Tras casi 60 años de conflicto armado, no existe colombiano que, en una u otra medida, pueda decir que es ajeno a la violencia. Y es que la condición social y material de nuestros cuerpos, así no lo queramos, nos expone y hace vulnerables a los agravios y heridas del otro. Se trata, en últimas, de una realidad insoslayable con un calado ético fundamental: ¿Cómo hacer para que la violencia no conduzca a más violencia? En un periplo que avanza entre ética y psicoanálisis, Judith Butler nos ofrece una salida: no precipitar la resolución del duelo y, en su lugar, experimentar el poder transformador de la pérdida.
Allí, en ese intervalo que se abre entre la ofensa y su respuesta, las víctimas y victimarios tienen la oportunidad para abandonar la justificación moral “he sufrido”, a la base de las represalias y el espiral de violencia, y dar lugar a una ética orientada hacia la auto deliberación y promoción de la vida. Una más, de las muchas aristas necesarias, más allá de los diálogos en La Habana, para que la paz y el perdón sean posibles.