Catrecillo

Publicado el Ana Cristina Vélez

El estatus de lo gourmet

El mundo de la culinaria ha sufrido un cambio dramático de estatus en los últimos 40 años. Ser famoso por ser un gran chef no era algo nada común. Los programas de televisión de cocineros yde restaurantes son también fenómenos recientes. Desde hace 60 años se enseña a cocinar por televisión, pero saber cocinar no daba estatus, pues nadie pensaba que hacerlo o conocer la gastronomía internacional significaba ser más culto.  Hoy el estatus de los chefs alcanza el calificativo de artista o incluso de  miembros del jet set. Al famoso evento internacional de arte, La documenta de Kassel, fue invitado como artista hace algunos años el chef Ferrán Adriá, del restaurante español El Bulli.

Cada vez se hacen más películas cuyo tema es la gastronomía, incluso apropiadas para niños, como Ratatouille, sobre una rata que sabe cocinar; películas como Una gran noche; Chef , con Sofía Vergara; la extraordinariamente hermosa El festín de Babette; Vatel, el  cocinero del rey; El gran chef; La cocinera del presiente; Julia y Julia, sobre Julia Child; Chocolate; Entre copas, una película sobre vinos ; Lunchbox, filmada en la India, sobre loncheras que enamoran . Todas reflexionan, a distintos niveles, sobre la acción de comer, la de cocinar, sobre el placer, sobre el gusto, los protocolos alrededor del servicio, presentación y modales frente a la comida. En una nueva película, The Hundred Foot Journey, la presentación de cada plato está planeada para deleitar y conmover los sentidos y la imaginación: el color, la consistencia de los platos, las especias que caen sobre las salsas, el vapor, las cucharas que mezclan o baten y la fiel filmación de las acciones del cocinero reproducen dentro de la mente del espectador no solo el acto de cocinar sino el arte al hacerlo.

En el curso natural de todas las actividades humanas se puede llegar a la expresión artística. Cuando las acciones y sus objetos como resultado se vuelven más complejos, cuando existe la posibilidad del ocio y de contar con abundancia de recursos, los humanos perfeccionamos las actividades, las llevamos más lejos, les encontramos variantes, les inyectamos creatividad, les damos otros significados, les creamos nuevas relaciones, les inventamos rituales y protocolos, las utilizamos para bien y para mal: para persuadir, obligar, castigar o enamorar. Con la culinaria podemos ser socialmente incluyentes o excluyentes; esta puede ser usada para diferenciar el estrato social y el estatus, para mostrar que somos educados y pertenecemos a una élite de afortunados o de desafortunados.

No hay una actividad más incluyente que la de comer en grupo, la de compartir los alimentos, y no hay nada más triste que comer solos (exagero). Pero como las mismas herramientas pueden ser utilizadas con propósitos contrarios, lo gourmet se convirtió en lo refinado y lo exclusivo, o sea, lo excluyente. Cuántas personas pueden darse el lujo de visitar un restaurante que posea una, dos o tres estrellas Michelin (pocas); muchos no han oído mencionar el término Michelin siquiera; ya hablar sobre las estrellas y su significado es una manera de hacer distinciones, como el conocer las recetas y nombres de ciertos platos internacionales, saber en qué consiste un boeuf bourguignon,  un sánduche Rubén, una ensalada Cesar, un kimchi, un panang, se convierte en una forma de cultura, y ni mencionemos los modales: el manejo de los cubiertos, de los palitos en los restaurantes orientales, de las servilletas, el cambio de vasos y copas, etcétera (dejemos esto para otra reflexión).

En una de esas encuestas tontas que aparecen en internet, transita una para saber si eres un “montañero”, y las preguntas, todas, solo indican una cosa: escasez de recursos. Contestarla muestra claramente, no la cultura, sino la capacidad adquisitiva del entrevistado. Una de las preguntas averiguaba si en la casa se usaban los vasos de la mermelada como vasos para beber. La respuesta no podría decir nada respecto a si somos elegantes, burdos o montañeros. Pero sería magnífico que fueran tan bellos y delicados que se pudieran usar con orgullo, o que tuvieran las medidas marcadas en onzas, mililitros y fragmentos de pocillo, para poder ser usados como pocillos medidores, sería magnífico que los reutilizáramos y no los echáramos a la basura como hacemos con multitud de bienes.

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