Por: Luis David Durán Pico

Apenas transcurrida la primera mitad del año, el 2023 se ha convertido en un periodo preocupantemente violento. Las 39 masacres y las más de 29.000 víctimas de desplazamiento y confinamiento, reportadas por la Oficina de Asuntos Humanitarios de Naciones Unidas, engrosan todos y cada uno de los indicadores que apuntan a que estamos presenciando uno de los episodios más complejos, en términos de seguridad, al menos de los últimos cuatro años. Sin embargo, pese a que los hechos violentos nos descrestan en el día a día, lo cierto es que se evidencian más constantes que disruptivas en las dinámicas de violencia que aquejan al país, y, por divergentes que parezcan, en las incipientes medidas que cada gobierno propone ante este escenario.. 

Lastimosamente, desde 2020 cada año cierra con al menos 91 masacres, que, si bien ocurren a lo largo y ancho del territorio, se han convertido en una constante en departamentos como Antioquia, Cauca, Nariño, y Norte de Santander. Esta situación  resulta alarmante, teniendo en cuenta que estos departamentos han sido zonas donde históricamente distintos grupos armados han tenido una fuerte presencia, siendo mayoritariamente expuestos a toda violencia desarrollada en lo que parece un conflicto incesante.

En este sentido, parte de la complejidad de estas dinámicas de violencia, radica en que la preponderancia de cada actor en el territorio asegura, o no, su existencia misma. Así, que el Estado haga sólida presencia, es de vital importancia, como agente garante tanto del cuidado de su población, como de su sentido propio. Es decir, este ejercicio por parte del Estado implica el adelanto de políticas de seguridad y de gobernanza del territorio lo suficientemente competentes para garantizar el desenvolvimiento efectivo de la seguridad territorial.

No obstante, según la Fundación Ideas para la Paz (FIP), en los últimos años no solo se ha acelerado la pérdida del control territorial, evidenciando además que los patrones de violencia se repliegan a los departamentos anteriormente mencionados, sino que, por el contrario, se replican en otros territorios con formas como la extorsión, el constreñimiento poblacional, y los homicidios. De hecho, lo que nos trae a un 2023 desbordado de violencia, ha sido un escalamiento paulatino en los años anteriores. Ya el 2022 se cerraba como el año con mayor cantidad de asesinatos de líderes sociales, así como el segundo con mayores tasas de homicidios desde la firma de los acuerdos de paz con las FARC en 2016. 

De esta manera, la perpetuación y crecimiento de los índices de violencia logran evidenciar un patrón subsecuente: la inoperante presencia o pérdida de control territorial por parte del Estado ha dado paso a la proliferación de violencia perpetrada por actores armados ilegales, desde disidencias de las FARC, Clan del Golfo, ELN, y demás grupos; siendo sus enfrentamientos por dominio territorial –alcanzando 37 casos registrados desde mediados del 2022 a inicios de 2023–, el factor que afecta mayoritariamente a la población civil perteneciente a las zonas rurales del país. 

Más allá de lo evidente esto plantea que las políticas de seguridad desarrolladas por el anterior y actual gobierno, pese a sus divergentes enfoques, o son lejanas a resultados tangibles relacionados con la reducción tanto del constreñimiento poblacional, como de pérdidas civiles a manos de estos grupos; o han visto volcado sus esfuerzos y presupuestos en direcciones erróneas. En todo caso, la violencia no da tregua y sigue irresuelta en los territorios. 

El hecho de que los eventos armados se hayan reducido en un 45% en lo que va del año con respecto al anterior, pero que los ataques a la población civil y los desplazamientos y confinamientos se mantengan como consecuencia de los enfrentamientos entre diferentes grupos al margen de la ley, hacen pensar que en definitiva el blanco central de la acción armada ya no es el debilitamiento del Estado o el Estado en sí, sino evidentemente, el dominio territorial; una cuestión que en definitiva solo se ciñe a la acción estatal.

Así, nuevas perspectivas pueden girar en diversos sentidos: desde la búsqueda del aumento de la confianza por parte de la población hacia las fuerzas militares y la policía en las zonas rurales, en concordancia con el detrimento de la misma, en parte generado tanto por la disminución de la acción militar en los últimos años, como por el crecimiento de la sensación de inseguridad; hasta una revisión general de las estrategias de políticas de seguridad y de gobernanza del territorio. En este punto, a pesar de que las zonas más afectadas son predominantemente símiles con otras etapas del conflicto, las dinámicas, los actores y sus intenciones ahora son distintas. En todo caso, un enfoque renovado podría generar mayores garantías en términos de seguridad territorial, sin dejar a un lado las intenciones de La Paz Total.

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