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Ministerio de Cultura: La caja de rosquillas

Ángel Castaño Guzmán

Nadie, ni ella misma, creía que Juan Manuel Santos refrendara a Mariana Garcés en el Ministerio de Cultura. Días antes del anuncio televisivo del nuevo gabinete, según Noticias Uno, la ministra envío a algunos periodistas cartas de despedida. Luego, abochornada por el desliz, buscó en vano recuperarlas. Quien revise con lupa el trabajo de la vallecaucana encuentra razonable el escepticismo. A la hora del balance del primer gobierno santista, los ministerios de cultura y de educación fueron los peor calificados por los expertos. Contingencias informativas aparte, en el caso de la dependencia de cultura hay serios y fundamentados reparos no sólo a su labor, sino a su existencia misma. ¿La razón? Sencilla: las relaciones entre la cultura y el Estado siempre, desde la Roma de Nerón hasta las democracias actuales, han sido conflictivas. Es más, por la naturaleza de ambos, no pueden ni deben ser de otra manera. El Estado no sabe qué hacer con los artistas ni con los intelectuales. Para los mandatarios hay dos tipos: los cortesanos o los conjurados. Si alguien se atreve a señalar la desnudez del monarca, de inmediato recibe el tratamiento del hereje o del revoltoso. Si, por el contrario, inclina la cerviz ante el plato de lentejas, las prebendas, las becas y los premios le llegan a manos llenas. Así de simple. El artista y el intelectual, en consecuencia, enfrentan el dilema atroz de ser fieles a la conciencia o cumplir los dictados del estómago.

Creado en el polémico cuatrienio de Ernesto Samper, mancillado por el ingreso de dineros de la mafia a la campaña del partido liberal, el Ministerio de Cultura dividió las opiniones de los letrados. En 1994, en una virulenta diatriba publicada en El Tiempo, el poeta y ensayista Harold Alvarado Tenorio criticó la propuesta del entonces candidato de fundar un ministerio encargado de los menesteres culturales. Calificó de gesto demagógico el anuncio del aspirante a la presidencia, hecho en una reunión con gestores culturales. No fue el único. El fallecido economista Jorge Child, en un debate convocado por el Magazín dominical de El Espectador, señaló que si bien el ministerio probablemente no sería un arma de control fascista, si beneficiaría el clientelismo. Alberto Aguirre, en las páginas de El Colombiano, se unió al coro de los inconformes. Escribió el columnista antioqueño: “Este embeleco del ministerio de cultura tiene poco de cultura y mucho de ministerio. Es algo que obedece naturalmente a la Ley del Cáncer Burocrático (LCB)”. Con Antonio Caballero culmino la lista. Llamó demagogos clientelistas a los asistentes al acto de inauguración y se burló de las declaraciones del entonces ministro Ramiro Osorio. Los citados y otros compartían el temor de ver convertida la cultura en la excusa perfecta para repartir puestos y aumentar el poder de los caciques de aldea. La sospecha, lejos de ser producto de una rabieta fundamentalista, parte de una verdad de a puño: todo aquello que cae en las zarpas de los burócratas se pudre. Un ejemplo: los libros clásicos lo son porque han sobrevivido un largo proceso de escrutinio. Generaciones los leen y encuentran en ellos virtudes suficientes para hacerlos figurar en el canon. De esa forma, como en una carrera de relevos, se configura el acervo de obras, la riqueza cultural de una comunidad. En ella los ciudadanos abrevan, le dan, por supuesto, nuevos sentidos. Por eso leemos hoy la Ilíada y los poemas de Du Fu. El asunto se pervierte cuando un funcionario decide, dándole la espalda a la historia, llenar los anaqueles de las bibliotecas con volúmenes de contenido ligero, en menoscabo de los necesarios. Claro, cada quien reúne una antología personal, de acuerdo a sus fobias y pasiones. Y sí, el canon es optativo, no obligatorio. Dicha controversia es útil amén de insoslayable. Regreso al punto de partida: son los individuos libres los encargados de resaltar los méritos y sancionar los errores de una propuesta estética, no un oficinista. Porque él, no importa si no lo hace adrede, va a promocionar, con fondo públicos, los autores de su gusto. Va a confinar el universo a su mirada. Hasta aquí solo el aspecto conceptual del problema. El prosaico evidencia la promoción sistemática de algunos nombres, casi siempre alfiles de los medios masivos, en detrimento de otros. La fama y el prestigio lo alcanzan aquellos cuyos libros el ministerio compra para distribuirlos en las bibliotecas públicas. ¿Por qué este y no aquel? Por la voluntad del burócrata.

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Volvamos a las coyunturas periodísticas. Mariana Garcés ha ratificado con sus acciones el símil de Alberto Aguirre: el Estado en cuestiones culturales se comporta como un elefante en una cristalería. La torpeza del mastodonte alcanza cumbres de comedia, dignas de Cantinflas o del Chapulín Colorado. El primer chasco fue la entrega de una jugosa suma de dinero a la Bienal de Danzas de Proartes. Al respecto escribió Aura Lucía Mera, antigua directora de Colcultura en el periodo de Belisario Betancur: “(…) Mariana Garcés, nombrada por Amparo Sinisterra en el Ministerio de Cultura, tenga la desfachatez, por decir lo menos, de girar mil cuatrocientos millones de pesos a la Bienal de Danza de Proartes inventada por su antigua y eterna jefa, con el único propósito de atravesar palos (sic) de rueda en el Festival Internacional de Ballet” (El País, 24 de septiembre de 2013). De ser cierta la versión de la señora Mera, el criterio usado para entregarle plata a las fundaciones culturales no obedece a la importancia del proyecto propuesto sino al grado de amistad del postulante con el ministro de turno. Grave y preocupante realidad. ¿Los millones de los contribuyentes, por arte de magia o de maldad, se usan en ajustes de cuentas entre diversos sectores de la sociedad civil? ¿Qué ha dicho de todo esto el presidente Santos? ¿Mermelada para los artistas? En este instante regresa a la escena Harold Alvarado. Llegan a oídos de Garcés los comentarios del poeta. De inmediato decide demandarlo a él y al cineasta Carlos Palau. ¡Vaya sorpresa: una ministra llevando a los estrados judiciales a sus críticos! Carlos Jiménez, también en El País, amonestó a la censora: “Mariana Garcés debería reconocer que metió la pata hasta el fondo demandando a Harold Alvarado y a Carlos Palau”. Enrique Santos Molano, el 3 de octubre de ese año, llamó a la cordura, con la elegancia de los antiguos señoritos de Chapinero, a la señora Garcés.

Hay metros de tela para cortar: la W radio a fines de agosto del calendario en curso puso de nuevo en entredicho las actuaciones de la ministra Garcés. Al parecer  Paul Dury, a pesar de llegar alicorado a los ensayos de la Orquesta Sinfónica, recibe tratos especiales por ser el consorte de la jefa. El 2 de septiembre el periodista Daniel Pacheco publicó una columna reveladora en El Espectador, digna de en fotocopias ser entregada a los millones de colombianos que con guantes de látex y un tapabocas votaron a favor de Juan Manuel Santos: casi todos los altos funcionarios del gobierno nacional no tienen inconvenientes éticos con las denominadas roscas–palabra que en una variante popular señala los sanedrines o el famoso yo te ayudo tú me ayudas–. Suena en la memoria, con la claridad de un gong, la famosa sentencia sobre la honestidad de la mujer del César.

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