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Recuerdos de una viuda

Maria Kodama. Foto: EFE
Maria Kodama. Foto: EFE

Juan David Laverde (*)

Con la muerte trepándole al cuello, consumido por el cáncer, las últimas semanas Jorge Luis Borges las dedicó al estudio del árabe con un profesor egipcio de Alejandría. Su segunda esposa, María Kodama, encontró en el directorio de Ginebra, Suiza, el teléfono del profesor a domicilio. Cuando llegó a su casa, bien entrada la noche, Kodama le dijo que las clases eran para ella y otra persona. Subieron a la habitación, el profesor abrió la puerta y lo vio impecablemente vestido, con corbata, y antes de que cruzaran palabra alguna el egipcio la cerró de un portazo, volvió su mirada a Kodama y llorando le dijo: “¿Por qué no me dijiste que el otro estudiante era Borges?, he leído toda la obra suya que ha sido traducida al árabe”. Borges estaba fascinado por el universo fantástico de Oriente y así, mientras descifraba las claves de ese mundo de velos y de mil y una noches, sin dramatismos, se fue yendo al camino de los inmortales del que tanto escribió. Kodama había aprendido bastante ya y podía tomar dictados en árabe y recuerda que le dibujaba en la palma de la mano el alfabeto para que se imaginara las letras. El 14 de junio de 1986 él murió.

Veinticinco años después, en tiempos de homenajes, desde Madrid Kodama recordó para El Espectador el gusto de Borges por la natación y los paseos a caballo, su tensión con otros grandes de la literatura argentina como Ernesto Sábato, la controversia que rondó su matrimonio un mes y medio antes de que él muriera o la fascinación que le profesaba por su ascendencia japonesa. La viuda, la guardiana y la heredera de toda su obra consagró su vida a regar su memoria y a pleitear con avivatos que jugaron con la propiedad intelectual del autor del Aleph. Su cruzada, desde que creó la Fundación Internacional Jorge Luis Borges en 1988, ha sido evitar que su literatura sea manoseada al punto de llevar a juicio a algunos biógrafos de Borges acusándolos de difamación. Un oficio que le ha granjeado enemigos y hasta pullas de emblemáticos amigos del escritor argentino como Adolfo Bioy Casares.

Nació en Buenos Aires, es piscis, no tuvo hijos y jamás dice su edad. Kodama es una figura enigmática, probablemente debido a que se crió en paralelo en el catolicismo que le instruyó su abuela y el sintoísmo japonés de su padre Yosaburo Kodama. Lo primero que dice cuando le pregunto si no está cansada de invariablemente desandar los pasos de Borges y contestar las mismas preguntas, es que solía cortar a los periodistas respondiéndoles sencillamente “eso ya lo contesté muchas veces”, hasta que un día uno de ellos se le plantó y le soltó una verdad irrefutable: “Tranquila María, el público cambia, como en el teatro”. Desde entonces, con paciencia de samurái, trata de responderlo todo sin repetirse, porque dice que no le gusta. “Ahora mismo estoy trabajando en una conferencia sobre la traición en la obra de Borges”. Lleva un cuarto de siglo reinventándose en sus charlas.

De su padre, cuenta, aprendió la primera lección de estética. Siendo muy pequeña le preguntó ella qué era la belleza y él le enseñó un libro, que todavía conserva, de esculturas griegas. Pasó las hojas rápidamente y le enseñó La victoria de Samotracia. Ella le dijo: “Pero Kodama, no tiene cabeza”, y él le contestó: “¿Quién le dijo a usted que la belleza está en una cabeza? Mire los pliegues de la túnica, esos pliegues están agitados por la brisa del mar. Detener la brisa del mar en el movimiento de los pliegues de esa túnica para la eternidad, esa es la belleza”. María Kodama se detiene en su relato y luego dice: “Cuando yo le conté esto a Borges, él lloraba”. Según ella, Borges solía decir que su padre Yosaburo la había educado para él. “¿Por qué?”, le pregunto. “Porque mi padre me enseñó mucho de pintura y a Borges también le gustaba, entonces cuando descubríamos lugares que él nunca había visto yo se los describía a través de los cuadros, porque él tenía una memoria increíble”.

Luego recuerda aquellas jornadas memorables en las que Borges le dictaba. “Él decía que su mayor fuente de inspiración eran los sueños, y soñaba casi todas las noches, y en la mañana pensaba si le servía o no para un cuento o un poema. Y era muy lindo porque cuando él cerraba muy fuerte los ojos y empezaba a contar las sílabas en el aire sabía que me iba a dictar un poema”. Las lecturas eran otra cosa, un laberinto, así de simple, porque iniciaban un libro, lo dejaban al medio, una referencia llevaba a otra historia, aquélla a un nuevo relato y ése a otros libros. Y así en un infinito circular.

Le pido que me cuente la historia de por qué casi siempre vestía de blanco cuando estaba a su lado. “Ah, sí. Es una historia muy bella. Una vez me puse un traje blanco y él me dijo que me veía, porque él veía luces y sombras. Entonces me preguntó de qué color estaba vestida. ‘De blanco’, le dije, y él: ‘Qué lindo, de blanco la veo’. De ahí, la mayor parte de las veces me vestía de blanco”. Le pregunto si en tanto tiempo no ha habido otro hombre que le haya interesado como mujer. Kodama sonríe, se acomoda en su silla, se toca el cabello y resume que esa es una travesía muy difícil, que como toda mujer hay hombres que están interesados, pero que para enamorarse de nuevo tendría que ser de un hombre aventurero como el personaje de Lawrence de Arabia, alguien que nada tuviera que ver con la literatura, de lo contrario “la comparación sería imposible”.

En seguida dice que Borges era un adelantado de su tiempo, que no lo dice ella, sino otros expertos que lo han estudiado y que dicen, por ejemplo, que el célebre cuento El Jardín de senderos que se bifurcan es una anticipación del hipertexto, de las redes, de Internet. Y después dice que alguna vez llegó a su fundación un neurólogo que estaba investigando sobre el Alzheimer, y que le pidió que le permitiera ver en la biblioteca de Borges si tenía anotaciones sobre libros médicos. La obsesión del galeno surgió de mucho tiempo atrás, después de leer ese prodigioso cuento de Funes el memorioso. Por eso dice que la influencia de Borges cruzó las fronteras de la literatura y se coló a la ciencia y a la metafísica.

Le pregunto por el Borges del tiempo del Peronismo y la dictadura y, sin entrar en muchos detalles, Kodama dice que él estaba en contra de cualquier abuso del poder: “Él me dijo que cuando era muy joven estalló la revolución rusa y escribió poemas sobre ella porque creyó que estaba hecha para mejorar al pueblo, pero cuando se dio cuenta de que lo que querían esos señores era tener el poder y la riqueza de los zares sin la sofisticación de ellos, cortó para siempre su simpatía por el comunismo. Él era un hombre libre, salvajemente libre, como yo”. Sobre Sábato recuerda que su relación con Borges era fluctuante, que tenían dos personalidades diametralmente opuestas para ser amigos y que finalmente la política los separó. Aunque dice tener un recuerdo lindo de él, cuando Borges estaba ya muy enfermo y se la encontró a ella en un bar, y con gran ternura le preguntó por la suerte de su esposo.

Según Kodama, se enamoró desde los cinco años de Borges cuando le leyeron un poema suyo. Años después lo vio en una conferencia y la sucesión de casualidades terminó de dictar la admirable antología de su compañía. A mediados de los setenta, cuando murió la madre del escritor, Kodama lo acompañó en todos sus viajes y participó en cada detalle del epílogo de la obra, quizá menos comercial pero en todo caso más hegemónica, de la literatura contemporánea latinoamericana. Un año antes de morir, Borges le cedió todos sus derechos de autor. Ya entonces el cáncer había postrado su salud, pero la curiosidad y el genio seguían creando, y la ilusión de los viajes le hacía perder la noción de su enfermedad. El 26 de abril de 1986 se casaron y algunos vieron en esa unión una maniobra oscura. Durante 25 años Kodama ha soportado toda suerte de acusaciones malsanas por su matrimonio y sus respuestas siempre han sido las mismas. Era ella la que no se quería casar y fue él, cuando supo que iba a morir, quien le pidió que lo hicieran. Le digo que si no hubiera preferido evitar esa unión y ser recordada sencillamente como su compañera, su última, lo cual le habría ahorrado muchos disgustos en la vida por esas sugerencias que la tacharon de aprovechada. “Casada o no casada yo soy su viuda. La viudez no la traduce un papel firmado que yo no necesito ni necesité, porque era yo quien no quería casarse y yo la que tenía todos sus amigos, los padres de ellos y los míos propios separados”.

Le comento que he leído que algunos miembros de la familia de Borges se opusieron a su matrimonio y que, incluso, citan que Norah Borges calificó aquella unión como diabólica, y la viuda del escritor, sin inmutarse pero vehemente, sólo dice: “No repitas lo que dijeron porque esa es una historia, la historia real es otra que es muy triste y no te la voy a contar a ti, sino que la voy a escribir yo”. Desde hace años Kodama ha venido refiriendo que está en proceso de escribir un libro para sepultar todas las infamias de las que ha sido víctima. De sus críticos dice que a muchos les pudre que ella quisiera tanto a Borges y que cuide con tanto celo su memoria y que aquellas serpientes que han tratado de morderla no la tocan porque “cuando vos realmente amas algo con toda tu alma y toda la fuerza de tu vida, eso te hace invulnerable”.

El argentino Marcos Ricardo Barnatán, biógrafo de Borges, recordó esta semana en una conferencia sobre él que en 1969, Planeta editó el libro El Aleph en España y que él conserva aquella edición como un tesoro porque constata que no sabían quién era Borges: “En la foto de la solapa no pusieron la foto de él sino la de César Vallejo”. Todo para subrayar que la figura de Borges tardó en cruzar el Atlántico, pero una vez lo hizo, se instaló como un inmortal. “Alguna vez editaron un libro en el que se calificó a los tres grandes autores del siglo XX. En él figuraban Samuel Beckett, Vladimir Nabokov y Borges. En una ocasión le pregunté al propio Borges por esta selección y me respondió: ‘De Nabokov no puedo decir nada, porque no lo he leído, pero lamentablemente sí he leído a Beckett’. En contraste —prosiguió Barnatán— Nabokov señaló entonces: “Me siento un ladrón en medio de dos Cristos”. Veinticinco años después Borges sigue en el Olimpo de la literatura, muy a pesar de que la Academia sueca jamás lo hubiera reconocido.

“¿Y a Colombia cuándo vas?”, le pregunto a Kodama antes de despedirnos. “Cuando me inviten”, responde en argentino. “Con Borges fui a Colombia y también después de él. Tengo una anécdota genial con un periodista que quiso comparar mi vida con Caballo Viejo, una telenovela que se pasaba en ese momento. Fue delirante”. Adiós, le digo, y ella me volea la mano y se sonríe. Va para otra entrevista.

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(*) Periodista de El Espectador.

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