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El ensimismado, el enajenado

collage borges funes

Dos caminos tiene el escritor para escribir sus historias; dos caminos que no son contradictorios sino complementarios y ambos, probablemente, indispensables: ensimismarse y enajenarse. Esto es, explorar dentro de sí mismo, en las honduras del yo, o sumergirse en la vida de los otros, reales o inventados que sean, e intentar ver con profundidad cómo serían la vida, el pensamiento y los sentimientos de esa persona, si existió, o cómo serían esos mismos asuntos si ese personaje imaginario llegara a existir. Sólo mediante ese proceso mental los que vivieron resucitan y los que nunca han vivido cobran vida.

El año de la muerte de ricardo reis

De eso –aunque no solo de eso- se trata este oficio y pongo algunos ejemplos célebres. Funes el memorioso, ese estupendo personaje de Borges, no existió nunca en el mundo real, ni podría existir: sus cualidades mentales son tan raras, como raro sería un personaje que en lugar de brazos tuviera alas. Borges halló a Funes en alguna zona oscura de su propia mente, al ensimismarse y al llevar al extremo una de las facultades más asombrosas de su alma: la memoria prodigiosa. Borges, mediante el expediente de la exageración, halló el absurdo de lo que sería una memoria perfecta, incapaz de establecer categorías, para la cual cada hoja de árbol sería tan distinta a otra hoja de árbol, que cada una debería llevar un nombre diferente. Todos los lectores hablamos de Funes como de un conocido, como de alguien palpable y comprensible, aunque no haya existido, porque su creación fue poderosa. Tan poderosa como la creación de Ricardo Reis que después de haber nacido en la cabeza de Pessoa tuvo una vida tan detallada en Lisboa que anoche Pilar del Río me llevó a la casa donde vivió, según la imaginación de don José Saramago. Y esa casa donde vivió (en un libro) Ricardo Reis, no era otra cosa que la casa donde le habría gustado vivir a Saramago si hubiera tenido el dinero para comprarla. Es muy raro: en la ciudad donde yo fui profesor de español durante varios años, Verona, la gente visita la «Casa de Julieta», que obviamente no es la casa de Julieta. Es posible que un día también se abra aquí la casa de Ricardo Reis, que será tan real como la casa de Fernando Pessoa, en la que estuve en mi anterior viaje a Lisboa, una casa que por cierto me pareció tan irreal como un sueño.

Tampoco el Quijote fue un loco real que se paseó por los caminos de la Mancha y del cual un notario o periodista llamado Miguel de Cervantes Saavedra relató las hazañas: Don Quijote estaba encerrado en la mente de Cervantes sin que él lo supiera. Borges lo dijo con palabras más hermosas y certeras:

Sospechándose indigno de otra hazaña
como aquella en el mar, este soldado,
a sórdidos oficios resignado,
erraba oscuro por su dura España.
Para borrar o mitigar la saña
de lo real, buscaba lo soñado
y le dieron un mágico pasado
los ciclos de Rolando y de Bretaña.
Contemplaría, hundido el sol, el ancho
campo en que dura un resplandor de cobre;
se creía acabado, solo y pobre,
sin saber de qué música era dueño;
atravesando el fondo de algún sueño,
por él ya andaban don Quijote y Sancho.

Don Quijote y Sancho Panza

Que Don Quijote estuviera en el fondo de un sueño de Cervantes no es algo que yo ponga en duda. Dudo más que Sancho, tan contundente, tan natural, tan apegado a la tierra, no tuviera un modelo en el mundo de la experiencia de Cervantes. Sostengo que así como Borges halló a Funes ensimismándose, mediante el mismo ejercicio espiritual que usó Cervantes para encontrar al Quijote en el fondo de sus sueños, el hallazgo de Sancho lo hizo enajenándose, hundiéndose en el cuerpo, el pensamiento y la actitud de muchos campesinos españoles decantados en el alcaloide de un solo campesino. Y Pessoa halló a Ricardo Reis ensimismándose, pero Saramago lo halló enajenándose en la lectura de su poesía y de los pocos datos biográficos que de él dio Pessoa. Al Quijote lo llamaron loco por creer que los personajes de los libros de caballería eran reales; a Saramago le dieron el premio Nobel por creer en la realidad de Ricardo Reis.

Yo también he usado, modesta, muy modestamente, estos procedimientos de ensimismarme y enajenarme. En el ensimismamiento he hallado, sobre todo, a los yoes que no fui pero que pude haber sido. En repetidas ocasiones he intentado darles vida a esos álter ego nuestros que don Miguel de Unamuno llamaba sus «yos ex futuros». Usaré sus propias palabras para definir lo que ellos son:

«Siempre me ha preocupado el problema de lo que llamaría mis ‘yos ex futuros’, lo que pude haber sido y dejé de ser, las posibilidades que he ido dejando en el camino de mi vida. […] Es el fondo del problema del libre albedrío. Proponerse un hombre el asunto de qué es lo que hubiese sido de él si en tal momento de su pasado hubiera tomado otra determinación de la que tomó, es cosa de loco. Tiemblo de tener que ponerme a pensar en el que pude haber sido, en el ex futuro llamado Unamuno, que dejé hace años desamparado y solo…» Y en otra parte añade Unamuno la sugestiva tesis de que uno de los Goethes posibles fue Werther. Lo dice así: «Werther es el ex futuro suicida de Goethe.» Tal vez Ricardo Reis fue el ex futuro con casa de Saramago, que vivía en una casa que no le gustaba.

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En la exploración de aquellos que no fuimos, de aquellos que pudimos ser pero que no encarnaron en nosotros por suerte, por valor o cobardía, o incluso por azar, hay una interesante cantera literaria, que debe ser explorada por el camino del ensimismamiento. Alguna vez en un ensayo yo expuse esta teoría de Unamuno para explicar ciertos fenómenos literarios. Al leerla, dos amigos distintos y por distintos caminos (Dasso Saldívar y Enrique López Aparicio), me señalaron un poeta que se había ocupado con belleza y obsesión en ese mismo problema. Ese poeta se llamaba Álvaro de Campos, que una vez escribió lo siguiente:

Si en cierta ocasión
Hubiera volteado a la izquierda en lugar de a la derecha;
Si en cierto momento
Hubiera dicho sí en vez de no, o no en vez de sí;
Si en cierta conversación
Hubiera tenido las frases que sólo ahora, en el
entresueño, elaboro –
Si todo eso hubiera sido así,
Sería otro hoy…

A los escritores nos encanta explorar, ensimismándonos, a esos más felices o más infelices que pudimos llegar a ser. Pero existe también otro camino, el de enajenarnos, que no es necesariamente enloquecernos, sino sencillamente salirnos de nosotros mismos. Mis dudas más acuciantes, recientemente, tienen que ver con si yo debo buscar historias dentro de mí, acudiendo al arma fantástica de la ficción, o si debo buscar las historias fuera de mí, empleando la herramienta maravillosa de la observación, de la fiel descripción de algo visto o conocido o susceptible de ser investigado con diligencia. La herramienta, digamos, de Javier Cercas en Anatomía de un instante: convertirse en la mente de Adolfo Suárez, hoy un hombre vivo todavía, pero ya sin alma, porque su mente vaga perdida en las nebulosas de la completa desmemoria. Es el procedimiento de la enajenación: de ser otro, pero otro real, otro efectivamente existente o que existió.

el olvido que seremos

Fue este el procedimiento que yo también usé para escribir El olvido que seremos. Así como mi cara, sin yo querer, se ha ido convirtiendo en la cara de mi padre, así mismo, pero con la voluntad, yo quise que mi memoria y mi mente fueran por un periodo la mente de mi padre. Quise enajenarme en él, lo cual no fue tan difícil porque lo conocía íntimamente. El caso es que cuando vi que su memoria se estaba poco a poco desvaneciendo en mi mente, cuando vi que su recuerdo ya estaba casi borrado de la mente de aquellos que lo conocieron, pensé que yo tenía la obligación, por mi oficio, de pasarlo otra vez por el filtro de mi corazón, evocándolo con las palabras, con toda la intensidad de la que fuera capaz mi frágil memoria. Recordar a otro, pasar a otro por el filtro de nuestro propio corazón, es la manera más íntima de enajenarse.

La forma suprema del sacrificio humano, e incluso del sacrificio animal, es dar la vida por un semejante. Los menos buenos somos capaces de hacer esto solamente por nuestros hijos y quizá por nadie más. Los padres somos capaces, creo, de interponer nuestro cuerpo para que sirva de escudo a la espada o a las balas que pretenden herir a nuestros hijos. Esto no somos capaces de hacerlo o es improbable que lo hagamos por nuestros padres. Yo sé que yo no habría tenido la valentía de interponer mi cuerpo ante las balas que iban a matar a mi padre. Además él nunca lo hubiera querido, ni permitido, así como yo jamás quisiera que un hijo mío se sacrificara por mí.

Cuando el sacrificio nos está negado, a los escritores nos quedan las palabras. Nos queda el recurso de ensimismarnos y enajenarnos para luego traducir a las palabras precisas lo que vimos, sentimos y pensamos en nuestra imaginación. Yo intenté en este libro, al menos por un periodo, trasladarme a la mente y al cuerpo de esa persona, ser esa persona que hace el bien durante la vida y que a pesar de esto recibe las balas al final de su vida. Yo no sentí esas balas en mi cuerpo, ni me dolió, ni salió sangre, pero casi las sentí y casi me dolió y casi me salió sangre. Traduje a las palabras eso que pensé, que recordé, ensimismado y enajenado.

Este es el mérito, pero también el límite de este libro. No es un acto heroico, no fue un sacrificio, es un ejercicio de la memoria y de la imaginación. Al haber sido un ejercicio de la imaginación y de la empatía (del enajenamiento), aunque se trate de una persona real, es también una novela. Porque no sólo son novela los Funes y los Quijotes y los Ricardo Reis. También son novela las vidas de los santos reales que se escribían en tiempos de Cervantes. Y novelas son las historias de esos no-santos reales de los que nos gusta escribir a muchos escritores contemporáneos.

hector abad gomez

Mi padre no fue un santo ni yo quise hacer hagiografía con la historia de su vida. Pero fue sin duda un hombre bueno que merecía ser recordado en mi familia, y también en Colombia. Ahora me parece casi milagroso que ese médico de los trópicos pueda ser también recordado por algunas mentes portuguesas. Los seres humanos, no importa dónde hayamos nacido, estamos hechos de la misma materia. Es esa materia la que reconoce y resuena con las historias ajenas. Las cuerdas de nuestro interior vibran con la misma música, si conseguimos tocarlas.

Con este premio la Casa de América Latina en Portugal, que tanto agradezco, ustedes me ayudan a que ese olvido, ese esquecimento que todos seremos, se postergue por un instante más. Las palabras, dijo Andrés Trapiello, son como el agua que se pone a las flores. No las vuelve eternas, pero aplaza su final.

Lisboa, Casa de América Latina
Septiembre 17, 2010

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