La droga, ¿y Colombia?

Publicado el Jorge Colombo*

¿Qué es la guerra contra las drogas?

¿Qué es la guerra contra las drogas?

La «guerra contra las drogas» no es una guerra contra «las drogas». Si lo fuese, esta incluiría entre sus objetivos la eliminación total del tabaco y la restricción del uso del alcohol a sus aplicaciones médicas. Tampoco es una guerra contra «la amenaza de ciertas drogas». Si lo fuese, no se criminalizaría a las víctimas del enemigo que vienen siendo los adictos [1].

¿Es acaso una guerra contra “el consumo de drogas»? No lo es mientras se invierta menos en prevención que en erradicación e interceptación. Ni es una guerra contra los «consumidores de drogas», ya que nadie condena a los últimos tres presidentes de Estados Unidos por traición.

¿Es entonces una guerra contra el “tráfico de drogas”? No, si lo fuese se estructuraría un mercado legal para hacerle contrapeso al mercado negro de los traficantes. Ni es una guerra contra “los traficantes”: la mayoría de los arrestados no tienen vínculos con el narco.

Es que “la guerra contra las drogas” no es un guerra, ya que no tenemos parámetros para declarar victoria o derrota.

¿Qué es entonces la guerra contra las drogas?

Ante todo, una guerra permanente no es una guerra, es una política pública. Así, la guerra contra las drogas es simplemente una política pública comodín. ¿Por qué comodín? Porque esta “se hace servir para fines diversos, según conviene a quien la usa”.

En Colombia, se trata hoy de una política de contención de los grupos armados ilegales y de persecución de los campesinos que cultivan coca. En México, es una lucha contra la mafia y una búsqueda de legitimidad por el ejecutivo. En Estados Unidos, es una política que frustra a minorías y que capitaliza la empresa del narco. En Francia y Alemania, es arribismo en política internacional. País por país, la guerra contra las drogas cumple fines diversos.

Pero, aunque la guerra contra las drogas se manifiesta de una u otra forma dependiendo del país en el que estemos, en todas partes tiene un elemento en común: hace que la gente se sienta vulnerable. Vulnerable a la violencia indiscriminada de los traficantes de drogas, vulnerable a la influencia de organizaciones criminales, vulnerable a los «efectos de la droga» [2].

Y es de ese sentimiento generalizado de zozobra de donde saca esta política su utilidad. Cuando uno se siente bajo riesgo, impotente, confundido o abusado es común sufrir una regresión: la mente se refugia en un estado anterior en el cual se pierde la facultad de analizar situaciones complejas y busca una figura que ofrezca protección (por ejemplo, se le ofrece lealtad al abusador más fuerte como mecanismo de defensa). Apersonarse de esa figura es el objetivo de las políticos. Sobre todo de los que se muestran convencidos de la necesidad de la guerra contra las drogas.

La ilusión de la «corresponsabilidad».

La población colombiana, abusada e impotente, busca una figura paternal en sus gobernantes. Sus gobiernos se eligen en función de la capacidad que tienen de ofrecer seguridad con celeridad. A cambio, los votantes ofrecen su lealtad. Ahora bien, para que el gobierno no defraude a sus constituyentes, este debe buscar el apoyo militar y logístico de los gobiernos (lease contratistas) de otras latitudes, y es con el cuento de la guerra contra las drogas que lo consigue.

Pero los objetivos que busca el poder ejecutivo colombiano con la guerra contra las drogas y la política necesaria para reducir el consumo en el primer mundo son fines irreconciliables.

No es erradicando cultivos e interceptando cargamentos que el consumo en el primer mundo va a decrecer. Para lograrlo, el esfuerzo necesario en prevención requiere trasladar una parte de los recursos que ahora son invertidos en capacidad militar a programas de salud pública. Opción que no le sirve al ejecutivo colombiano. Tampoco se podrían endurecer las penas para los consumidores ni perseguirlos con mayor intensidad. Primero, porque tal política nunca ha sido efectiva. Segundo, porque al ejecutivo y legislativo también les toca hacerse elegir en el primer mundo. No pueden entonces ponerse a encarcelar y a castigar a todos, sino solo a unos pocos (lease a las minorias).

Se puede argumentar que a largo plazo la mejor opción sería que los países del G-8 invirtiesen más en prevención que en militarizar el problema de la droga. Pues de esta forma se reduciría la demanda. Además los gobiernos colombianos ya no tienen porque echar de menos el apoyo norteamericano, pues nuestra fuerzas armadas y nuestros policías hoy dependen menos de este. Todo eso sería muy positivo, pero tal inversión no rendiría frutos cuantificables a las economías del primer mundo ni le garantizaría dinero a las campañas de los políticos.

Capitalizando la guerra contra las drogas.

El tráfico de drogas es una empresa que rinde grandes utilidades. No es por nada que los carteles se pueden armar de la forma como lo hacen. Esas ganancias, en su mayoría, no entran a enriquecer la economía de los países de donde provienen los empresarios de la droga. Y las pocas que lo hacen se gastan en inversiones que o bien carecen de contenido como para aportarle al país, o bien corrompen la economía y la política [3].

La plata fruto del narco se queda en el exterior, porque no existe algo tipo “convenio de repatriación de capitales mal habidos al país de origen del criminal” (y con la DNE administrándola en Colombia, mejor que se quede afuera). ¿Hacía donde va entonces ese dinero? Personalmente me gustaría pensar que ese dinero se lo apropian los gobiernos para invertirlos en programas sociales o en fondos para reconstruir lo que la guerra contra las drogas ha destruido.

Pero la verdad no es esa. La plata fruto del narcotráfico, como en cualquier empresa, se reinvierte en mantener la estructura que la hace rentable. Se capitaliza. Esto se hace de una forma orgánica y no porque detrás haya un genio titiritero maligno. Y pocas cosas hacen esto más evidente que la última propuesta francesa en la materia: la creación de un fondo bajo el control de la ONU alimentado por lo haberes del narcotráfico, destinado a combatirlo. Literalmente: el Uróboros, la serpiente mordiéndose la cola, símbolo de la antigüedad que representa autosuficiencia eterna.

¿Se invertirá ese dinero en su mayoría en programas de educación y prevención, en subvencionar campesinos que no cultivan la coca, en fortalecer las instituciones en los países por donde se van instalando los carteles de la droga? No, pues eso ni suma en los banco, pues sería dinero que se sale de su sistema financiero; ni le aporta dinero a las campañas. Eso se invierte (se lava) entonces en los sistemas financieros con las campañas políticas, los contratistas y los consultores.

Invertir en administrar un problema.

El mercado global del café es de alrededor 55 000 millones de dolares anuales, de los cuales entran 5 000 al tercer mundo. La mayoría del dinero no enriquece entonces a nuestros cafeteros. El mercado del café enriquece a las grandes tostadoras del grano que están instaladas en el exterior y son las que preparan el grano para su consumo. Algo similar pasa con la cocaína. El mercado global es de más de 60 000 millones de dolares, de los cuales entran 7 000 a Colombia. ¿Quién se enriquece entonces con todo ese dinero? No se trata en esta ocasión de los que preparan la droga, pues no solo nosotros cultivamos la coca sino que también extraemos el alcaloide. La cocaína en términos puramente económicos es para nosotros igual al café: los que de verdad se enriquecen están afuera.

Pero los argumentos “puramente económicos” son odiosos. Con el mercado de la cocaína, a diferencia del café, no vienen riquezas administradas por una federación de cultivadores de coca legalmente constituida. Lo que viene es “el problema del problema de la droga”: el enriquecimiento de la mafia, la liquidez que hace a la corrupción más dinámica, la inversión del orden social donde los delincuentes son ahora las personas recompensadas.

La plata y la liquidez del mercado de la droga entran fundamentalmente a los bancos del primer mundo. Si ese dinero es o no interceptado por las agencias de los gobiernos, igual se queda en manos de los banqueros. Que de ambas formas lo ponen a producir. ¿Cómo lo hacen? El mismo ex-director de la Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Crimen (órgano al que le cae toda la responsabilidad de la situación actual de la guerra contra las drogas) advirtió que los bancos pudieron capotear la crisis del 2008 gracias a la liquidez de la plata de la empresa de la droga. También prestan esos dineros a altas tazas (como no es tan fácil mover esos recursos ese esfuerzo adicional tiene que ser cobrado). Por ejemplo se la prestan a las campañas políticas. Sirve saber que el Banco Wachovia (ahora en manos de Wells-Fargo) lavó más de 378 000 millones de dolares en 3 años. Cantidad equivalente a la economía de Qatar (el país con el producto interno bruto per capita más alto del mundo). Y ese es solo uno de los bancos, también están Bank of America, JP Morgan, Citibank y muchísimos otros.

Como lo expliqué más arriba el circulo de ese dinero se cierra ahora en manos de los políticos, que están listos a mostrarse como figuras paternales y le entregan el resto de los recursos a los contratistas y consultores para que les administren el problema del problema de la droga. Con la guerra contras las drogas, los políticos y los narcotráficantes buscan el mismo objetivo: mantener el precio de la droga inflado. Los primeros para (supuestamente) alejar a los consumidores, los segundos para hacer cada cargamento más rentable. Y los consultores y contratistas buscan hacer sus contratos y servicios necesarios ad infinitum.

El dinero del Plan Colombia, de la iniciativa Merida y de todos esos proyectos le llega a los mismos a los que les llegó el dinero de la guerra por contrato de Irak: Lockheed-Martin, Dyncorp, Northrop Grumman, ITT… Estados Unidos no presta a sus soldados para esta guerra, presta la logistica, porque, repito, no es una guerra, es una política pública comodín que enriquece a pocos y degenera la vida del resto.

Y como verá, en toda esta discusión no entró el verdadero problema de la droga, que es el de los consumidores problemáticos, y que es fácil de resolver. Solución que para nuestros líderes latinoaméricanos, por cobardes, es imposible implementar . ¿Y como le va a las familias donde sus padres y sus hombres son cobardes?

Porque mientras los hombres colombianos no entendamos que nuestro deber es desmontar la guerra contra las drogas, seguiremos siendo abusados; recompensaremos a los violentos, a los corruptos y a los narcotraficantes; confundiremos ser soez con ser valiente; y compensaremos nuestra frustración drogándonos todo los fines de semana a punta de alcohol. Y es sólo cuando logremos ese desmonte que alcanzaremos la Restauración con una segunda independencia de Colombia.

Notas

[1] ¿Que tipo de guerras son esas en las que la victima se convierte instantáneamente en enemigo? Ese tipo de escenario solo se ve en la peores películas de zombies. Imagínese que le declarásemos la guerra a la diabetes de tipo II, aquella que se adquiere por un estilo de vida y que además no afecta únicamente al diabético sino a todo su entorno familiar. ¿Criminalizaríamos entonces a los diabéticos?

[2] Como que sus hijos pasen instantáneamente de víctimas a objetivos de guerra, que es una consecuencia de la guerra contra las drogas y no de las drogas .

[3] Claro que hay excepciones. Entre las más llamativas están dos: la inversión que se le hizo al fútbol en los ochenta y que dio como fruto la selección Colombia de principios de los noventa; y la espectacular pirámide DMG.

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