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EL TRÍPTICO DE LA INFAMIA DE PABLO MONTOYA

pablo

Berta Lucía Estrada

Siempre he creído que una de las grandes diferencias que existen entre los españoles y los latinoamericanos es la visión tan diferente que tenemos de los dos lados del Atlántico del mal llamado descubrimiento de América, de la Conquista y de la Colonia.

Muchos  españoles hablan del genocidio llevado a cabo por el imperio español como si fuese algo del pasado y como si las personas que lo llevaron a cabo como una ideología de Estado, amparándose, por supuesto, en los excesos del fanatismo religioso, en este caso preciso el credo católico, no tuviesen nada que ver con ellos. Y si digo ésto es porque se lo he escuchado decir a varios de ellos: – Nosotros no tenemos nada que ver con esos hombres. Así de simple y así de cruel. Lo que refleja una ignorancia histórica y una estulticia enormes.  Para muchos otros la conquista y la colonia fue una forma de civilizar a unos cuantos salvajes que desconocían al dios verdadero. Eso sí, nunca hablan del despojo brutal que hizo España de estas tierras ricas en oro y plata, entre muchos otros recursos que  ambicionaba y que necesitaba para pagar las guerras que libraba constantemente y poder pagar el derroche de sus monarquías; así Felipe II hubiese llevado una vida cuasi monacal en su castillo de El Escorial.

Los Latinoamericanos en cambio, al menos una gran mayoría, somos conscientes del horror, de la ignominia, del genocidio del que fueron víctimas los pueblos que habitaban este continente a la llegada de unos cuantos fanáticos cuya única lectura era La Biblia, y eso para los pocos que sabían leer y escribir. Los intelectuales, los artistas, los hombres probos de la España del siglo XVI, nunca vinieron a estas tierras. En cambio los dominicos y franciscanos se apropiaron de este territorio, de sus hombres y de sus riquezas y cerraron los ojos ante la infamia de la esclavitud; como fue el caso de Bartolomé de las Casas. Recuérdese que a comienzos del siglo XVI, en la isla de La Española (hoy territorio de Haití y República Dominicana), Bartolomé de las Casas si bien es cierto que abogaba por los indios y denunciaba la explotación de la cual eran objeto por parte de los españoles, proponía en cambio, como único medio para abolirla, traer esclavos negros del África. Para defender a los nativos alegaba que eran hijos de dios y que al igual que los cristianos poseían un alma. Los indígenas Taínos, por su parte, dejaban a los cadáveres de los prisioneros españoles varios días al sol con el fin de verificar si sufrían o no putrefacción; eso con el fin de corroborar si eran de naturaleza humana o divina.

Los dominicos y franciscanos, a su llegada al Nuevo Mundo, impusieron la Inquisición y con ella toda la barbarie que sus mentes pusilánimes y violentas eran capaces de imaginar. No en vano a los dominicos se les llamaba desde el siglo XII Los Dominican, Los perros de dios. Al menos ese es el apelativo que se les comienza a dar en la Cruzada contra los Albigenses; o sea, una forma de nombrar el terror que sus monjes inspiraban en la población cátara. Terror que trajeron consigo siglos más tarde; sólo que sus técnicas de tortura eran aún más sofisticadas.

Y si hablo del mal llamado descubrimiento de América es porque según Lévi-Strauss a finales del siglo XV el continente que recibiría el nombre de América tenía una población aproximada de 80’000.000 de habitantes, algo que recuerda muy bien Pablo Montoya en su libro Tríptico de la Infamia. Así que ¿cómo podrían unos cuántos hombres barbudos, sucios, malolientes, desnutridos, zarrapastrosos, algunos con sífilis, con sus dientes llenos de caries, muchos de ellos recién salidos de las cárceles por delitos comunes, haber descubierto a 80 millones de hombres? Una gran falacia, la peor de todas; de eso no me cabe la menor duda.

Mientras los pueblos indígenas eran borrados por las armas de fuego, los caballos y las enfermedades europeas, para la cuales no tenían ni defensas ni conocimientos para combatirlas, entre ellas la viruela que comenzó a diseminar poblaciones enteras a partir de 1519 aproximadamente, lo que pasaría a la historia como una de las tantas guerras bacteriológicas que se han llevado a cabo desde la antigüedad; en Francia los católicos encarcelaban, torturaban y asesinaban a los hugonotes y a sus mujeres las marcaban de la misma forma que lo hacían con las prostitutas. No obstante, no hay que olvidar que la furia se apoderó de los dos bandos, católicos y hugonotes; una época de intolerancia se cernía otra vez sobre Europa y opacaba la sabiduría de unos cuantos eruditos que entendían y condenaban el siglo de ignominia que les había tocado en suerte. Por otra parte, Enrique de Navarra, cuya familia era precisamente de credo protestante, accede al trono de Francia y abjura de su fe con la famosa frase: París bien vale una misa; convirtiéndose así en Enrique IV, rey de Francia.Una época de intolerancia se cernía otra vez sobre Europa y opacaba la sabiduría de unos cuantos eruditos que entendían y condenaban el siglo de ignominia que les había tocado en suerte.

Es a partir de la visión que los hugonotes tienen de la conquista española, en esas tierras indómitas y lejanas de las cuales llegaban las más insólitas leyendas pero también los relatos mas escabrosos, que Pablo Montoya construye su espléndido libro Tríptico de la infamia, y con el cual obtuvo este año el prestigioso Premio Rómulo Gallegos.

Tríptico de la infamia es escrito con una rara erudición, con una de esas sapiencias que uno creería que hacen parte del cuarto de san Alejo y que ya no hay nadie que se interese por un mundo perdido para siempre en los anaqueles de las viejas bibliotecas europeas. Y de pronto, un autor colombiano va y desempolva papeles para luego pintarnos un fresco de ese mundo convulsionado del sigo XVI y traernos a pintores, grabadores y cartógrafos desconocidos para la gran mayoría de la gente, aún para aquellos que amamos la historia del arte; así algunos de sus cuadros no nos sean del todo desconocidos. Me refiero a Jacques Le Moyne (Francia,1533-1588), François Dubois (Francia,1529- 1594) y Théodore De Bry (Lieja,1528-1598), tres artistas hugonotes que van a representar uno a uno la locura desatada por el fanatismo católico en contra de su comunidad; me refiero a la Noche de San Bartolomé, pero también en contra de los indios del Nuevo Mundo. No hay que olvidar que estos personajes fueron víctimas de las Guerras de la Religión que azotaron a Francia desde 1562 hasta 1598; una guerra que de alguna forma habría de tener fuertes consecuencias en los países vecinos, sobre todo en la región de Flandes.

Pablo Montoya nos sumerge en un mundo para muchos desconocido con una frescura propia del pincel de un artista del Renacimiento francés; recuérdese que Francia había quedado rezagada del Renacimiento italiano por haber estado inmersa en la Guerra de los Cien Años; así que como otros países llega tarde a este momento estelar de la historia del arte y del pensamiento. Montoya nos muestra, uno a uno, los cuadros que estos pintores realizaron y la denuncia visceral que hicieron de la religión y de la sociedad de su época. Tríptico de la infamia es un soberbio diálogo entre estos tres personajes históricos, poseedores de una gran cultura, políglotas, pero sobre todo poseedores de una gran sensibilidad social e histórica. Ellos eran conscientes de ser testigos privilegiados de su época y de las calamidades que el fanatismo religioso engendra. Sin olvidar que detrás de esa infamia está siempre escondida la ambición y el deseo de expoliar a los más indefensos; llámense en este caso hugonotes o indígenas americanos. Por eso estos artistas se saben elegidos, saben que son ellos los llamados a retratar la historia para que el horror de su tiempo no quede en el olvido.

Y como su nombre lo indica el libro está dividido en tres partes, cada una de ellas dedicada a uno de los pintores. En la primera parte la voz principal es la de un narrador omnisciente, en la segunda la narración se hace en primera persona y la tercera rompe con los esquemas anteriores para convertirse en una obra postmoderna donde el autor mezcla la vida agitada del siglo XXI con una completamente diferente, la del siglo XVI.  Es así como sigue los pasos de Théodore de Bry y respira la vida de la Lieja que lo vio nacer y luego lo persigue por las calles de Francfort del Meno; lo ve hablar con sus amigos, casi lo podría tocar y decirle cuanto lo admira y que él, un escritor del Nuevo Mundo, ha venido del futuro sólo para decirle cuánto lo admira por su labor artística e intelectual. Pero también para agradecerle la labor realizada en su imprenta donde sacó a la luz la serie Grandes Viajes, en la cual imprimió muchas de las pinturas de Jacques Le Moyne.

Otro de los aspectos que resalto de Tríptico de la infamia es la pluma ágil con la que Pablo Montoya lo escribió. Este libro no sólo es una novela histórica, como las mejores novelas de ese género que se han escrito en Europa, al menos de las que yo he leído, sino que además le imprime un sello muy personal; ya que en algunos de sus apartes la novela se mezcla con el ensayo, lo que le genera un ambiente de erudición bastante holgado. Y no lo digo únicamente por el conocimiento que tiene el autor con respecto a la historia francesa sino a la historia del arte y por supuesto al conocimiento que tiene de la sociedad del siglo XVI. La gran diferencia con las novelas históricas es el ojo crítico de un latinoamericano que se conduele por ese gran genocidio que fue la conquista española en tierras americanas. Me refiero a la rabia sorda y profunda y al dolor que están implícitos en su narración, la cual se convierte en una denuncia visceral.

Pablo Montoya entiende y analiza esa sociedad convulsionada de un tiempo en crisis religiosa, donde el dios de los católicos había dejado de ser el centro del universo para rendirle culto al hombre y a la razón; o sea lo que comúnmente conocemos como el paso del teocentrismo del Medioevo al antropocentrismo del Renacimiento. Una zancada enorme en la historia europea, lo que dejó heridas que tardarían mucho tiempo en cerrarse o bien que nunca lo han hecho, como es el caso de los latinoamericanos que aún nos conduele esa infamia y ese horror que fue la llegada de los españoles a estas tierras indómitas y que ellos jamás quisieron comprender porque hacerlo les significaba reconocer que su mundo no era el único ni el más civilizado, ni que su dios era la única deidad que reinaba sobre los pueblos; pero sobre todo reconocerlo les significaba renunciar al despojo del que fueron víctimas los indígenas americanos, también significaba reconocerlos como seres humanos, poseedores de una gran inteligencia y artífices de sociedades cultas, sofisticadas, refinadas. Lo que sí reconocieron, porque eso les era de una gran ayuda en su política de exterminio, fue las grandes diferencias que había entre los pueblos, supieron identificar sus guerras tribales y sacar provecho del odio ancestral que alimentaban como una especie de ritual que desencadenaba cada cierto tiempo en una guerra fratricida; ritual que de cierta forma restauraba el mundo de sus ancestros. Aunque por supuesto ésto último jamás pudieron contemplarlo los españoles. Su fanatismo religioso, y el considerarse una raza superior, les impedía pensar en los términos antropológicos que les hubiesen dado las pistas para un mejor entendimiento entre los pueblos y las culturas; esa incapacidad para entender la otredad fue la causa principal de la debacle que se generó en el fatídico 12 de octubre de 1492, y lo que la llegada de las tres carabelas significaría para ese continente que recién nacía a los ojos europeos.

Es muy posible que la historia de América hubiese sido diferente si entre los hombres incultos, fanáticos religiosos y llenos de ambición, hubiera habido más artistas e intelectuales; lo que habría podido abrirles los ojos y el entendimiento a los millones de hombres que llegaron a violar mujeres, a robar, a matar y a extinguir pueblos enteros y con ellos sus culturas y sus lenguas. A lo mejor hubieran podido evitar el etnocidio más atroz de la historia de la humanidad. Más hombres como Jacques Le Moyne, en el caso de los franceses, o de más frailes como Bernardino de Sahagún, en el caso de los españoles. Incluso más de Las Casas, pero que no solamente hubiesen abogado por los indios sino que hubiesen combatido la trata de esclavos, esa gran vergüenza, ese gran crimen contra la humanidad que representó esa empresa del oprobio y que se extendió durante varios siglos y que aún se respira; sobre todo en un país como Colombia donde el racismo está ancorado en lo mas profundo de una sociedad elitista y excluyente como es la nuestra. Una ignominia que aún perpetuamos.

Tríptico de la infamia de Pablo Montoya es una reflexión inteligente, aguda, perspicaz, que deberían leer muchos políticos que están utilizando sus creencias religiosas para dividir el país y tratar de imponernos su forma de pensar violenta y segregacionista. Pero también es una lección para la Iglesia católica aupada en un vil poder que la mantiene alejada de la verdadera realidad de millones de ciudadanos a todo lo largo y ancho del continente americano en general y de Colombia en particular.

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Nota: Quisiera hablar de un error histórico que encontré en el libro de Pablo Montoya, ya que cuando habla de Dominique de Gourges (Francia 1530-1593) dice textualmente “sirvió con lealtad a tres reyes francos” (página 158); cuando en realidad los reyes francos habían desaparecido con la dinastía de los Capetos. Es en 1254 cuando se comenzó a hablar claramente de rey de Francia; ya Luis IX recibía este título; recuérdese que pasó a la historia como san Luís y que fue hijo de Blanca de Castilla y bisnieto de Leonor de Aquitania; aunque en la historia aparece como primer rey de Francia Luís VI el gordo, cuyo reinado va desde 1108 hasta 1137.

Otra incongruencia que encontré en la novela fue en la página 60: “El ejército se detuvo y Utina convocó a uno de sus magos. Es un hombre que, eso decían los indios a modo de murmullo, tenía ciento veinte años”. Mi pregunta es: ¿Tenían los indios, cuando apenas comenzaban a tener contacto con los franceses, noción del tiempo cronológico, tal y como lo concebían los europeos? Es decir, ¿los indígenas conocían el calendario juliano? Recuérdese que el calendario gregoriano sólo se instauró en 1582, aunque ya se conocía desde 1515. Y si bien los aztecas tenían un calendario que se aproximaba mucho al gregoriano, los indios que conocieron a Jacques Le Moyne pertenecían a otro pueblo, los Timucua, y a otra geografía, lo que más tarde se conocería como La Florida; por lo tanto, su concepción del tiempo tenía que ser muy diferente a la de Le Moyne.

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Tríptico de la infamia, de Pablo Montoya, Penguin Random House, 2ª reimpresión, julio 2015.

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