Líneas de arena

Publicado el Dixon Acosta Medellín (@dixonmedellin)

El aeropuerto, casi la segunda patria

Aeropuerto de Singapur, foto de Patricia Mogollón.

Los colombianos conocemos bien los aeropuertos, son casi nuestra segunda patria. Los conocemos porque en ese lugar etéreo pasamos una buena porción de la existencia, porque viajamos, nos vamos de nuestra tierra, despedimos a los seres queridos o en ocasiones recibimos a los que partieron hace algún tiempo, periodo en que la nostalgia copó la ausencia. En un sitio de apariencia transitoria, nos vamos eternizando.

Sabemos de las salas de espera, de las filas, de los controles, de las preguntas de los oficiales de migración y aduana. Nos hemos acostumbrado a que los demás, nos miren de forma especial, nos abren las maletas, los canes parece que detectan cuando entra un colombiano, quizás es el aroma mezclado de flores, frutas, café mañanero, arepa caliente, de inobjetable tristeza por no encontrar una oportunidad y tener que buscarla afuera. Muchos olores, no el del polvillo blanco que el policía de marras piensa que llevamos puesto, comido, bebido o escondido en un mal pensamiento.

Muchas de nuestras conversaciones giran sobre los aeropuertos, de los cómodos, de los feos, en donde son mejores las compras libres de impuestos, cuál tiene los mejores sanitarios. Con los amigos, nos solemos encontrar en alguna sala del mundo, como si fuera una calle de nuestra ciudad. Incluso con los compatriotas desconocidos, solemos reconocernos, siempre hay un distintivo, no sólo una pulserita tricolor o una camiseta con el nombre del país adorado, alguna frase, un dejo especial, tal vez ese caminar de migrante incompleto, que se resiste al adiós total, el que sólo dice hasta luego.

Del síndrome del culpable vamos pasando a la sensación del habitante del aeropuerto. Al mostrar nuestro pasaporte, en el pasado reciente nos convertíamos automáticamente en sospechosos, de qué? No sabíamos, de algo. Por ello sudábamos copiosamente, tartamudeábamos, ofrecíamos disculpas por anticipado, lo considerábamos normal. Había cierta lógica, algunos de los nuestros, llevaban en sus ropas, maletas o entrañas algún pecado por confesar, aunque fueran unos pocos, todos nos sentíamos aludidos.

Ahora otras nacionalidades y otros aspectos nos han adelantado en la fila de los sospechosos habituales. De todas formas, con nuestro trasegar, nos parecemos cada vez más al personaje que se queda atrapado en un terminal, quien ha perdido su destino, peor aún, su lugar de partida.

De tanto pasar por debajo de los detectores metálicos, ya estos no emiten su sonido alarmante. Nos hemos acostumbrado a sonreír ante las cámaras fotográficas y nuestras huellas deben ser las que mejor quedan grabadas, para quienes deseen esculcar nuestro pasado, aunque nunca llegarán a registrar el grado de melancolía al estar distantes del sitio bendito en que aterrizamos por vez primera, cuando supimos del llanto. Caminamos sin tropezar por las cintas transportadoras, simplemente nos dejamos llevar por las circunstancias, como en la vida misma.

El aeropuerto es el lugar idóneo para dejar libres los sentimientos. Como parece nuestra casa, nos la tomamos, invitamos a los conocidos a sentarse en la sala, saludamos a los foráneos. Y cuando llega la hora, nos aferramos tan fuerte en el abrazo, mientras las lágrimas bañan el rostro. Sólo pensamos en la futura hora, cuando en el mismo sitio, podamos llorar nuevamente, de alegría al saludar el retorno del hermano ido o cuando por fin regresamos a nuestra propia tragicomedia, pero nuestra al fin y al cabo.

Entonces quizás sintamos algo de nostalgia por dejar el aeropuerto.

Dixon Acosta Medellín

En alguna sala de espera, miro Twitter como @dixonmedellin

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