El Magazín

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Empacando recuerdos

maleta

Irina Yusseff

Llovía sobre “La Vega” cuando se despertó. Esta vez no fue el olor a arepa de trigo asada en fogón de leña ni el sonido del molinillo al batir el chocolate lo que la sacó de sus sueños. No, ese despertar no volvería jamás y ella lo sabía. Había soñado lo mismo que solía soñar, noche tras noche, durante su niñez y eso la sobresaltó. La última vez que tuvo pesadillas con monstruos, fantasmas y brujas fue cuando tenía diez años y de eso ya hacía mucho tiempo, tres décadas más o menos.

No tuvo que prender la luz, pues tan pronto se recuperó del sueño comprendió que no era 1950 y que no era una niña. Tenía cuatro años cuando soñó con esperpentos por primera vez y durante seis más tuvo que dormir con una vela  prendida para que estos no traspasaran el umbral de los sueños y se aparecieran en su cuarto. La luz era su escudo. Ahora, 32 años después, sintió alivio de permanecer en la oscuridad y no sentir miedo.

Era la primera noche que pasaba en casa de su madre luego de largo tiempo. La diferencia era que su madre ya no estaba, ni era la dueña de la casa. Hacía diez años que Doña Lucero Morales había comprado la finca y no tuvo reparo en dejarla quedar unos días allí “al fin y al cabo esta fue su casa por mucho tiempo, doña”, le había dicho el día que llegó.

–          ¿No  quiere corroborar quién soy? ¿Va a dejar que una extraña que dice ser hija de la antigua dueña de esta casa se quede aquí como si nada?, preguntó.

–          Señora Ligia, no necesito preguntarle nada, es usted igualita a su mamá, le respondió doña Lucero sonriendo.

 

Lo primero que hizo fue recorrer el lugar con sus ojos como forastera, detalle a detalle, rincón por rincón. Sintió una energía diferente, serena. Nada había cambiado; sin embargo,  todo era diferente. La distribución de la casa permanecía igual,  pero ahora lucía más moderna gracias al amor de doña Lucero por los colores y las exuberancias. Agradeció que aún conservara ese aire de antaño que le recordaba a su madre.

De repente se sintió cansada. Para llegar a “La Vega” o “Vega de Páramo”, como era conocida la vereda, había que subir un peñasco entero y los 42 años recién cumplidos ya le pesaban. Además, ya estaba anocheciendo. Más por casualidad que por karma, la dueña de casa le asignó el cuarto de la derecha sin imaginarse siquiera lo que eso significaba para ella.

Parecía como si el único lugar de la casa que permaneciera intacto fuera ese. Todo estaba como lo recordaba. El armario de madera maciza, el sofá de terciopelo desteñido y el baúl hecho con tronco de pino, nada más. Había dormido allí los primeros 15 años de su vida y había sido su guarida, su fortaleza. Dejó las maletas en el piso y se puso un abrigo de lana virgen. El frío del páramo era inclemente a esa hora.

Cenó agua de panela con queso de cabra y molido de maíz. Doña Lucero tenía cabras y máquina de moler, por lo que ni el queso, ni la arepa, ni el molido escaseaban. Eran las diez cuando las dos damas terminaron de charlar y cada una procedió a dormir. Fue justo en ese momento, en su cuarto, sola, cuando los  recuerdos por los que había vuelto aparecieron.

Vinieron a su mente los días de su infancia cuando salía a ordeñar las vacas con su madre antes de la alborada, cuando jugaba con un trapero de tela que hacía las veces de muñeca y recorría una legua en caballo para llegar a la escuela. Fue feliz hasta entonces. Luego, cuando cumplió diez años y los sueños espantosos desaparecieron, empezó la verdadera pesadilla. Estaba convencida de que los monstruos que inquietaron sus noches de niña, fueron la advertencia de que lo que vino después:

Nunca supo en qué momento sucedió, pero sucedió. Era medianoche y caía un aguacero despiadado. Los caballos relinchaban, los perros ladraban con desespero y su hermana Celina gritaba de una manera aterradora. Intentó sin éxito llamar a su mamá, pero la lluvia opacaba su voz y los gritos de su hermana superaban cualquier sonido. Salió del cuarto descalza y buscó a tientas la lámpara de aceite de tártago que su madre dejaba cerca a la puerta. Cuando llegó al patio vio a su madre tratando de controlar a su hermana que, tirada en el piso,  exhibía su hermoso cuerpo veinteañero y gritaba como loca bajo la tormenta. Tomás, el hermano mayor, quién con tan solo 25 años era la figura paterna desde que el padre había fallecido, intentaba hacer que Celina se calmara y entrara a la casa. La escena era terrible, peor que sus pesadillas infantiles.

La pequeña se quedó ahí parada, aterrorizada, hasta que a las 2 de la madrugada su hermana dejó de gritar y se fue a la cama. Después de ese episodio Celina nunca fue la misma. Hablaba sola o no hablaba, no comía y no se bañaba. En ocasiones la encontraban haciendo símbolos raros en la tierra o arañando las paredes. Cuando Ligia le preguntaba a su mamá qué tenía su hermana ella le contestaba que estaba enferma, pero que pronto se recuperaría; sin embargo,  ella no recuerda que ningún médico pisara su casa alguna vez.

Había días en los que Celina se levantaba, ayudaba a hacer el desayuno, se arreglaba y cantaba y todo parecía volver a la normalidad. Luego, en las noches, volvía a desconectarse y se escondía del mundo. A veces, cuando Ligia llegaba de la escuela, la descubría comiéndose el pasto o lamiendo las piedras. Otras veces la encontraba golpeándose la cabeza contra la pared, sin poder hacer nada, pues cuando intentaba detenerla ella la empujaba y le gritaba cosas horribles. Entonces la pequeña se encerraba en su cuarto y lloraba hasta quedarse dormida.

Las cosas empeoraron cuando Tomás se casó y se fue a vivir al pueblo, pues Ligia y su mamá tuvieron que hacerse cargo de la finca y a la vez cuidar a Celina. Había que vigilarla porque trataba de hacerse daño con frecuencia o se iba a caminar por la loma y se perdía. Desde entonces la pequeña se olvidó de los juegos, las amigas, las muñecas y la escuela y se convirtió en la sombra de su hermana.

A pesar de todo, había un día feliz. Todos los sábados en la mañana Ligia tenía que cuidar a su hermana mientras su mamá bajaba hasta el pueblo a mercar. Era el único día en que Celina le hablaba y le pedía que fueran juntas a recoger leña y moras silvestres. Cuando terminaban se abrazaban fuerte y lloraban al unísono. Gracias a ese abrazo, los sábados Ligia dormía en paz.

Dejaron de ir a misa los domingos, más por lo que dijera la gente que por la difícil tarea de bajar la montaña con Celina. Al principio rezaban el Rosario, pero luego su mamá la mandaba a dormir temprano y se encerraba en el cuarto con velas de varios colores a rezar cosas que ella no entendía, pero que le daban miedo. Le empezó a dar a Celina unos menjurjes espesos que debían saber horrible porque  los vomitaba de una vez. Duró dos años dándole esas mezcolanzas dizque porque la purificaban, pero la joven, ya con 22 años, se veía peor, pálida, flacuchenta y atontada.

Era insoportable cuando hablaba sola o cuando no quería comer o cuando se ensañaba en hacer aseo dos veces al día. Era triste cuando amanecía bien, como si ya todo se le hubiese pasado, pero al otro día volvía a ser la hermana rara. Más difícil aún era ver a la madre preparando pociones, enyerbando a Celina y enyerbando la casa y rezando esas cosas que aterrorizaban.

Hasta que un día, después de mucho tiempo, Celina no aguantó más y cerró sus ojos para siempre, víctima de la ignorancia de su madre. Para ese entonces Ligia ya tenía 15 años y había rogado a su madre, miles de veces, que un médico tratara a su hermana. “Lo que tu hermana tiene no es cosa de la medicina, es cosa del diablo”, era siempre la respuesta.

La muerte de Celina le causó tanto dolor a Ligia y tanto desprecio hacia la madre que después del funeral empacó sus cosas y se fue de “La Vega” con una tía que había venido desde Málaga. Nunca más volvió. Hizo su vida lejos de los recuerdos y salió adelante sola. Como en contadas ocasiones se comunicaba con su hermano, este le contó que la finca se había vendido y que ahora la madre vivía con él. Para ese entonces Ligia tenía su familia, dos hijas hermosas y una vida hecha. Después de mucho tiempo era feliz… feliz hasta que el fantasma de Celina volvió a su vida.

Ahora, sentada en la orilla de la que fue su cama, recuperándose de la horrible pesadilla que volvió después de tantos años y asimilando los  recuerdos que con tanta valentía había ido a buscar, Ligia se levantó, respiró hondo, abrió las ventanas y miró al cielo. Se prometió y le prometió a su hermana que el fantasma de la enfermedad que había hecho infelices sus vidas en “La Vega” moriría para siempre.

En ese momento comprendió que los síntomas que estaba presentando su hija mayor, esos mismos que arruinaron la juventud de Celina y aquellos que su madre había creído demoníacos, no eran un castigo o maldición, eran la oportunidad de hacer lo que no había podido hacer por su hermana. Empacó los recuerdos en su maleta de vuelta y se sorprendió de que no le pesaran. Al contrario, le daban fuerza, la fuerza del amor que necesitaba para darle a su hija los mejores años de su vida.

 

 

 

 

 

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