El Magazín

Publicado el elmagazin

La frente marchita

Ángel Castaño Guzmán

Sangre, impotencia y mierda. Donde asienta su pezuña eso deja la guerra. Casas sin puertas ni techos ni enseres ni risas de niños. Cadáveres, desaparecidos, familias que en la noche empacan aprisa las ropas de la fatiga. También, con un poco de maquillaje y un atavío a la moda, la guerra sirve de pretexto para elegir presidentes, organizar mítines, elevar a las nubes el rating de los telenoticieros. La muerte vende periódicos, le da cimento al discurso de los caudillos, aceita la máquina del comercio y la estafa. Durante años, los siete días de la semana, los colombianos hemos recibido la dosis de odio: las pipetas lanzadas a los colegios, la matanza en un lejano caserío, la diáspora de los labriegos. Luego, con pocos segundos de diferencia, la de frivolidad: los goles, las tetas y narices de quirófano. A veces los reporteros no tenemos perdón de dios. En otras, por fortuna, sí.

Daniel Rivera Marín es un diarista cuya infancia transcurrió en Armenia y Medellín. Con el título profesional, otorgado por la Uniquindio, debajo del brazo, inició labores en El Mundo. Al poco tiempo pasó a la sala de redacción de El Colombiano, donde cubre los temas del conflicto armado. En agosto de 2014, con el auspicio de la alcaldía de la capital antioqueña, publicó Volver para qué. Crónica sobre el desarraigo. Allí, en las 130 páginas del volumen, recopila las voces e historias de los obligados por la violencia a dejarlo todo, los mismos a quienes la nostalgia y el hambre los hacen retornar: el vértigo de la ciudad los tritura, los encierra en el dédalo de calles mal pavimentadas y fronteras invisibles. En compañía del fotógrafo Julio César Herrera, Rivera Marín recorre el oriente de Antioquia, sector geográfico disputado palmo a palmo por los distintos actores de la violencia. El viaje activa la memoria, saca de las maletas ocultas debajo de la cama los sucesos capitales de la infancia: la bala en la espalda del padre, el trapiche en la finca familiar, las manos nudosas del abuelo materno. De esa manera, sin robarle protagonismo a los entrevistados, el autor exorciza el anecdotario personal. A fin de cuentas, nadie sale ileso del fuego cruzado, de la barbarie fratricida.

Con un tono narrativo muy cercano al de Martín Caparrós –Rivera Marín intercala escenas con aforismos o meditaciones de su cosecha, procedimiento empleado por el argentino en numerosas crónicas–, Volver para qué no cae en el abismo de la denuncia fácil ni se convierte en un memorial de atropellos. El inicio del capítulo V es inquietante: “(…) Santa Ana es lo que queda cuando la muerte pasa: la vida comiéndose el cadáver”. La línea bien podría ser un verso de Ataúd tallado a mano, el formidable poemario de Flóbert Zapata. Rivera Marín decide ubicarse en la antípoda de los redactores de hoy, pendientes de aplacar la voracidad de los medios digitales. En ocasiones, no obstante, su prosa, así no venga a cuento, procura brillar. Compadecido con el cisne, no le tuerce el cuello. ¿Dichas licencias efectistas son útiles y necesarias en el periodismo? ¿No se corre el riesgo de privilegiar el lenguaje en detrimento del hecho? ¿La retórica reemplaza la minuciosidad investigativa? Inquietudes aparte, el texto presagia, anuncia, promete, como las óperas primas dignas de mención. Con seguridad en sus futuros trabajos el cronista apuntalará los aciertos y corregirá los deslices de Volver para qué. No hay afán.

Comentarios