al de la franca irresponsabilidad


La agresión física que cometió el Hernán Darío “el Bolillo” Gómez contra una mujer ha sido uno de los incidentes que más debate ha generado en el país. La gama de opiniones es bastante rica: incluye razonamientos muy mesurados pero también posiciones extremas.


Algunas de esas posiciones son fáciles de cuestionar. Así sucede con la franca irresponsabilidad de los jugadores de la Selección Colombia de Fútbol de mayores. Más difícil es cuestionar la posición de quienes se benefician del linchamiento moral, así como la de quienes lo aplauden y apoyan.


En esta entrada yo quiero cuestionar las posiciones de unos y otros. También quiero proponer la que considero es un justo medio en todo este debate, una posición que resumiría en la siguiente tesis: el Bolillo Gómez ha hecho bien en renunciar; debería además someterse a una terapia con una experta en temas de agresión y, como muchos otros seres humanos, el Bolillo merece la oportunidad de rehabilitarse, en vez de ser condenado a la muerte civil.


Vale la pena recordar aquí que en 1994, luego de la debacle de la Selección Colombia en la Copa Mundial de Fútbol en los Estados Unidos, el Bolillo le deseó la muerte a un periodista crítico de su desempeño. Se trata de un incidente relevante para el caso que nos ocupa porque resalta la necesidad de que el Bolillo revise cuán arraigada es la actitud suya de enfrentar los cuestionamientos a su trabajo o su persona con la agresión. Sin embargo, yo creo que, como en el caso de otros agresores, él merece la oportunidad de tratarse en el marco de una terapia, de curarse y de reintegrarse a la sociedad.


Mi tesis puede estar equivocada, pero no podré saberlo hasta exponerla en este debate público acerca de un incidente crucial como éste.


Comienzo por lo menos debatible: en este país la irresponsabilidad es un patrón cultural muy arraigado. La palabra responsabilidad es usada muy irresponsablemente. No sé cuántas veces los colombianos hemos escuchado decir a un funcionario público, “yo asumo la responsabilidad de…” sin realmente asumir la responsabilidad de nada.


En otros países caen ministros, incluso presidentes. En el Japón fallas graves en el cumplimiento de los deberes dan lugar a que los implicados se hagan el hara-kiri. Entre nosotros muchas veces los reprobados o reprobables reciben una promoción o aspiran a otra reelección.


Revaluar la palabra responsabilidad se hace con actos, no con palabras. Por eso es tan ofensiva la carta de los jugadores de la Selección y las declaraciones de la Federación Colombiana de Fútbol: porque pretenden tapar con palabras un acto ominoso. Condenas de palabra a la violencia contra la mujer solamente añaden oprobio a la ofensa que ya ha sufrido la víctima: trivializan y devalúan la gravedad del acto de agresión en su contra. La única manera de enmendar un acto ominoso es con actos virtuosos: la renuncia del Bolillo es un primer paso en la dirección correcta de asumir responsabilidad.


Si el Bolillo se sometiera a una terapia daría con ello un segundo paso en esa dirección correcta: le enviaría a la sociedad el mensaje claro de que él se ha tomado la agresión que cometió tan en serio que considera necesario hacer todo el esfuerzo posible para que una agresión semejante no se repita. Ese sería un buen ejemplo después de uno malo.


Desafortunadamente, antes que una terapia, mucha gente ha pedido para el Bolillo otra cosa: quieren que se le imponga la pena de la muerte civil. Querrían que el Bolillo desapareciera para siempre de la escena pública. ¿Cuál es el país que pide esta condena?


Creo que se trata, en realidad, de varios países. Uno de ellos es el país populista que apela a las pasiones más bajas para obtener dividendos mediáticos, políticos, etc., a costa de humillar y condenar a quienquiera que puedan convertir en chivo expiatorio.


Ese país populista del linchamiento moral es el que se satisface cada vez que puede poner el dedo contra alguien porque con ello fortalece su propio ego, su propia auto-estima y también su prestigio social. Es el país que dice, “Mírenme, yo nunca haría una cosa semejante. Yo soy bueno; él es malo. Como yo soy bueno, créanme a mí, voten por mí, sintonicen mi programa de radio, etc.”


Hay otro país que pide la muerte civil del Bolillo, uno más ordinario, menos oportunista: el que confunde la indignación con el odio. Se trata del país que cree que para restaurar la dignidad humana de la víctima hay que destruir la dignidad humana del victimario.


Ya me imagino lo que a estas alturas algunos lectores estarán estar diciendo: “El victimario no tiene dignidad alguna. Por eso merece el castigo más grave.” Yo no creo pecar de ingenuo al defender la dignidad del victimario. Creo que esta defensa surge de una profunda sabiduría compartida por varias tradiciones religiosas y espirituales.


El núcleo de esa sabiduría es éste: Deshumanizar al victimario nos deshumaniza también a nosotros mismos. Nos convierte en todo aquello que no querríamos ser. Nos da la energía moral para convertirnos en verdugos, para transformar al victimario en víctima y a nosotros en victimarios.


Yo he oído a personas de una decidida vocación humanista comparar a los agresores sexuales con orangutanes o con cualquier otro miembro del género de los primates. En Ruanda, para cometer el genocidio contra los tutsi, los hutus destruyeron primero su dignidad llamándoles cucharachas; los nazis, la de los judíos llamándoles ratas. ¿Vamos a persistir en una senda similar de odio contra los agresores?


Recuperar el humanismo en el caso del Bolillo es aprender a sentir indignación sin odio; es reiterar la máxima de Terencio: “Soy humano. Nada de lo humano me es extraño.”


El Bolillo y todos los demás agresores y abusadores son humanos como nosotros. Si quisiéramos destruirlos, hacerlos desaparecer de la faz de la tierra o, por lo menos, de la escena pública, ¿qué sería de nosotros? ¿En qué nos convertiríamos? Creo que un país mejor surgiría de todos los intentos de buscar la rehabilitación de aquellos que han incurrido en los caminos de la violencia y la corrupción.


En la tradición católica, la más familiar para muchos colombianos, la idea del arrepentimiento y el perdón proporciona un marco adecuado para abordar este caso. Si el arrepentimiento del Bolillo es genuino, si ese arrepentimiento se hace manifiesto en un proceso personal de revisión de su conducta en una terapia, creo que la sociedad colombiana puede encontrar un camino para perdonarle y para integrarlo de nuevo a la sociedad.


Como en el caso de un alcohólico que ha superado su adicción, el Bolillo podría ser un muy buen promotor de la lucha contra la violencia hacia la mujer. Antes no. Pedirle que participe en campañas educativas sin que él mismo se haya re-educado es otro de los tantos ejercicios populistas de asumir la responsabilidad de palabra, no de corazón.


Otra tradición que ilumina la senda que podríamos tomar en este caso es la de la no-violencia, tal como fue practicada por Gandhi. Se trata, en realidad, de una tradición que se nutre de otras tradiciones como el budismo, el jainismo e incluso el mismo cristianismo. Gandhi enseñó, “Ojo por ojo y al final el mundo terminará ciego.”


El Bolillo no merece que lo agredan porque él agredió. Alguna gente querría que le pegaran si no en su cuerpo por lo menos en su imagen y quizá también en su espíritu; querría que le destrozaran su dignidad y su estima. ¿No sería mejor para él y para toda la sociedad enseñarle el camino de la no agresión? Educar o re-educar al Bolillo en el respeto de las personas no significa reducir la gravedad de su agresión. Es mostrarle la senda para que él no vuelva a protagonizar hechos semejantes.


Su renuncia a la dirección de la Selección es un paso importante para comenzar a caminar ese camino, pero si él no recorre la senda de su re-educación, esa renuncia no dará fruto. Por el contrario, la semilla de la agresión seguirá latente y volverá a dar otra cosecha de amargura.


El caso del Bolillo nos proporciona una oportunidad para cultivar una actitud diferente que permita superar los extremos de la irresponsabilidad y el del linchamiento moral. Se trata de extremos que se alimentan recíprocamente.


La irresponsabilidad da origen al deseo del linchamiento moral: cuando no se castiga a los responsables, lo que se quiere hacer es lincharlos. Y las cosas también funcionan en la vía contraria: cuando uno ve tanto gesto encopetado, tanta condena que posa de genuina sin serlo, es muy fácil deslizarse al terreno del cinismo y la laxitud: uno condena como moralista toda demanda de responsabilidad.


Los dos extremos son funestos. Este país requiere del cultivo de una actitud moral diferente, la que yo creo es la del justo medio.

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