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Cacería

conejos

Por: Jorge Dávila González

El encargado de la finca nos dejó inspeccionar el escondite del conejo, cubierto por palos apilados. Fue Virgilio quien ocho días antes intuyó el lugar donde reposaba el animal, durante una integración con su estudiantes. Rápidamente armó su honda y me señaló el costado donde debía aguardar. Él se aproximaba lento y silencioso como un astronauta.

Con una piedra en mi mano imaginé cómo le daría al animal si pasaba cerca. Ignoraba la velocidad con la que correría la criatura y por tanto estaba inseguro de la fuerza que imprimiría a la piedra. Jamás había cazado algo aunque anhelaba hacerlo, pues hace tiempo buscaba untarme de una naturaleza tosca, primitiva; salir de la comodidad del sofá frente al tv.

Lo vi disparar la honda, y apreté la piedra. El conejo salió despavorido en dirección contraria, atravesó la cerca de la finca y se ocultó en un patio vecino. Durante varios segundos mi colega y yo nos miramos sin saber qué hacer, luego nos juntamos a comentar la experiencia. Dijo que le había visto las orejas sobresalir entre los palos, y de lo incómodo del tiro, lo que hizo que fallara. En eso ingresó un camión a la finca, nosotros seguíamos de pie ante el refugio del conejo.

Por un instante me distraje recordando la voz de David Gilmour al cantar Run, Rabbit Run,hasta que el ruido de un matorral me hizo ver el conejo a toda velocidad hacia nosotros. ¡Ahí viene! Grité. Entonces la piedra latiendo en mi mano dejó de existir, y de nuevo el ejercicio de televidente en el sofá. Petrificado, vi la criatura pasar como a un metro de distancia, mientras Virgilio daba tumbos en la hierba e inquiría a gritos “¡¿dónde, dónde?!” Se oyeron risas cerca a la casa de la finca. Apenado con mi amigo le dije “no supe qué hacer, todo fue muy rápido”; él hizo un gesto de no importarle, de que todo estaba bien.

Al llegar al sitio de las risas observamos al tipo del camión sosteniendo el conejo por su cuello. Dijo que lo había derribado con una patada cuando este corrió hacia él. Me admiré de la mansedumbre de la víctima, no comprendía cómo había vuelto a la finca a pesar de nuestra presencia, y mucho menos haber ido hacia su asesino. Qué ingenua criatura, pensé; y recordé a un amigo psiquiatra hablándome de la ferocidad del cazador, siempre carnívoro, y la debilidad de su presa, siempre herbívora.

El hombre de la patada se ofreció a destripar el conejo. Como aún se movía le acerqué una navaja para que lo degollara, la cual rechazó para azotarlo de cabeza contra un peñón. El golpe seco me hizo sentir un asesino igual que ellos, tuve asco y algo de lástima pero pensé: si digo “pobre conejo” debo también decir “pobre vaca”, “pobre pollo”, cada vez que me como una presa. Respiré y aguanté el asco, fingiendo una dureza que jamás había logrado, por más películas que hubiese visto y carnicerías que hubiese visitado. Me enfoqué en el tipo sacando la hiel, y el pequeño miembro tras el que dijo “¡era macho!”, mientras aquél yacía con sus ojos explayados, inocentes.

Camino a la ciudad Virgilio me propuso decir a nuestros estudiantes que juntos habíamos cazado al conejo, para dejarlos estupefactos y alardear con toda libertad. Durante el viaje en moto yo sostenía en mi mano el cadáver que colgaba a un costado. La gente nos veía con admiración, como si creyeran que lo habíamos cazado. Llegamos a una tienda en Santa Rosa para tomar refrescos, y sacarnos unas fotos con el trofeo de ojos abiertos que subiría al Facebook. Mientras posaba ostenté una naturaleza ajena pero placentera. Me sentí primitivo, pleno, hombre de campo; aunque aquello fuera una ficción más.

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