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De ruta cafetera por Santander

Por: Diana Melo Espejo

@LineasViajeras

Me fui a recorrer las 300 hectáreas de la Hacienda El Roble, donde terminé participando en una cata de café.

Hacienda el roble, Líneas viajeras blog de viajes

Conozco muchas personas que han viajado últimamente a Santander. La mayoría de ellas al Cañón del Chicamocha y a hacer deportes extremos. Las demás, a plan bohemio en Barichara y Girón. No es para menos. Este departamento es conocido por ser epicentro de turismo de aventura y cuenta con tres pueblos patrimonio.

Cañón del Chicamocha, Líneas viajeras blog de viajes

Quizás sea la inmensa fama de estos dos tipos de turismo la que ha opacado al Santander más rural, el de la campesina que prepara arepas y el cafetero que llena costales. Son pocos los colombianos que saben que este departamento es, también, productor de café y que, poco a poco, se abre paso en esta industria a nivel mundial.

La Hacienda El Roble no es solamente una de las iniciativas líderes en exportación de café santandereano, sino también una de las principales apuestas por incentivar el turismo cafetero en la región. Es el lugar perfecto para los viajeros más tranquilos que no gustan de mojarse la ropa entre rápidos de agua o temblar de miedo descendiendo por riscos.

Tras alojarme en el hotel Holiday Inn (que, a propósito, lo recomiendo sin duda alguna), me voy para el municipio Mesa de los Santos, a menos de una hora de Bucaramanga. Allí visito esta hacienda cafetera, mientras me pregunto si seré capaz de recorrer las 300 hectáreas dedicadas al cultivo de este grano, bajo el sol santandereano que me quema los hombros.

Los propietarios del lugar se han esmerado en cultivar variedades propias de la región, así como otras exóticas que no están destinadas al consumo. Durante el recorrido, es posible conocer diferentes tipos de plantas cafeteras, así como avistar aves, ardillas y diferentes tipos de insectos.

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Durante 20 minutos camino junto a la guía, quien me explica las características de sabor y aroma del café santandereano y cómo gracias a estas se puede entender más del suelo. El café de esta región tiene acidez media y ligeras sensaciones cítricas.

Afortunadamente, del inicio del recorrido aún conservo una taza de tinto y unos trozos de arepas santandereanas con mantequilla, tentempié perfecto para la caminata (así somos los viajeros tragones) y la forma más inmediata que tengo de comprobar lo que la guía me enseña: sí, el café de Santander es ácido y suave.

Finalmente, entre la entretención y la información, la caminata se pasa rápido y el sol no resulta ser enemigo. El cierre lo protagoniza un bosque con enormes árboles que rodea un camino arenoso y extenso, escenario perfecto para las fotos de rigor.

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Unos pasos más allá, me encuentro con las máquinas que realizan la producción del café, una de las cuales produce un olor fermentado que hace aguar los ojos y que pocos viajeros aguantan. En eso consiste también el recorrido: entender que desde el grano duro que se desprende de la rama, hasta la taza aromática con la que acompañamos el desayuno, hay un trecho largo y desconocido.

En una de las casas que se levantan en los terrenos de la hacienda me espera una cata de café y una breve explicación sobre la forma en que se discriminan los granos aptos para consumo y aquellos que solamente terminarán como abono para la tierra.

Una manotada de granos de café se esparcen sobre la mesa, mientras el experto de la Hacienda Los Robles revisa minuciosamente cada uno y aleja con desdén aquellos que no superan el control de calidad. “Flojo”, “sobresecado”, “aplastado”, dice al pasar las yemas de los dedos sobre cada uno. Deja invictos solamente aquellos que a la vista de esta viajera incauta son los más bonitos, pero que para el experto tienen razones de peso para hacer parte del próximo lote del café Mesa de los Santos.

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Sigo pensando que la casa huele delicioso, que todos los granos son lindos y que el café santandereano es ácido. Hasta aquí llega mi entendimiento y sé que se requiere mucho esfuerzo para captar toda la teoría.

La cata de café es el momento preciso para comprobar lo poco que mis sentidos entienden las diferenciaciones entre orígenes, granos y cultivos. Para mí el café es café. Para mí el café sabe rico. Para un experto no. El café muchas veces es inservible. El café a veces merece ser escupido. Y, de nuevo, tiene razones de peso.

El experto vierte café sobre pequeños vasos con agua caliente. Espera a que el contenido suba y forme una capa gruesa y poco provocativa en la superficie. Usa una cuchara de plata y rompe el cascarón recién formado. Aspira teatralmente y explica que acaba de salir el aroma en su más pura expresión. A mí me huele rico. A mí me huele a café.

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Sin embargo, tras romper los cascarones de todos los vasos y empezar a sorber en cada uno para dejar pasar algo de líquido en la boca, empiezo a sentir las diferencias entre cada vaso. Un catador profesional tiene el criterio suficiente para escupir los sorbos que no lo satisfacen y beber aquellos que considera de su agrado. Yo soy demasiado tímida para escupir cualquiera y, además, ninguno me sabe mal. Aunque sí tengo mis favoritos.

Descubro que, contrario a lo que había dicho toda mi vida, gusto más del café suave con notas ácidas y aroma fuerte. Quisiera escupir los sorbos fuertes que me hacen arrugar un poco la nariz, pero no puedo. Aún me queda mucho por aprender de caficultura.

Termino de degustar la hilera de vasos y le admito al catador que poco o nada entiendo, pero que su oficio me merece una admiración inmensa. “Lo hago muchas veces en el día”, me responde cuando le pregunto si se necesita mucha práctica para conseguir la destreza que él tiene en nariz y lengua. Cuatro a cinco veces en la Hacienda El Roble, 20 a 30 veces cuando trabajaba en la Federación Nacional de Cafeteros. Esa es la rutina de un catador de café profesional.

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Finalmente, aunque reconozco que abrí las perspectivas que tenía sobre esta bebida, aún no consigo entender muchas de las diferenciaciones que hacen los expertos y que como colombiana debería saber. Me comprometo a volver a la Hacienda El Roble y tomar varias catas, como si se tratase de un curso intensivo para una viajera terca que se niega a aceptar que para estos asuntos del gusto no sirve.

Quizás necesite pasar muchos días entre cafetales. Afortunadamente, para eso la hacienda también ofrece alojamiento.

 Tips para hacer el recorrido cafetero en la Hacienda El Roble:

  • Usar bloqueador solar y repelente para mosquitos.
  • La batería de la cámara debe estar bien cargada. Vale la pena.
  • Tómense el tiempo para ingresar a la casona y recorrer el inmenso jardín central. Es divino.
  • Si están de suerte, quizás encuentren al propietario de la Hacienda El Roble y puedan tomar un tinto con él.
  • La Hacienda El Roble presta servicios de pasadía, para quienes quieren entender más la cultura del café, pero no pueden alojarse en la Mesa de los Santos.
  • El alojamiento en la Hacienda El Roble garantiza una experiencia única en la que se comparte con personas increíbles. ¡Aquí no hay turismo masivo con habitaciones llenas, sólo cultura cafetera y el reloj que anda lento!

Puedes leer más artículos de viajes en mi blog Líneas Viajeras.

 

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