Retratos de ciudad

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Lleca

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 A veces no son bolillos lo que sobresale de sus maletas, sino palos mordidos por perros o afilados a golpes. Cuando paran en los semáforos, se ven sus brazos firmes y delgados. Las facciones son fuertes, el sudor corre por ellas y se pierde entre las mejillas y el cuello. Las ciclas son de hierro y las llantas son gruesas y lisas. Chiflan cuando pasan por lugares oscuros, se hacen notar y sobrepasan sin esfuerzo a las bicicletas de ruta.

Es defensa personal, dice uno de ellos con orgullo cuando me lo quedo viendo en el cruce de la calle Veintiséis con carrera Treinta y tres. Este lleva cintas reflectivas que le ajustan las botas del pantalón y sale volando antes de que la luz se ponga en verde.

Son las 6.30, pero el sol aún no ha salido de entre los cerros. Por la Plaza de las Nieves se escucha un forcejeo y un entonces qué, gonorrea. Me acerco despacio y freno junto con otros que también van en cicla. Una bicicleta está tirada en el suelo y las llantas aún ruedan en el aire. Un gamín, descamisado y con el cuerpo cubierto de mugre, se mueve frenético entorno  al ciclista, el mismo del semáforo. Entonces qué, gonorrea, repite y saca un puñal de entre los pantalones y manotea. El de la bicicleta se cuelga el morral sobre el pecho, se sube el pantalón sobre la cintura y revisa la atadura de la botas. Da dos pasos y empuña, con la mano derecha, el bolillo como si fuera una espada. Sonríe feliz, por fin va a poder usarlo.

Los pocos que hay en la plaza hacen un corrillo, un par de emboladores, un barrendero y una señora con una cesta llena de termos de tinto. Todos gimen a cada intento, a cada acercamiento de los adversarios que les han salvado la mañana. El de la cicla golpea al gamín en un brazo y en las costillas, parece Alex de la Naranja Mecánica, le falta el sombrero y las tirantas, pero la sonrisa es igual de desquiciada. El gamín no cae y da vueltas acercándose cada vez más. La calle, la lleca, como diría él, no es tan fácil como en la película de Kubrick donde los pordioseros son viejos enclenques pagados a una botella de vino. Amenaza con cortar la cara del otro y el puñal vuela reflejando la luz blanca que viene del cielo cubierto de nubes. El ciclista retrocede y tropieza con un adoquín suelto, el gamín aprovecha y corta el morral del que salen volando llaves, monedas y un sobre vacío de Chocorramo. El ciclista cae del todo y en el vacío su rostro se contrae y sus ojos se dilatan, sabe que una vez en el piso será a otro precio. Con sevicia, como ha hecho antes en otras calles, el gamín va tras él y lanza el puñal desde arriba trazando un semicírculo brillante.

El corrillo ha crecido. Hay más ciclistas, que miran de lejos, repartidores de periódicos y vendedores de fruta. Por un segundo, todos miran el brillo caer en silencio. Al final la mujer de los tintos grita hagan algo y el barrendero y el negro de la fruta dan dos pasos al frente. El ciclista, sin nada que perder, recoge las piernas y con dos patadas, desde el suelo, empuja al gamín haciéndolo retroceder. Pero en el suelo sigue siendo presa fácil. Da un bote y se levanta esquivando por nada el puñal ensañado que vuelve por él. Con el bolillo gira y golpea las piernas del gamín desde atrás. Éste pierde el equilibrio y cae de rodillas. Los músculos del torso se tensionan y las cicatrices que tiene bajo las costillas se hinchan. El ciclista lo golpea con la punta de sus botas una y otra vez. El gamín cae del todo y se hace un ovillo y se cubre la cabeza con los brazos. No lanza ni un gemido, aguanta como si ya estuviera muerto.

En ese momento llega una moto con dos policías. El de la cicla golpea y golpea como si fuera el video en loop de un futbolista cobrando un penalti, los brazos en jarras y la bota  yendo y viendo como un péndulo infinito. Los policías se bajan y, acomodándose el cinturón sobre las barrigas, dejan que el ciclista golpee hasta que la sangre cubre los adoquines.

Despierto, cojo el manubrio de la bicicleta listo para seguir. Donde paré, me doy cuenta, hay un hueco en la calle lleno de agua rojiza. La noche anterior llovió y la Séptima está húmeda y con charcos en los bordes de los andenes. Pero allí el agua es roja y se aposenta en torno a una tapa de alcantarilla. Me quedo mirándola por un segundo y comienzo pedalear mientras los policías aúpan al gamín para que vaya a lamerse las heridas unas calles más abajo. Allí no, que ya llegan los oficinistas en manada.

PS. Vea la foto de esta semana en alta resolución aquí.

 

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