Juan Villamil (*)
Un escritor es, de algún modo, una marca. Y como toda marca, tiene goodwill. Así, para dar un ejemplo, mientras algunos nóveles escritores reciben irrisorias sumas de entre 2 y 5 millones de pesos por regalías de 1.000 a 1.200 ejemplares (irrisoria porque en la mayoría de los casos la escritura de esa obra les ha tomado meses), algunos otros, como nuestro nobel de literatura, se han posicionado al punto que reciben unos 250 dólares por caracter.
Eso significa que, si la hubiese escrito García Márquez, esta frase estaría avaluada en poco más de 40 millones de pesos. (¿Imaginan lo que “costaría” una frase como “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla”?). La valoración, sin embargo, no significa: que cada frase escrita, aun suelta, valga ese dinero; que cualquier comprador esté dispuesto a pagar ese dinero; o que García Márquez no haya tenido que pasar primero hambre, obtener sus primeras regalías a los 40 años, y sufrir un sinfín de contratiempos crónicos antes de ver avaluada así su obra.
El proceso de García Márquez, a grandes pinceladas aquí descrito, es apenas un caso reciente y local de otra historia, milenaria y universal, que comienza en una desprevenida noche de hambruna, y acaba con un goodwill millonario.
La suerte del irlandés
En 1904, con 22 años, el escritor irlandés James Joyce decidió intentar, a toda costa, publicar su primera novela, Retrato del artista adolescente. Lo que nunca imaginó es que ese “intento” le tomaría 10 años, y que acabaría publicando no su novela, sino el libro de cuentos Dublineses, terminado hacía 5 años. De cualquier modo, su esfuerzo había dado resultados, y Joyce no podía menos que estar feliz… hasta unos días después, pues ya publicados, varios de sus cuentos padecieron la censura por ser unos “cínicos” o “antipatrióticos”, y otros por “no tener sentido”. Sin embargo, ese sería el mal menor entre los que se anunciaban. Pocos meses después de publicado su libro se desató la Primera Guerra Mundial, reduciendo la venta de sus libros a cero y cerrando, por lo pronto, cualquier posibilidad de publicación.
Con su obra maestra, Ulises, sufrió igual. Su obra fue rechazada por editoriales y censurada por instituciones, al punto que, para contrarrestar los vetos, debió publicarse por entregas (y era frecuente que cada entrega fuera de inmediato censurada).
Hoy en día la situación no podría ser más opuesta: James Joyce es una marca millonaria, y cualquier editorial está interesada en publicar sus obras, todas ellas y sin el mínimo vestigio de censura. Lastimosamente James Joyce murió hace 70 años, y los sacos de dinero que su nombre produce no van a parar a su hígado (bebedor empedernido), sino al hígado de su único y lejano pariente vivo: algún irlandés con mucha suerte.
La apuesta del jugador
Al ampulosamente adjetivado Fedor Dostoievski no le fue mejor. Al cabo de un éxito breve con su ópera prima, el ruso recibió solo críticas desfavorables durante años. Así cumplió los 45: en la miseria (la muerte de su hermano le había heredado una viuda, cuatro hijos legítimos, otro ilegítimo, y deudas por 25 mil rublos), y con las ripias en sus manos de una revista literaria en la que había puesto todos sus sueños y, más importante, todos sus fondos. Su única salida fue aceptar la propuesta editorial de Stellovski, que en la práctica poco tenía de propuesta y mucho de abuso: Dostoievski firmó un contrato en el que cedía todas sus obras ya publicadas a la editorial, se comprometía a la entrega de una novela inédita al término de un año, y aceptaba que, en caso de incumplimiento, perdería los derechos sobre todas sus obras, y aun así quedaría obligado a entregar la prometida novela en otro plazo, esta vez sin remuneración y regresando los anticipos. Anticipos que alcanzaron apenas para cubrir las deudas. De modo que Dostoievski continuó en la miseria, situación que lo obligó a realizar su última apuesta, all in: ofreció el proyecto de Crimen y castigo a una segunda editorial. Así, en poco más de un año, Dostoievski debía escribir dos novelas. ¿Lo logró? Sí. Pero, ¿cómo? Dedicando la mañana a escribir Crimen y castigo, y la tarde a dictar El jugador a Anna Grigorievna, la joven taquígrafa que meses después se convertiría en su esposa.
La máquina de escribir
Y Bukowski. En resumen: a sus 49 años, consumido por la miseria y el alcohol, el editor de Black Sparrow Press le presentó una oferta que el escritor no pudo rechazar. Con esos 100 dólares mensuales y vitalicios, Bukowski abandonó su trabajo en la oficina de correo de Los Ángeles, y se entregó por completo a la escritura de una obra que en la actualidad es leída por millones en todo el mundo, y de la que no sea ha podido hallar un heredero literario (es así su originalidad). Bukowski publicó todos sus libros con la misma editorial.
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(*) Colaborador.