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Balas de nubes

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Por: Liz Paspur

Eternidad o brevedad, así fue para muchos tener siete años. Canicas, tazos y cartas de Yugi  marcaron a mi generación, pero a los siete años, mientras todos jugaban Nintendo, yo jugaba al columpio en uno de los más espectaculares paisajes que he visto en toda mi vida, inundado de montañas, colores verdes, olor a fresco y un viento frío, muy frío, acariciándome las mejillas. Pero esta no es una historia de paisajes, es una historia de balas, balas de verdad. Mi mamá empezó a trabajar a los 15 años, aunque su sueño era ser pintora. Creció en un hogar donde la última palabra la tenía mi abuelo, quien decidió su futuro, iba a ser licenciada en preescolar.

Así fue como empezó a trabajar muy joven y con los años se presentó al distrito cuando yo apenas tenía cinco años. Mientras ella después de mucho esfuerzo era nombrada para trabajar en una escuela rural, yo soñaba con el ratón Pérez. Es así como el Sumapaz fue nuestro siguiente destino, el páramo más grande del mundo, la localidad más olvidada de Bogotá. Mi padre tenía un taller de confección y estudiaba una Ingeniería, él hizo mi primera maleta, una “mini mochilera” que tenía correas para llevar un sleeping para un ser humano de cinco años; era una maleta diminuta, guerrera, perfecta para mi tamaño.

Dejamos la ciudad, yo con mi mochila y un tamagotchi y mi madre con lágrimas en los ojos. Cuando llegamos el primer día yo solo tomaba a mi mamá de la mano, las dos con mucha timidez aprendimos a caminar trochas, a montar a caballo y a escuchar el sonido de los pájaros en la mañana. Pasaron dos años y yo no entendía por qué mi mamá se incomodaba con la presencia de unos hombres campesinos que en vez de llevar azadón y machete, llevaban un arma en su bolsillo. A mí me daba igual, eran personas comunes y corrientes y muchas veces nos transportaron de vereda a vereda, de kilómetros a kilómetros. Me hacían chistes, llevaban ruanas y cachetes rosados, igual que todos los sumapaceños.

Con los días empezamos a escuchar las historias de mataron aquel comandante, emboscaron a tal otro, anoche hubo combate en tal vereda. Yo sabía lo que era la muerte pero no tenía conciencia de ella. Un día, en la madrugada, no hubo pájaros que nos despertaran, sino el sonido fuerte de un cilindro, un gran estallido sacudió nuestros sueños, inmediatamente mi mamá me tomó en sus brazos y yo sin entender nada pero sabiéndolo todo, caí en un llanto inconsolable. Dormíamos en un cuarto de dos camas y la otra maestra nos dijo: -¡Al suelo!- nos botamos al piso helado debajo de las camas mientras se escuchaba el sonido de las balas, era como una orquesta dirigida por un fantasma negro. Se respondía de un bando al otro en sincronía.

El combate no es como en las películas, ni Hulk ni el Capitán América iban a llegar a rescatarnos. Nos dimos cuenta de que el baño era más seguro por tener más paredes y que probablemente no iban a pasar las balas. Pasaron los minutos o las horas, y ya cansadas, y yo sin lágrimas, decidimos ponernos de pie. En silencio comimos lo único que teníamos a mano, Tang con agua del baño y galletas. Seguían pasando las horas o los minutos, y ya decidimos acostarnos en la cama. Mi mamá me cantó mientras el sonido de las botas de los soldados golpeaba el suelo y arrullaba su canto abrigador y consolador. Supongo que habían pasado varias horas y de repente escuché algo que jamás olvidaré, un estruendo a lo lejos de nuestro cuarto de alguien intentando forzar las puertas, gritando:- ¡profesoras, por favor ábrannos!- yo renegaba con mi mamá del “por qué” no los dejábamos entrar. En su tono pedían ayuda y sentía la terrible angustia de ellos, pero después de los años comprendí que quizás a veces abrir la puerta a todo el que pide ayuda es como poner la vida en una ruleta de la suerte. A veces hay que recordar la muerte para hablar de la vida. Después de ese combate no sé cuántos murieron y si lo supiera igual no se los diría, lo único que sé es que hablar de paz es para muchos creer en un proceso que ni siquiera sabemos si existe, quizás es un show de los medios y los políticos, quizás no, quizás esa no es la paz que tanto anhelamos, yo creo en cambio, que la paz que tanto anhelamos es la que está dentro de cada uno de nosotros. Y es que en vez de invertir esfuerzos en crear balas reales, deberíamos crear balas de nubes, hechas de algodón de sueños y esperanza por hacer que en nuestros mini mundos haya paz de verdad, desde adentro hacia afuera.

*Foto: Liz Paspur.

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