El Magazín

Publicado el elmagazin

A Jack Kerouac, un vagabundo demente

2c58165876c69d500f6064559592d580_1464928444

Por: Juan Carlos Garay

Estimado Jack:

Casi me atrevo a decirte “Ti Jean”, que era como te llamaban de niño, porque créeme que me he acercado tanto cuando he leído esos libros tuyos más conectados con la infancia (como Visions of Gerard o La vanidad de los Duluoz) que siento que conozco ese niño interior como si fuera yo. El mérito es todo tuyo, compañero valiente, que un día decidiste hacer de tu obra literaria una gran saga de vida, donde cada libro narrara una época y tú fueras el protagonista. Y ahí estaban tus amigos con los nombres cambiados, para que los editores evitaran eventuales demandas, pero perfectamente reconocibles.

Ese ejercicio tuyo resultó ser fascinante. Como una especie de En busca del tiempo perdido, pero viajando por autopista. Allí donde Proust era contemplativo, tú eras veloz. Mientras Proust se embelesa con cierta sonata para violín, lo tuyo era el jazz. Ese jazz que impregna tu poesía, llena de monosílabos caprichosos (“sweet little dop a la pee / bit bit piano tip…”), pero sin duda también tu prosa cuando se la sabe leer en voz alta y acompasada. Como cuando leíste el final de En el camino en aquella entrevista de televisión de 1959, mientras el genial Steve Allen te acompañaba en el piano. ¡Puro sonido! Ah, Jean Louis Lebris de Kérouac, si hasta para elegir tu nombre literario revisaste que nombre y apellido rimaran: ¡Jack! ¡Kerouac!

La primera vez que leí tu nombre tenía 22 años y era un estudiante de posgrado en Washington. Me llegó, por internet, en una antología de textos de la montaña. Entre varios poemas, fragmentos de diarios y demás piezas que servían de inspiración a los montañistas, aparecieron los capítulos 11 y 12 de Los vagabundos del Dharma. ¿Que la literatura no puede cambiar vidas? ¡Ja! Esa fue mi epifanía, Jack. Esa combinación de trasfondo hermoso, de profunda comunión con la naturaleza, y una prosa tan ágil, tan rítmica que es imposible soltarla:

“Entonces, de repente, todo era como el jazz: sucedió en un loco segundo o así: miré hacia arriba y vi a Japhy corriendo montaña abajo; daba saltos tremendos de cinco metros, corría, brincaba, aterrizaba con gran habilidad sobre los tacones de sus botas, lanzaba ahí otro largo y enloquecido alarido mientras bajaba por las laderas del mundo, y en ese súbito relámpago comprendí que es imposible caerse de una montaña, pedazo de idiota, y lanzando un alarido me puse en pie y corrí montaña abajo”.

Creo que tenía dos opciones: o hacerme fanático del montañismo, o hacerme fanático de Jack Kerouac. Admiro a los montañistas y los considero mis amigos, pero a quienes quisieron verme cargando mi carpa y mi bolsa de dormir por los verdes montes, les recuerdo: tenía dos opciones. Me gasté el dinero en una copia de bolsillo de Los vagabundos del Dharma (todavía la tengo: una edición de Penguin Books con fotos de montañas de Norteamérica) que me leía despacio, porque la estaba leyendo en inglés y me costaba un trabajo enorme, hasta que llegó una noviecita gringa pelirroja que se llamaba Carley, me hizo regresar a la página uno y me leyó todo el primer capítulo en voz alta: ¡Así es como se debe leer, Juan! No tratando de entender palabra por palabra, sino dejándote llevar por el flujo. Recuerdo que Carley paraba y se reía, tomaba aire y seguía…

Esa manera tuya de vivir y de narrar lo que se va viviendo. De vivir lo que sea, al extremo, para tener después qué narrar. Ese oficio aprendido de los escritores de pulp fiction y de cómics, tan pordebajeados, que al tener que entregar cuartillas y cuartillas semanales decidieron convertirse en sus personajes: “Vivir, pensar, incluso soñar las historias como un proceso continuo, hace que las ideas vengan cada vez más rápido”, confesaba Walter Gibson, autor de 285 micronovelas del personaje The Shadow. Ese mismo espíritu lo leo en el último capítulo de Los subterráneos, cuando justo antes de poner el punto final escribes: “Y regreso a casa, habiendo perdido su amor, y escribo este libro”. Escribir como acto físico, indisoluble del aliento, eso aprendí de ti. Como un saxofonista que sopla un largo blues.

Así me dispongo cada vez que escribo: con la cabeza llena de ideas, pero sin olvidar que se escribe con los músculos de los antebrazos, con las falanges. Y con el sonido, Jack Kerouac, con el sonido. Estos ordenadores de ahora son mudos en comparación con tu máquina de escribir Underwood, que debía hacer un ritmo sincopado exquisito durante las largas noches en que escribiste En el camino en un solo rollo de papel.

A comienzos de 2005, cuando ya era un hecho que iba a publicarse mi primera novela, pude ir a Lowell, Massachusetts. Cumplía, de hecho, dos sueños: ver mi libro impreso y visitar tu pueblo natal, entenderte más todavía. Mi amiga Sofía acompañó mi peregrinación hasta el cementerio Edson, en pleno invierno, y supo respetar ese momento de intimidad cuando encendí un incienso en tu sitio de descanso. Se ubicó a muchos, muchos metros de distancia. En un momento sacó su cámara con teleobjetivo y disparó. Hoy le agradezco porque esa imagen es la de un día decisivo en mi vida.

Lo que te dije no lo voy a repetir acá. Lo que me trajo de regreso el viento, tampoco. Esas cosas son solemnes. Escribí mi primera novela como un homenaje al sentido del oído. Luego, en la segunda, me tomé el atrevimiento de ponerte en el epígrafe. Yo no soy ese quijote enloquecido que tú fuiste, yo en comparación escribo como una anciana japonesa, pero no te imaginas la fuerza que me has dado. Acá te confieso, por vez primera, que uno de mis sueños es traducir al español Visions of Gerard, que me arrancaría lágrimas, pero que valdría la pena por dar a conocer en mi idioma ese trozo de alma que dejaste en 100 páginas. A mis 12 años yo escribía cuentos, intuía. A los 22 quise ser escritor como vos, ídolo. Y este año, a mis 42, saldrá mi tercera novela y no dejo de brindar a tu salud, vagabundo demente. Yo también quiero, como dice en tu lápida, honrar la vida.

Comentarios