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Por la boca muere el pez

Flickr, Benson Kua
Flickr, Benson Kua

Jaime Panqueva (*)

Sucedió el cinco de Junio del 2006. Al encender la tele para ver el noticiero nocturno las imágenes me cayeron literalmente como un chorro de agua fría: el Lago Mayor del Segundo Sector de Chapultepec se había escurrido a través de una grieta del subsuelo. Las cámaras mostraban como sobre el cieno infecto y contaminado coleteaban varios especímenes de carpas sobrealimentadas con aire antediluviano de celacanto. Por las orillas se veía corretear a los funcionarios del parque en su intento por meter la mayor cantidad posible en unos barriles metálicos. Se están realizando todos los esfuerzos para que la población de peces sea trasladada a otro ambiente mientras se repara la fuga, comentó la reportera. Mi escalofrío se convirtió en una tenue melancolía. Llevaba pocos años en la ciudad pero le había tomado un cariño especial a esa enorme mancha verde, conocida por mí gracias a las películas de Cantinflas que había visto en Colombia.

Pocos días antes había recorrido los alrededores del lago con mi hija de tres años y medio. Una grulla monumental, con seguridad escapada del zoológico del primer sector, se posó en medio de aquel espejo de agua verdosa. Por los movimientos elegantes de su cuello alargado y la manera de flexionar de sus alas nos dimos cuenta de que intentaba pescar su almuerzo. Yo estaba fascinado, la elegancia y colorido del ave evocaban los grabados de Hokusai. Verla trasplantada en la México-Tenochtitlan comprobó mis sospechas de que esta ciudad era capaz de abarcarlo todo. Creí que hasta Moctezuma Xocoyotzin estaría satisfecho si pudiera ver estos estanques sobrepoblados con seres exóticos, pues él mismo trató de hacer de Chapultepec un jardín que diera cuenta de la grandeza de su Imperio. Lucía no estaba para ese tipo de reflexiones, lo hizo evidente con un par de tirones a mi pantalón. Ella (y yo también, lo reconozco) sabía que la visita tenía como objetivo alimentar a los seres monstruosos que pululaban bajo la superficie del agua.

Desde la primera vez que visitamos el lago quedamos prendados por un suceso: cientos de peces se arremolinaban junto a la orilla para recibir sus galletas de animalito. Con esa dádiva, replicada por los millares de visitantes diarios del parque, la población de peces se mantenía en crecimiento constante, desafiando las progresiones exponenciales calculadas por Malthus. La voracidad era complementada por el arrojo. Había tal competencia por las generosas donaciones de rinocerontes, leones y camellos de masa horneada, que los peces eran capaces de asomar la cabeza con un abrir y cerrar de boca que envidiarían los personajes secundarios de Bob Esponja. El chapoteo atraía a los curiosos, los peces se retorcían y engullían las galletas en segundos. Pero no era lo único que recibían. Un día vi a una señora contrabandear sushi del buffet del Meridiem para cebar a esos aprendices de escualo. Chitos, chicharrones de harina, maíz pira, todo desaparecía rápidamente de la superficie e iba a parar a la panza de los ictiosaurios, como me gustaba llamarles. Era un espectáculo barroco de lo más exquisito. Y por un módico precio: el kilo de galletas costaba diez pesos mexicanos.

Nuestro juego favorito con Lucía se llamaba pato o pez. Como era de esperarse la alta disponibilidad de la comida no atraía sólo a los peces, algunos patos osaban acercarse nadando a la orilla para recibir un bocado. Pero los peces eran implacables y les atacaban cuando les veían demasiado cerca. El juego consistía en arrojar la galleta a un punto equidistante entre los patos y los peces para adivinar quién la atraparía. Casi siempre ganaban los peces, eran demasiado temerarios. Tras un rato de recibir agresiones subacuáticas, los pobres palmípedos se alejaban con el rabo entre las patas o salían del agua para poder comer con mayor seguridad sobre la acera. Siempre me pregunté qué pasaría si alguien caía accidentalmente cerca de los peces, ¿una escena similar a la de la setenterísima Piraña? Aún no lo sé, y como para aquel entonces Lucía era mi única hija, carecí de valor moral para experimentar con ella. Se me ocurrió aventar a otro escuincle, pero desistí al ver que le daría un mal ejemplo.

Apagué la tele y esperé al día siguiente para darle la noticia a mi peque. ¿Se murieron los ictiosaurios, papá? No, cómo crees. Se los llevaron a otro lugar en lo que reparan el boquete y al rato los vuelven a poner, le dije. Es el tipo de mentiras que uno se acostumbra a decir como padre. Habíamos perdido algo entrañable.  Así que, meses después, cuando con bombos y platillos se anunció la reparación y llenado del lago, aprovechamos el fin de semana para visitarlo.  Ínfimos alevinos serpenteaban en el agua casi cristalina. Me cambiaron el pinche lago, pensé, no hay ni rastro de nuestras mascotas. Por casualidad, encontré a uno de los cuidadores del parque, no dudé un instante en preguntarle. Me dijo que los barriles habían sido llevados a Chalco. Al poco tiempo los peces sobrevivientes habían muerto porque el agua era demasiado limpia para ellos. ¿Demasiado limpia?, volví a cuestionar como si no le hubiera oído. Sí, señor, demasiado limpia. Se murieron todos los ict… ¿cómo fue que me dijo?

Leyenda urbana o no, el epílogo de la ruptura y recomposición del estanque me puso a pensar. Además de comprobar la sabiduría centenaria del Hagakure, donde se asegura que “el pez no vive en el agua clara”, había una enseñanza personal que debía dilucidar. Pensé en el légamo fértil, contaminado, sobrepoblado y competitivo que habitábamos, ése que engendra monstruos, nutre a seres más normales, como los patos, o tan maravillosos como la grulla. Soñé con historias que brotaban de ese barro primigenio como lo hacía otrora el agua de los manantiales del cerro de Chapultepec. No llegué a nada en claro, soy algo torpe para eso de los análisis.

Ver algunos chiquillos aventando galletas al agua a la espera de que los pececillos las devoraran, puso punto final a mis cavilaciones. Saqué unas monedas de mi bolsillo y tomé de la mano a Lucía. Fuimos a comprar más alimento para peces.

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(*) Colaborador.

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