La tortuga y el patonejo

Publicado el Javier García Salcedo

La fatua arrogancia de un taurófilo: el caso Caballero

En su reciente columna intitulada ‘Por los derechos de las minorías’, Antonio Caballero, además de celebrar la lamentable decisión de la Corte Constitucional que obliga a Petro a prestar de nuevo la Santamaría para la celebración de corridas de toros, nos ofrece un párrafo digno de atención. Cito:

El de los derechos de los animales es un concepto relativamente nuevo, sentimentalmente atractivo pero jurídicamente bastante absurdo. Se puede hablar de los deberes que hacia los animales tenemos los seres humanos, pero no de los derechos que puedan tener ellos: la idea misma de derecho implica conciencia, de la cual carecen. “La culpa es de Walt Disney– refunfuñaba la otra tarde un viejo aficionado después de visitar a los novilleros en huelga de hambre frente a la Santamaría–, que puso a los animales a hablar como si fueran personas”. Y los niños, hoy jóvenes adultos, educados en la televisión con Walt Disney y Plaza Sésamo, se han convertido en animalistas, y por consiguiente en antitaurinos. Pues no parecen darse cuenta de que el único animal tratado con respeto por el hombre, casi como un igual, es el toro de lidia. No el ganado de carne que comemos, ni las pulgas que nos comen. ¿Hermana pulga? No se le ha oído decir eso ni a San Francisco de Asís.

Quiero llamar su atención sobre este párrafo, porque contiene varias opiniones erradas, dos obvias falacias y, sobre todo, porque exhibe toda la arrogancia de este editorialista. Nada mal, diría yo, para un párrafo de apenas unos cuantos renglones.

Comencemos por las opiniones erradas. Caballero dice que el concepto de los derechos de los animales es un concepto «jurídicamente absurdo». Eso es simplemente falso. Por ejemplo, desde 1992, y más vigorosamente desde 2005, Suiza cuenta con un marco jurídico diseñado para promover ‘la dignidad y el bienestar animal’. Entre otras cosas, la Ley Federal sobre la Protección de los Animales resguarda a los animales vertebrados del maltrato injustificado que pueden sufrir en el ámbito doméstico, en el de la industria de alimentos o en el de la experimentación científica. Además, define con bastante precisión las conductas humanas hacia los animales que la ley considera punibles (las penas se elevan hasta tres años de prisión). Por otro lado, desde el año 2001 la Constitución Alemana consagra la obligación, por parte del Estado, de velar por los derechos de los animales. El artículo 20a del Ley Fundamental de la República Federal de Alemania (el equivalente de nuestra Constitución Política) reza:

El estado protegerá, teniendo en cuenta también su responsabilidad con las generaciones futuras, dentro del marco del orden constitucional, los fundamentos naturales de la vida y los animales a través de la legislación y, de acuerdo con la ley el Derecho, por medio de los poderes ejecutivo y judicial.

Y éstos son sólo un par de ejemplos. Podría extenderme y hablar de los más o menos recientes fallos en las Islas Baleares (2007) o en la India (2013) que explícitamente reconocen que algunos animales (en particular, grandes primates no-humanos y delfines) poseen ciertos derechos fundamentales, o del muy loable proyecto ‘Great Ape Project‘, que busca el reconocimiento de la personeidad de los grandes primates no-humanos. Pero claro, seguramente para Caballero éstas son legislaciones e iniciativas absurdas, dignas de pueblos bárbaros cuyo sentido común se halla atrofiado, a los que caería bien darse una vuelta un domingo por la tarde por la Santamaría, promediando una buena dosis de licor de bota para aguzar sus sentidos e inteligencia, y gritar, mientras un ser inocente es sacrificado, un sensato, mesurado y muy racional «Olé!».

(No se me escapa que en este punto Caballero podría replicar que lo que estas legislaciones consignan son las normas de conducta que los humanos nos damos a nosotros mismos en nuestro trato con los animales, y no los derechos que los animales poseen per se. Y aquí corremos el riesgo de enfrascarnos en una cuestión meramente terminológica. (Aunque cabe preguntar, todavía, por qué algunos seres humanos juzgan importante darse normas para tal cosa.) Que usemos la expresión ‘deberes de los humanos para con los animales’ en lugar de ‘derechos de los animales’, en el fondo, no hace diferencia alguna en términos prácticos, ya que lo que los animalistas bucamos es que ciertos comportamientos injustificadamente crueles e inconsiderados hacia los animales (como el toreo) sean susceptibles de una sanción legal. Que esto se lleve a cabo bajo la categoría de ‘deberes del ser humano’ o de ‘derechos de los animales’ no es importante.)

Pasemos ahora a las falacias contenidas en el párrafo de Caballero que hemos estado comentando. Recordemos que, según nuestro ilustre editorialista, la causa por la cual el movimiento anti-taurino goza hoy día, en contraste con lo que sucedía hace cincuenta años, de tan robusta salud, es que los actuales animalistas fueron «educados en la televisión con Walt Disney y Plaza Sésamo […]». Esto sugiere que, según Caballero, los animalistas contemporáneos somos personas desprovistas de la suficiente madurez o inteligencia como para distinguir la realidad de la ficción. Pues bien, no tengo ni la menor idea de dónde pudo haber sacado Caballero esta opinión (ni me interesa saberlo). Pero supongamos que esto es cierto, y que como producto de un profundo condicionamiento, cada vez que los animalistas vemos un venado no podemos sino esperar que se ponga a bailar sobre el hielo o a llorar por la pérdida de su mamá. La pregunta, entonces, es: qué relevancia tiene esto con respecto al punto en cuestión, a saber, con respecto al asunto de determinar si los animales poseen derechos o no? La existencia de tales derechos es perfectamente consistente con nuestro supuesto pavloviano sentimentalismo. Así pues, en la medida en que busca descalificar una tesis («Los animales tienen derechos») apelando a la historia de la crianza de aquellos que la sostienen (vieron «Bambi»), Caballero incurre en una falacia genética y, por consiguiente (y como ya es costumbre) no aporta nada valioso al debate entre animalistas y pro-taurinos.

Pero la anterior no es la única falacia que Caballero comete en el espacio de un párrafo; en efecto, más adelante dice, en tono burlesco: «¿Hermana pulga? No se le ha oído decir eso ni a San Francisco de Asís». Aquí la maniobra de Caballero consiste en rechazar la posición de los defensores de los derechos animales eligiendo a un ejemplar–la pulga–al cual, intuitivamente, sería absurdo otorgar derechos. Es cierto que parece ridículo cobijar a una pulga bajo el manto del derecho (al menos considerando a la pulga individualmente. No obstante, en lo que concierne a la especie Ctenocephalides canis, por ejemplo, tengo la intuición de que se puede confeccionar un razonamiento decente con el cual argumentar lo contrario, aunque no apelando, o al menos no primariamente, a consideraciones éticas). En lo personal, yo así lo juzgo; pero tengo esta opinión, porque creo (aunque no pretendo saberlo) que el sistema nervioso de una pulga no es lo suficientemente sofisticado como para sostener (‘support’) estados mentales dignos de hacer una diferencia moral. Sin embargo, la situación no es similar en lo que atañe a los toros. Equiparar el sistema nervioso de una pulga con el sistema nervioso de un toro equivale a equiparar el sistema nervioso de un embrión humano de seis semanas con el de un ser humano adulto normalmente desarrollado. No es preciso ser un experto neurofisiólogo para saber que tal comparación no se sostiene. Por consiguiente, el vicio del argumento de Caballero consiste en trazar, maliciosamente o no, una falsa analogía. Esta conclusión nos confronta con un dilema a la hora de evaluar las cualidades periodísticas de Caballero. Pues si Caballero trazó la analogía maliciosamente, entonces Caballero actuó con deshonestidad intelectual; pero si de veras cree que tal comparación se sostiene, entonces resulta ser un tipo bastante ignorante en cuestiones elementales de fisiología. La evaluación más caritativa es, por supuesto, la segunda.

La ignorancia, lo sabemos, es atrevida, pero muchas veces también es arrogante. Para la muestra, observemos cómo Caballero, desde la comodidad de su sillón, nos ofrece su veredicto a una cuestión largamente debatida por los más eminentes científicos: «Se puede hablar de los deberes que hacia los animales tenemos los seres humanos, pero no de los derechos que puedan tener ellos: la idea misma de derecho implica conciencia, de la cual carecen» (énfasis mío). En espacio de un solo renglón, Caballero ha pasado de ser un articulista de dudosas cualidades argumentativas a ser un sabio preclaro que, sin tomarse la molestia de abandonar su escritorio y gracias a la potencia de su entendimiento, ha logrado dar un punto final a un espinoso problema que ha ocupado a la ciencia desde siglos atrás. Muy impresionante, señor Caballero; le ruego por favor acepte mis más sinceras felicitaciones por el Honoris Causa en neurociencia que le ha sido otorgado por la Revista Semana.

Fuera de broma, el estado de las cosas actual de la neurociencia apunta hacia una conclusión diametralmente opuesta a la de nuestro editorialista. En efecto, poco a poco y mediante métodos empíricos hemos aprendido a ver en la conciencia un fenómeno mucho más difundido en el reino natural que lo que nuestros antepasados solían ver. Un caso emblemático de este giro en nuestra apreciación del fenómeno de la mente (esto ya lo había mencionado en una entrada anterior, pero valga la repetición) lo representa la más o menos reciente Declaración acerca de la conciencia de Cambridge, realizada por eminentes neurofisiólogos y neurofarmacólogos, entre otros investigadores de otras áreas del conocimiento, en la cual re-evalúan los substratos neurobiológicos asociados con el fenómeno de la conciencia. Su conclusión es inequívoca; cito:

[…] [El] peso de la evidencia indica que los seres humanos no son los únicos poseedores de los substratos neurológicos que generan la conciencia. Animales no-humanos, incluyendo todos los mamíferos y las aves, así como muchas otras criaturas, como los pulpos, también poseen estos substratos neurológicos. [La traducción es mía.]

Lo que el ‘caso Caballero’ ilustra–su profunda ignorancia de los problemas conceptuales y empíricos que atañen al asunto de la conciencia de los animales no-humanos, así como el estado actual del conocimiento científico en la materia–es, entre otras cosas, cuan poco seria resulta ser la discusión alrededor de la tauromaquia en Colombia. Pues lo que suele suceder es que cada una de las partes del debate se contenta con exhibir sus prejuicios bajo la forma de un argumento, generalmente de mala factura, degradando lo que podría ser una interesante y formativa discusión en un mero diálogo de sordos y tontos. Que esto acontezca en una charla de cafetín es natural y hasta comprensible. Pero que esto suceda en medios impresos dotados de un impacto nacional, por muy vaca sagrada que sea Caballero, habla muy mal del control editorial y de calidad de estos medios.

@patonejotortuga

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